X. La serpiente
Aquellos clamores del populacho no atemorizaban a la hija de Amílcar.
Otras inquietudes más hondas la turbaban: su gran serpiente, el pitón negro, languidecía, y la serpiente era para los cartagineses un fetiche, a la vez nacional y privado. Creían que era hija del limo de la tierra, porque emerge de sus profundidades y no necesita pies para recorrerla; su marcha recuerda las ondulaciones de los ríos; su temperatura, las antiguas tinieblas viscosas palpitantes de fecundidad, y el círculo que describe al morderse la cola, el conjunto de los planetas, la inteligencia de Eschmún.
La serpiente de Salambó había rehusado muchas veces los cuatro gorriones vivos que se le ofrecían por plenilunio y cada luna nueva. Su hermosa piel, tachonada como el firmamento de manchas de oro sobre un fondo completamente negro, se había vuelto amarilla, flácida, arrugada y demasiado ancha para su cuerpo; un moho algodonoso se extendía alrededor de su cabeza, y en el ángulo de sus ojos se veían pequeños puntos rojos que parecían moverse. De cuando en cuando, Salambó se acercaba a su canastilla de hilos de plata; apartaba la cortina de púrpura, las hojas de loto y el pulmón de pájaro; la serpiente estaba siempre enroscada en sí misma, más inmóvil que una liana seca; y, a fuerza de mirarla, acababa por sentir en su corazón como una espiral, como otra serpiente que poco a poco le subía a la garganta y la estrangulaba.
Estaba desesperada por haber visto el zaimph, y, sin embargo, le producía cierta alegría, un orgullo íntimo. Un misterio profundo se ocultaba en el esplendor de sus pliegues; era la nube que envuelve a los dioses, el secreto de la existencia universal, y Salambó, horrorizándose de sí misma, lamentaba no haberlo levantado.
Casi siempre estaba sentada en el fondo de su habitación, con las manos apoyadas en la pierna izquierda, doblada, la boca entreabierta, cabizbaja y pensativa. Se acordaba con espanto de la cara de su padre; quería irse a las montañas de Fenicia, en peregrinación al templo de Aphaka[101], al que Tanit descendió en forma de estrella; la asaltaban y conturbaban toda clase de ensueños; además, la soledad en que vivía era cada día mayor. Ni siquiera sabía lo que era de Amílcar.
Al fin, cansada de sus pensamientos, se levantaba y, arrastrando sus sandalias, cuya suela claqueaba a cada paso contra los talones, se paseaba sin rumbo por la gran sala silenciosa. Las amatistas y los topacios del techo reflejaban acá y allá temblorosos centelleos. Salambó, a medida que andaba, volvía un poco la cabeza para verlos. Cogía por el cuello las ánforas colgadas, se refrescaba el pecho con grandes abanicos, o bien se distraía en quemar cinamomo en perlas ahuecadas. Cuando se ponía el sol, Taanach retiraba los rombos de fieltro que tapaban las aberturas de las paredes; entonces sus palomas, untadas con almizcle como las palomas de Tanit, entraban de golpe y sus patitas sonrosadas se deslizaban sobre las losas de vidrio, entre los granos de cebada que les echaba a puñados, como un sembrador en el campo. Pero, de repente, prorrumpía en sollozos y permanecía tendida en su gran lecho de correas de buey, sin moverse, repitiendo siempre la misma palabra, con los ojos abiertos, pálida como una muerte, insensible, fría; y, sin embargo, oía el grito de los monos en las copas de las palmeras y el chirrido continuo de la gran noria que, a través de los pisos, elevaba un raudal de agua pura a la pila de pórfido.
En ocasiones, durante días enteros, rehusaba todo alimento. Veía en sueños astros turbios que pasaban bajo sus pies. Llamaba a Schahabarim y, cuando estaba a su lado, no sabía qué decirle.
No podía vivir sin el consuelo de la presencia del sacerdote. Pero se rebelaba interiormente contra aquella dominación; sentía por él, a un tiempo, terror, celos, odio y una especie de amor, en reconocimiento de la singular voluptuosidad que experimentaba a su lado.
Él había reconocido la influencia de la Rabbet, hábil como era en distinguir qué dioses enviaban las enfermedades, y para curar a Salambó hacía regar su aposento con una infusión de verbena y culantrillo; todas las mañanas comía mandrágoras; dormía con la cabeza apoyada en un saquito de plantas aromáticas mezcladas por los pontífices; empleó además el baarás[102], raíz de color de fuego que espanta en el septentrión los genios funestos; por fin, volviéndose hacia la estrella polar, murmuró por tres veces el nombre misterioso de Tanit, pero Salambó seguía sufriendo y sus angustias aumentaron.
Nadie, en Cartago, sabía tanto como él. En su juventud había estudiado en el colegio de los Mogbeds[103], en Borsippa, cerca de Babilonia; visitó luego Samotracia, Pessinunte[104], Éfeso, Tesalia, Judea y los templos de los nabateos[105], perdidos en los arenales, y, desde las cataratas hasta el mar, recorrió a pie el curso del Nilo. Con el rostro cubierto con un velo y agitando antorchas, había arrojado un gallo negro en el fuego de sandaraca[106], ante el pecho de la esfinge, madre del terror. Había descendido a las cavernas de Proserpina, había visto girar las quinientas columnas del laberinto de Lemnos[107] y resplandecer el candelabro de Tarento, que llevaba tantas lámparas como días tiene el año. A veces, por la noche, recibía a viajeros griegos para hacerles preguntas. La constitución no le inquietaba menos que la naturaleza de los dioses; con las armillas[108] colocadas en el pórtico de Alejandría, había observado los equinoccios y acompañado hasta Cirene a los bematistas[109] de Evergeto, que miden el cielo calculando el número de pasos, si bien ahora surgía en su pensamiento una religión extraña sin fórmula precisa y, por eso mismo, llena de vértigos y ardores. Ya no creía que la tierra tuviera la forma de una piña, la creía redonda, cayendo eternamente en la inmensidad, con velocidad tan prodigiosa que no se advertía su caída.
De la posición del sol por encima de la luna, deducía el predominio de Baal, de quien el astro mismo no es más que el reflejo y la figura; por otra parte, todo lo que veía en las cosas terrestres le forzaba a reconocer como supremo un principio macho exterminador. Además, acusaba secretamente a la Rabbet del infortunio de su vida. ¿Acaso no había sido por ella por lo que, en otro tiempo, el gran pontífice, adelantándose entre el tumulto de los címbalos, le había quitado bajo una pátera de agua hirviendo su futura virilidad? Y seguía con mirada melancólica a los hombres que se perdían con las sacerdotisas en el fondo de los terebintos.
Sus días transcurrían inspeccionando los incensarios, los vasos de oro, las piezas, los rastrillos para las cenizas de altar y todas las túnicas de las estatuas hasta la aguja de bronce que servía para rizar los cabellos de una antigua Tanit, en el tercer edículo, cerca de la viña de esmeralda. Siempre a las mismas horas levantaba las grandes tapicerías de las mismas puertas que volvían a caer; permanecía con los brazos abiertos en la misma actitud; rezaba prosternado en las mismas baldosas, en tanto que a su alrededor la muchedumbre de los sacerdotes circulaba con los pies descalzos por los pasillos, envueltos en un eterno crepúsculo.
Pero en la aridez de su vida, Salambó era como una flor en la hendidura de un sepulcro. No obstante, era duro con ella y no le ahorraba penitencias y palabras amargas. Su condición establecía entre ellos como la igualdad de un sexo común y le molestaba menos en la joven no poder poseerla que encontrarla tan bella y, sobre todo, tan pura. A menudo se daba cuenta de que a ella le costaba trabajo seguir su pensamiento, entonces se ponía más triste y se sentía más abandonado, más solo, más vacío.
Algunas veces se le escapaban palabras extrañas, que pasaban ante Salambó como grandes relámpagos que iluminaban abismos. Esto solía ocurrir de noche, en la terraza, cuando a solas los dos, contemplaban las estrellas, con Cartago al fondo, bajo sus pies, y el golfo y la pleamar vagamente perdidos en las tinieblas.
Le exponía la teoría de las almas que descienden a la tierra, siguiendo la misma ruta que el sol por los signos del Zodiaco. Extendiendo el brazo le mostraba en Aries la puerta de la generación humana y en Capricornio la del retorno a los dioses, y Salambó se esforzaba en verlos, pues tomaba estas concepciones por realidades, aceptaba como verdaderos en sí mismo los puros símbolos y hasta las figuras del lenguaje, distinción que tampoco era ya muy clara para el sacerdote.
—Las almas de los muertos —decía— se disuelven en la luna como los cadáveres en la tierra. Las lágrimas forman su humedad, aquél es un paraje oscuro, lleno de fango, de restos y de tempestades.
Salambó le preguntó lo que sería de ella.
—Al principio languidecerás, leve como un vapor que flota sobre las olas, y después de pruebas y angustias infinitas, irás al hogar del sol, al manantial mismo de la inteligencia.
Sin embargo, no hablaba de la Rabbet. Salambó se imaginaba que era por pudor hacia la diosa vencida y, llamándola con un nombre común que designaba a la luna, la joven llenaba de bendiciones al astro fértil y suave. Por fin, el sacerdote exclamó:
—¡No, no! ¡Debe al otro toda su fecundidad! ¿No la ves rondar a su alrededor como mujer amante que corre detrás de un hombre por los campos? —y constantemente exaltaba la virtud de la luz.
Lejos de abatir sus deseos místicos, él los avivaba, por el contrario, y hasta parecía tomar la alegría de desolarla como las revelaciones de una doctrina despiadada. Salambó, a pesar de las penas de su amor, se sometía con arrebatos de éxtasis.
Pero cuanto más dudaba de Tanit, Schahabarim más se esforzaba por creer en ella. En el fondo de su alma la detenía un remordimiento. Hubiera necesitado alguna prueba, una manifestación de los dioses, y en la esperanza de obtenerla, el sacerdote imaginó una empresa que podía salvar a la vez a su patria y a su fe.
Desde entonces comenzó a deplorar ante Salambó el sacrilegio y las calamidades que resultarían de ello hasta en las regiones del cielo. Luego, de repente, le anunció el peligro en que se encontraba el sufeta, asaltado por tres ejércitos que mandaba Matho, pues Matho, para los cartagineses, era, a causa del velo, como el rey de los bárbaros, y añadió que la salvación de la república y de su padre sólo dependía de ella.
—¿De mí? —exclamó la joven—. ¿Cómo puedo yo…?
Pero el sacerdote, con una sonrisa desdeñosa, le replicó:
—¡Jamás consentirás!
Salambó le suplicaba. Por fin, Schahabarim, le dijo:
—Es necesario que vayas al campamento de los bárbaros y recobres el velo.
Se desplomó sobre el escabel de ébano, y permanecía con los brazos extendidos entre sus rodillas, temblando de pies a cabeza, como una víctima al pie del altar cuando espera el golpe de maza. Le zumbaban las sienes, veía girar círculos de fuego y, en su estupor, sólo comprendía una cosa: que seguramente iba a morir muy pronto.
Pero si Rabbetna triunfaba, si el zaimph se recobraba y se salvaba Cartago, ¡qué importa[110] la vida de una mujer!, pensaba Schahabarim. Además, tal vez pudiera rescatar el velo y no perecería.
Estuvo tres días sin aparecer; en la noche del cuarto día, ella mandó que lo fuesen a buscar.
Para enardecer más su corazón, le refirió todas las invectivas que se vociferaban contra Amílcar en pleno consejo; le decía que ella había cometido una falta, que debía reparar su crimen y que la Rabbetna ordenaba aquel sacrificio.
Con frecuencia, un gran clamor llegaba a Megara atravesando los Mappales. Schahabarim y Salambó salían apresuradamente y desde lo alto de la escalinata de las galeras miraban lo que pasaba. Era la gente que, en la plaza de Kamón, pedía a gritos armas. Los ancianos no querían proporcionárselas, juzgando que era un esfuerzo inútil; varias partidas, sin jefe, habían sido acuchilladas. Por fin, se les permitió irse y, por una especie de homenaje a Moloch o por un vago instinto de destrucción, arrancaron de los bosques de los templos grandes cipreses y, encendiéndolos en las antorchas de los cabiros, los llevaban por las calles cantando. Aquellas llamas monstruosas avanzaban, suavemente balanceadas; irisaban con sus reflejos las bolas de vidrio en la cúspide de los templos y los adornos de los navíos, que rebasaban las azoteas y parecían soles que daban vueltas por la ciudad. Bajaron por la acrópolis. La puerta de Malqua se abrió.
—¿Estás dispuesta? —exclamó Schahabarim—. ¿O bien quieres que se le diga a tu padre que tú lo abandonas? —Ocultó el rostro entre sus velos, y las grandes luminarias se alejaron, bajando poco a poco hasta el borde de las olas.
Un espanto indefinible la retenía; tenía miedo de Moloch, miedo de Matho. Aquel hombre de estatura gigantesca, que era dueño del zaimph, dominaba a la Rabbetna tanto como el Baal, y le parecía envuelto en los mismos fulgores; luego el alma de los dioses visitaba a veces el cuerpo de los hombres. Schahabarim, hablando de aquél, ¿no le decía que ella debía vencer a Moloch? Estaban fundidos uno con otro; los confundía, y ambos la perseguían.
Quiso conocer el porvenir y se acercó a la serpiente, pues se hacían augurios según la actitud de las serpientes. Pero la canastilla estaba vacía; Salambó se quedó turbada.
La encontró enroscada por la cola a uno de los balaústres de plata, cerca del lecho colgante, contra el que se frotaba para desprenderse de su vieja piel amarillenta, mientras su cuerpo reluciente y claro se alargaba como una espada a medio desenvainar.