XII. El acueducto
Doce horas después sólo quedaba de los mercenarios un montón de heridos, de muertos y de agonizantes.
Amílcar, saliendo bruscamente del fondo del desfiladero, había bajado por la pendiente occidental que mira a Hippo-Zarita, y como el espacio en aquel lugar era más amplio, había procurado atraerse allí a los bárbaros. Narr-Havas los había envuelto con su caballería; el sufeta, mientras tanto, los rechazaba y aniquilaba; además estaban vencidos de antemano por la pérdida del zaimph; hasta los que no se preocupaban de él habían sentido angustia y como un decaimiento. Amílcar, no haciendo de la conservación del campo de batalla cuestión de honor, se había retirado un poco más lejos, a la izquierda, a unas alturas desde donde los dominaba.
Se reconocía la forma de los campamentos por sus empalizadas inclinadas. Un gran cúmulo de cenizas negras humeaba en el campamento de los libios; el suelo, en desorden, presentaba ondulaciones como el mar, y las tiendas, con sus telas hechas jirones, parecían vagos navíos medio perdidos entre los escollos. Corazas, horquillas, clarines, trozos de madera, de hierro y de bronce, trigo, paja y ropas que se veían esparcidos entre los cadáveres; acá y allá, alguna falárica, a punto de extinguirse, ardía junto a un montón de bagajes; la tierra, en algunos sitios, desaparecía bajo los escudos; las carroñas de las caballerías se sucedían como una serie de montículos; se veían piernas, sandalias, brazos, cotas de malla y cabezas con sus cascos, sujetos por el barboquejo, que rodaban como bolas; cabelleras que pendían de los espinos, en charcos de sangre; elefantes, con el vientre abierto, agonizaban tumbados con sus torres; se caminaba sobre cosas pegajosas y había barrizales, aunque no había llovido.
Aquella confusión de cadáveres cubría, de arriba abajo, toda la montaña.
Los supervivientes se estaban tan quietos como los muertos. Agazapados por grupos desiguales, se miraban, asustados, sin atreverse a hablar.
Al extremo de una larga pradera, el lago de Hippo-Zarita resplandecía al sol poniente. A la derecha, blancas casas aglomeradas sobresalían por encima de un cinturón de murallas; luego se extendía el mar, indefinidamente; y los bárbaros, pensativos, con el mentón apoyado en la mano, suspiraban pensando en sus países. Una nube de polvo gris caía sobre este espectáculo.
Sopló el viento de la noche; todos los pechos se ensancharon; a medida que aumentaba el fresco se podía ver cómo los gusanos abandonaban los cadáveres que se enfriaban y corrían por la arena caliente. En la cima de los peñascos, cuervos inmóviles montaban la guardia a los agonizantes.
Llegaba la noche, unos perros de piel rojiza, esas bestias inmundas que siguen a los ejércitos, aparecieron calladamente en medio de los bárbaros. Empezaron a lamer los coágulos de sangre de los muñones aún tibios, y enseguida se pusieron a devorar los cadáveres, empezando por el vientre.
Los fugitivos reaparecían de uno en uno, como sombras; las mujeres también se atrevieron a volver, pues todavía quedaban algunas, especialmente entre los libios, a pesar de la espantosa carnicería que hicieron los númidas.
Algunos cogieron cabos de cuerda y los encendieron, sirviéndose de ellos a modo de antorchas. Otros sostenían picas entrecruzadas. Colocaban encima los cadáveres y los transportaban aparte.
Se encontraban tendidos en largas hileras, de espaldas, con la boca abierta y la lanza al lado; o bien se amontonaban desordenadamente, y a menudo, para descubrir a los que faltaban, era necesario remover todo el montón. Luego pasaban la antorcha sobre la cara, lentamente. Armas horribles les habían hecho heridas complicadas. Jirones verdosos colgaban de las frentes; estaban tajados a pedazos, aplastados hasta la médula, azulados por las estrangulaciones o profundamente hendidos por el marfil de los elefantes. Aun cuando habían muerto casi al mismo tiempo, no estaban igualmente corrompidos. Los hombres del norte aparecían inflados por una hinchazón lívida, mientras los africanos, más nerviosos, tenían aspecto de ahumados y empezaban a desecarse. Se reconocía a los mercenarios por los tatuajes de sus manos; los veteranos de Antíoco tenían grabado un gavilán; los que habían servido en Egipto, la cabeza de un cinocéfalo; los alquilados a príncipes de Asia, un hacha, una granada y un martillo; los de las repúblicas griegas, el perfil de una ciudadela o el nombre de un arconte. Los había con los brazos enteramente cubiertos por estos símbolos multiplicados, que se mezclaban con sus cicatrices y con las heridas recientes.
Para los hombres de raza latina, samnitas, etruscos, campanios y brucios, se prepararon cuatro grandes piras.
Los griegos, con la punta de sus espadas, abrieron fosas. Los espartanos, quitándose sus mantos rojos, envolvieron en ellos a los muertos; los atenienses los tendían de cara al sol de levante; los cántabros los enterraban bajo un montón de guijarros; los nasamones[120] los doblaban en dos con correas de bueyes, y los garamantes fueron a sepultarlos a la playa para que fueran perpetuamente bañados por las olas. Pero los latinos estaban desconsolados por no poder recoger sus cenizas en urnas; los nómadas echaban de menos el calor de las arenas donde los cuerpos se momifican, y los celtas, tres piedras toscas, bajo un cielo lluvioso, al fondo de un golfo lleno de pequeñas islas.
Se oían vociferaciones, seguidas de un largo silencio. Era para obligar a las almas a volver a sus cuerpos. Luego el clamor se reanudaba obstinadamente a intervalos regulares.
Se excusaban con los muertos de no poder honrarlos como prescribían los ritos: porque por esta causa iban a pasar, durante periodos infinitos, a través de toda clase de azares y metamorfosis; se los invocaba, se les preguntaba qué deseaban; otros los colmaban de injurias por haberse dejado vencer.
El resplandor de las grandes hogueras empalidecía las caras exangües entre los restos de las armaduras; los llantos de unos excitaban los llantos de los demás, los sollozos eran cada vez más agudos, los reconocimientos y los abrazos más frenéticos. Había mujeres que se arrojaban sobre los cadáveres, boca con boca, frente con frente; y era preciso golpearlas para que se retirasen cuando los enterraban. Se ennegrecían las mejillas; se cortaban los cabellos; se extraían sangre y la echaban en las fosas; se hacían cortes a imitación de las heridas que desfiguraban a sus muertos. Estallaban rugidos que se oían en medio del ruido de los címbalos. Algunos se arrancaban sus amuletos y los escupían. Los moribundos se arrastraban en el fango sangriento, mordiendo de rabia sus puños mutilados; y cuarenta y tres samnitas, en la flor de la edad, se degollaron entre sí, como gladiadores. Pronto faltó leña para las hogueras, se extinguieron las llamas; todos los sitios estaban ocupados; y cansados de haber gritado, debilitados y tambaleantes, se durmieron junto a sus hermanos muertos, llenos de inquietudes los que se aferraban a la vida, y deseando no despertarse más los restantes.
* * *
Con la luz del alba aparecieron en los límites de los bárbaros soldados que desfilaban con los cascos puestos en la punta de las picas; al saludar a los mercenarios les preguntaban si no encargaban nada para sus países natales.
Otros se acercaron, y los bárbaros reconocieron a algunos de sus antiguos camaradas.
El sufeta había propuesto a todos los cautivos que sirvieran en sus filas. Muchos rehusaron intrépidamente; y decidido a no alimentarlos ni a entregarlos al gran consejo, los había dejado marchar, ordenándoles que no combatiesen más contra Cartago. En cuanto a los que el miedo a los suplicios hacía dóciles, se les distribuyó las armas del enemigo, y ahora se presentaban a los vencidos, menos para seducirlos que movidos por un sentimiento de vanidad y de curiosidad.
Empezaron por contar el buen trato que les daba el sufeta; los bárbaros los escuchaban llenos de envidia, aunque los despreciasen. Luego, a las primeras palabras de reproche, los cobardes se irritaron; desde lejos les mostraban sus propias espadas, sus corazas y los invitaban con injurias a que fuesen a buscarlas. Los bárbaros cogieron piedras; todos salieron huyendo, y ya no se vio en la cumbre de la montaña más que las puntas de las lanzas sobresaliendo por encima de las empalizadas.
A todos se les ocurrió la misma idea. Se precipitaron en tumulto sobre los prisioneros cartagineses. Los soldados del sufeta, por desgracia, no habían podido descubrirlos, y como él se había retirado del campo de batalla, los prisioneros se encontraban aún en el foso profundo.
Los pusieron en hilera, tendidos en el suelo, en su sitio llano. Los centinelas hicieron un círculo a su alrededor y se dejó entrar a las mujeres por tandas de treinta o cuarenta sucesivamente. Queriendo aprovechar el poco tiempo que se les daba, corrían de un lado para otro, inseguras, jadeantes; luego, inclinadas sobre aquellos pobres cuerpos, los golpeaban con todas sus fuerzas como lavanderas que golpean la ropa; aullando el nombre de sus maridos, los arañaban, desgarrándolos con sus uñas y les reventaban los ojos con los alfileres de su cabellera. A continuación llegaron los hombres y los atormentaban desde los pies, que se los cortaban por los tobillos, hasta la frente, de la que les arrancaban tiras de piel para ponerse sobre la cabeza. Los comedores de cosas inmundas inventaron mil atrocidades. Enconaban las heridas echando en ellas polvo, vinagre y trozos de cacharros de barro o loza; otros esperaban detrás de ellos: la sangre corría y todos se regocijaban como hacen los vendimiadores alrededor de las cubas de mosto.
A todo esto, Matho estaba sentado en el suelo, en el mismo sitio en que se encontraba cuando terminó la batalla, con los codos puestos sobre las rodillas, las sienes apoyadas en las manos; no veía nada, no oía nada, ni siquiera pensaba.
A los alaridos de alegría lanzados por la multitud, levantó la cabeza. Delante de él vio un jirón de tela colgado de una pértiga, cubriendo confusamente cestas, tapices y una piel de león. Reconoció su tienda. Y sus ojos se clavaron en el suelo como si la hija de Amílcar, al desaparecer, hubiese sido tragada por la tierra.
La tela desgarrada flotaba al viento; a veces sus largos pingajos pasaban rozándole la boca, y vio una marca roja, parecida a la huella de una mano. Era la mano de Narr-Havas, la señal de su alianza. Entonces, Matho se levantó. Cogió un tizón que humeaba aún y lo arrojó sobre los restos de su tienda, desdeñosamente. Luego, con la punta de su coturno, volvía a echar en la llama las cosas que quedaban fuera para que no quedara nada.
De pronto, y sin que se pudiese adivinar de dónde surgía, apareció Spendius.
El antiguo esclavo se había sujetado al muslo dos astillas de lanza; cojeaba lastimosamente, exhalando ahogados gemidos.
—¡Quítate eso! —le dijo Matho—. ¡Sé que eres un valiente!
Estaba tan abrumado por la injusticia de los dioses, que ya no tenía fuerzas suficientes para indignarse contra los hombres.
Spendius le hizo una señal y lo condujo a la oquedad de un montículo, en el que estaban ocultos Zarxas y Autharita.
Habían huido como el esclavo, a pesar de su crueldad y de su valentía. Pero ¿quién hubiera podido pensar, decían ellos, en la traición de Narr-Havas, en el incendio de los libios, en la pérdida del zaimph o en el súbito ataque de Amílcar, y, sobre todo, en sus maniobras para obligarlos a volver a la base de la montaña, bajo los certeros golpes de los cartagineses? Spendius no confesaba su terror y persistía en sostener que tenía la pierna rota.
Por fin, los tres jefes y el schalischim se consultaron acerca de lo que se debía hacer.
Amílcar les cerraba el camino de Cartago; estaban cogidos entre sus soldados y las provincias de Narr-Havas; las ciudades tirias se unirían a los vencedores; se verían rechazados hasta la orilla del mar y todas aquellas fuerzas reunidas los aplastarían irremisiblemente.
No había medio de evitar la guerra. Por consiguiente, debían seguir luchando a todo trance. Pero ¿cómo hacer comprender la necesidad de una guerra interminable a todas aquellas gentes desanimadas y sangrando aún por sus heridas?
—¡Yo me encargo de ello! —dijo Spendius.
Dos horas después, un hombre que llegaba del lado de Hippo-Zarita escaló corriendo la montaña. Agitaba unas tablillas en la mano, y como gritaba muy fuerte, los bárbaros lo rodearon.
Aquellas tablillas habían sido enviadas por los soldados griegos de Cerdeña. Recomendaban a sus compañeros de África que vigilasen a Giscón y a los demás cautivos. Un mercader de Samos, un tal Hipponax, que venía de Cartago, les había informado de que se organizaba una conspiración para conseguir que se evadiesen, y se exhortaba a los bárbaros a que estuviesen prevenidos, pues la república era poderosa.
La estratagema de Spendius no dio de momento el resultado que él esperaba. La seguridad de un nuevo peligro, lejos de excitar su furor, despertó temores; y acordándose del aviso que Amílcar había arrojado antes entre ellos, temían algo imprevisto y terrible. Pasaron la noche en una gran ansiedad; muchos se desembarazaron de sus armas para congraciarse con el sufeta cuando éste apareciese.
Pero al día siguiente, a la tercera vigilia, apareció otro correo aún más jadeante y cubierto de polvo. El griego le arrancó de las manos un rollo de papiro lleno de escrituras fenicias. Se rogaba a los mercenarios que no se desanimasen; los valientes de Túnez iban a llegar con grandes refuerzos.
Spendius leyó primero la carta tres veces seguidas; y sostenido por dos capadocios que lo llevaban sentado sobre sus hombros, se hacía transportar de un sitio a otro, releyendo el mensaje. Durante siete horas no cesó de arengarlos.
Les recordaba a los mercenarios las promesas del gran consejo; a los africanos, las crueldades de los intendentes; a todos los bárbaros, la injusticia de Cartago. La bondad del sufeta era un cebo para engañarlos. Los que se entregaran serían vendidos como esclavos; los vencidos, perecerían en el suplicio. Caso de huir, ¿por qué camino iban a hacerlo? Ningún pueblo querría admitirlos. En tanto que continuando sus esfuerzos, ¡obtendrían a la vez libertad, venganza, dinero! Y no tendrían que esperar mucho tiempo, porque las gentes de Túnez, toda la Libia, se lanzaban en su ayuda. Mostraba el papiro desenrollado:
—¡Mirad! ¡Leed! ¡Aquí están sus promesas! Yo no miento.
Vagaban unos perros que tenían manchado de rojo su hocico negro. El sol de mediodía quemaba las cabezas peladas. Un olor nauseabundo se escapaba de los cadáveres mal enterrados. Algunos incluso asomaban en la tierra hasta el vientre. Spendius los invocaba para que atestiguasen las cosas que él decía; luego levantaba sus puños amenazadores hacia el lado de Amílcar.
Matho lo estaba observando, y, a fin de disimular su cobardía, el griego fingía una cólera que poco a poco se iba apoderando de él. Invocando a los dioses, acumuló maldiciones contra los cartagineses. El suplicio de los cautivos era un juego de niños. ¿Por qué preocuparse y llevar siempre detrás de sí ese ganado inútil? ¡No! ¡Hay que acabar con ellos! ¡Conocemos sus intenciones! ¡Uno solo puede ser la causa de nuestra perdición! «¡No haya compasión! ¡Se conocerá a los buenos por la ligereza de las piernas y en la fuerza del golpe!».
Entonces se arrojaron sobre los cautivos. Algunos agonizaban aún; se los remató hundiéndoles el talón en la boca o apuñalándolos con la punta de una jabalina.
Inmediatamente se acordaron de Giscón. No se le veía por ninguna parte; se apoderó de ellos una gran inquietud. Querían convencerse a un tiempo de su muerte y participar en ella. Por fin, tres pastores samnitas lo descubrieron a quince pasos del lugar en que se elevaba antes la tienda de Matho. Lo reconocieron por su luenga barba y llamaron a los demás.
Tendido de espaldas, con los brazos pegados al cuerpo y las rodillas juntas, tenía el aspecto de un muerto preparado para recibir sepultura. Sin embargo, sus flacas costillas subían y bajaban, y sus ojos, abiertos de par en par en medio de su rostro completamente pálido, miraban de una manera persistente e intolerable.
Los bárbaros lo contemplaron, al principio con un gran asombro. Desde el tiempo que llevaba en la fosa se habían olvidado casi de él; molestos por sus viejos recuerdos, se mantenían a distancia y no osaban sentarle la mano.
Pero los que estaban detrás murmuraban y se empujaban, cuando un garamante atravesó la multitud blandiendo una guadaña; todos comprendieron su pensamiento; sus rostros se encendieron y, llenos de vergüenza, gritaban: «¡Sí! ¡Sí!».
El hombre del hierro curvo se acercó a Giscón. Le cogió por la cabeza y, apoyándola en su rodilla, la fue segando a tajos rápidos hasta que cayó; dos grandes chorros de sangre hicieron un hoyo en el polvo. Zarxas saltó encima y, más rápido que un leopardo, corrió hacia los cartagineses.
Cuando llegó a la mitad de la montaña, sacó de su pecho la cabeza de Giscón y, sosteniéndola por la barba, giró su brazo rápidamente varias veces y la lanzó, describiendo una amplia parábola, y desapareció detrás del atrincheramiento púnico.
Enseguida se alzaron en el borde de las empalizadas dos estandartes cruzados, señal convenida para reclamar los cadáveres.
Cuatro heraldos, elegidos por su ancho pecho, fueron con grandes clarines y, hablando con las bocinas de bronce, declararon que, desde aquel momento, no había entre cartagineses y bárbaros fe, ni compasión, ni dioses, y que rehusaban por anticipado a toda tentativa de negociación. Los parlamentarios que enviasen serían devueltos con las manos cortadas.
Inmediatamente después enviaron a Spendius a Hippo-Zarita para hacerse con víveres; la ciudad tiria se los envió aquella misma noche. Comieron ávidamente. Luego, cuando se hubieron reconfortado, recogieron a prisa los restos de sus bagajes y sus armas rotas; las mujeres se agruparon en el centro y, sin cuidarse de los heridos que dejaban llorando detrás de ellos, partieron por la orilla del río, con paso rápido, como una manada de lobos alejándose.
Iban sobre Hippo-Zarita resueltos a conquistarla, pues necesitaban una ciudad.
* * *
Amílcar, al verlos de lejos, se desesperanzó, a pesar del orgullo que sentía al haberlos vencido. Hubiera sido preciso atacarlos enseguida con tropas de refresco. Un día más como aquél ¡y la guerra hubiese acabado! Si las as cosas continuaban así, se harían más fuertes; las ciudades tirias se unirían a ellos; su clemencia con los vencidos habría sido inútil. Tomó la resolución de ser implacable.
Aquella misma noche envió al gran consejo un dromedario cargado de brazaletes cogidos a los muertos, y con amenazas terribles ordenaba que le enviasen otro ejército.
Todos, desde hacía tiempo, lo creían perdido; de modo que al enterarse de su victoria experimentaron un asombro que lindaba casi con el terror. La recuperación del zaimph, confusamente anunciada, completaba aquella maravilla. Así, ahora parecía que los dioses y la fuerza de Cartago le pertenecían.
Ninguno de sus enemigos aventuró ni una queja ni una recriminación. Por el entusiasmo de unos y la pusilanimidad de otros, antes del plazo señalado, estuvo dispuesto un ejército de cinco mil hombres. Llegó prontamente a Útica para apoyar al sufeta por la retaguardia, mientras que tres mil hombres de los más escogidos se embarcaron en naves que debían llevarlos a Hippo-Zarita para rechazar a los bárbaros.
Hannón había aceptado el mando, pero confió el ejército a su lugarteniente Magdassan para que acaudillara las tropas de desembarco, pues ya no podía sufrir las sacudidas de la litera. Su mal, corroyéndole los labios y la nariz, habían abierto en su cara un gran agujero; a diez pasos se le veía el fondo de su garganta, y se veía tan horroroso que, como una mujer, se cubría la cabeza con un velo.
Hippo-Zarita no escuchó sus intimidaciones, ni tampoco las de los bárbaros; pero todas las mañanas sus habitantes bajaban con cestas de víveres, y desde lo alto de las torres se excusaban de las exigencias de la república y los conminaban a que se alejasen. Dirigían por señas las mismas protestas a los cartagineses que se estacionaban en el mar.
Hannón se contentó con bloquear el puerto, sin arriesgarse a un ataque. Sin embargo, persuadió a los jueces de Hippo-Zarita para que admitiesen en la ciudad a trescientos de sus soldados. Después se dirigió hacia el cabo de las Uvas, dando un gran rodeo para envolver a los bárbaros, operación inoportuna y hasta peligrosa. Su envidia le impedía ir en auxilio del sufeta; detenía a sus espías, obstaculizaba todos sus planes, comprometía la empresa. Al fin, Amílcar escribió al gran consejo para desembarazarse de él, y Hannón volvió a Cartago, furioso por la bajeza de los ancianos y la locura de su colega. De este modo, después de tantas esperanzas, volvía a encontrarse en una situación aún más desesperada; pero se procuraba no pensar en ello y menos aún hablar del asunto.
Como si no se hubiesen acumulado bastantes infortunios, se enteraron de que los mercenarios de Cerdeña habían crucificado a su general, tomado las plazas y degollado por todas partes a los hombres de raza cananea. El Senado romano amenazó a la república con la inmediata ruptura de hostilidades si no entregaba mil doscientos talentos con toda la isla de Cerdeña. Había aceptado la alianza de los bárbaros y les envió barcos cargados de harina y de carnes secas. Los cartagineses los persiguieron y capturaron quinientos hombres, pero tres días después una flota que venía de la Bisacena con víveres para Cartago desapareció en una tempestad. Evidentemente, los dioses estaban contra ella.
Los ciudadanos de Hippo-Zarita, fingiendo una alarma, hicieron subir a sus murallas a los trescientos soldados de Hannón; luego, poniéndose detrás de ellos, los cogieron de sorpresa por las piernas y los arrojaron por encima de los contrafuertes. Los que no murieron al caer fueron perseguidos y terminaron ahogándose en el mar.
Útica soportaba a los soldados, pues Magdassan había hecho lo mismo que Hannón, y siguiendo sus órdenes rodeaba la ciudad, sordo a los ruegos de Amílcar. A aquéllos se les dio vino mezclado con mandrágora y luego los degollaban mientras dormían. Al mismo tiempo llegaron los bárbaros; Magdassan huyó, se abrieron las puertas y desde entonces las dos ciudades se mostraron incondicionales de sus nuevos amigos y contrarias, por tanto, a sus antiguos aliados.
Aquel abandono de la causa púnica era un consejo, un ejemplo. Las esperanzas de libertad se reavivaron. Poblaciones aún vacilantes no duraron más tiempo. Todo se conmovió. El sufeta lo supo y desconfió de socorro alguno. Se veía irrevocablemente perdido.
Despidió a Narr-Havas para que defendiese los límites de su reino. En cuanto a él, resolvió volver a Cartago para agenciarse soldados y reemprender la guerra.
Los bárbaros, establecidos en Hippo-Zarita, vieron a su ejército cuando bajaba por la montaña.
¿Adónde iban los cartagineses? Sin duda, el hambre los empujaba, y, enloquecidos por los sufrimientos, a pesar de su debilidad, presentarían batalla. Pero torcieron a la derecha: huían. Podían alcanzarlos, aplastarlos a todos. Los bárbaros se lanzaron en su persecución.
Los cartagineses se vieron detenidos por el río. Venía crecido esta vez, sin que soplara el viento del oeste. Unos lo pasaron a nado, otros sobre sus escudos. Reanudaron la marcha. Cayó la noche. No se les vio más.
Los bárbaros no se detuvieron; remontaron el río para encontrar un lugar más estrecho. Acudieron las gentes de Túnez; arrastraron a los de Útica. Aumentaba su número a cada matorral; y los cartagineses, echándose a tierra, oían el trepidar de sus pasos en las tinieblas. De cuando en cuando para contenerlos, Barca ordenaba que se disparasen nubes de flechas; muchos enemigos cayeron muertos. Cuando se hizo de día estaban en las montañas del Ariana, en un lugar donde el camino hacía un recodo.
Matho, que iba a la cabeza, creyó distinguir en el horizonte una cosa verde en la cumbre de un cerro. El terreno descendía, y aparecieron obeliscos, cúpulas y casas. ¡Era Cartago! Se apoyó contra un árbol para no caer; ¡de tal modo palpitaba su corazón!
Pensaba en todo lo que había ocurrido en su existencia desde la última vez que había pasado por allí. Era una sorpresa infinita, un aturdimiento. Y se sintió inundado por la alegría de ver nuevamente a Salambó. Las razones que tenía para execrarla acudieron a su memoria, pero las desechó vivamente. Tembloroso y con las pupilas encendidas contemplaba, más allá de Eschmún, la alta terraza de un palacio, por encima de las palmeras; una sonrisa de éxtasis iluminaba su rostro, como si hubiese llegado hasta él el resplandor de una gran luz; abría los brazos, enviaba besos a la brisa y murmuraba:
—¡Ven! ¡Ven!
Un suspiro hinchó su pechó y dos lágrimas, alargadas como perlas, cayeron sobre su barba.
—¿Quién te retiene? —exclamó Spendius—. ¡Apresúrate! ¡Aprisa! ¡Se nos va a escapar el sufeta! ¡Pero tus rodillas tiemblan y miras como un borracho!
Tropezaba con impaciencia; acosaba a Matho, y, entornando los ojos, como al acercarse a una meta largo tiempo deseada, exclamó:
—¡Ah! ¡Ya hemos llegado! ¡Estamos aquí! ¡Son míos!
Tenía un aire tan convencido y triunfante que Matho, sorprendido en su sopor, se sintió contagiado. Estas palabras provenían de lo más grave de su angustia. Lo impulsaban en su desesperación a la venganza; servían de pasto a su cólera. Saltó sobre uno de los camellos que estaban entre los bagajes, le arrancó su cabestro; con la larga cuerda golpeaba con todas sus fuerzas a los rezagados, y corría a derecha e izquierda alternativamente, en la retaguardia del ejército, como un perro que azuza a su rebaño.
A su tonante voz las filas de los soldados se apretaron; hasta los cojos aceleraron el paso; en medio del istmo, la distancia entre los dos ejércitos disminuyó. La vanguardia de los bárbaros iba pisando el polvo de los cartagineses. Los dos ejércitos se acercaban, estaban a punto de alcanzarse. Pero la puerta de Malqua, la puerta de Tagasta y la gran puerta de Kamón desplegaron sus batientes. El cuadrado púnico se dividió; tres columnas se sumieron allí, se arremolinaban bajo los pórticos. Enseguida la masa, demasiado apretada en sí misma, dejó de avanzar; las picas chocaban en el aire y las flechas de los bárbaros rebotaban contra los muros.
En el umbral de Kamón se vio a Amílcar. Se volvió gritando a sus soldados que se apartasen. Bajó de su caballo y, espoleándolo, en la grupa con su espada, lo lanzó contra los bárbaros.
Era un garañón oringio que se alimentaba con bolas de harina y que doblaba las rodillas para que subiera su amo. ¿Por qué lo enviaba? ¿Era un sacrificio?
El magnífico caballo galopaba en medio de las lanzas, derribaba a los hombres y, enredándose los cascos en sus entrañas, caía, volvía a levantarse dando brincos furiosos. Los bárbaros, mientras se apartaban, intentaban detenerlo o bien miraban sorprendidos cómo los cartagineses se habían replegado, cerrándose la enorme puerta al mismo tiempo que los bárbaros la acometían.
Ésta no cedió. Los bárbaros fueron a estrellarse contra ella. Durante unos minutos, a lo largo de todo el ejército, hubo una vacilación; el empuje se hizo más débil, hasta que, finalmente, cesó.
Los cartagineses habían puesto soldados en el acueducto; comenzaban a lanzar piedras, proyectiles, vigas. Spendius demostró que no había necesidad de obstinarse. Fueron a situarse más lejos, resueltos a sitiar Cartago.
* * *
El rumor de la guerra había traspasado los confines del imperio púnico; y desde las columnas de Hércules hasta más allá de Cirene los pastores pensaban en ella al guardar sus rebaños, y de ella charlaban de noche las caravanas, a la luz de las estrellas. ¡Aquella gran Cartago, dominadora de los mares, espléndida como el sol y espantosa como un dios, encontraba hombres que osaban atacarla! Muchas veces se había anunciado su caída; y todos habían creído en ella, pues todos la deseaban: las poblaciones sometidas, las aldeas tributarias, las provincias aliadas, las hordas independientes, todos los que la execraban por su tiranía o la envidiaban por su poderío o codiciaban sus riquezas. Los más valientes se habían unido enseguida a los mercenarios. La derrota del Macar había detenido a todos los demás. Por fin, habían recobrado la confianza, poco a poco iban avanzando, acercándose; y ahora los hombres de las regiones orientales se mantenían en las dunas de Clypea, al otro lado del golfo. En cuanto vieron a los bárbaros se dieron a conocer.
No eran los libios de los alrededores de Cartago, que desde hacía mucho tiempo integraban el tercer ejército, sino los nómadas de la planicie del Barca, los bandidos del cabo Phiscus y del promontorio de Dermé, los de Phazzana y de la Marmárica[121]. Habían atravesado el desierto bebiendo en los pozos salobres construidos con osamentas de camello; los zuaeces, cubiertos con plumas de avestruz, habían venido en sus cuadrigas; los garamantes, tapados con un velo negro, en las ancas de sus yeguas pintadas; otros en asnos, en onagros, en cebras, en búfalos; y algunos arrastraban sus familias y sus ídolos y el techo de su cabaña en forma de chalupa. Se veían ammonianos de miembros curtidos por las aguas termales de las fuentes; atarantes que maldecían al sol; trogloditas que enterraban riendo a sus muertos bajo ramas de árboles; y los odiosos ausenios, que comían langostas; los archumaguides, que comían piojos, y los gysantes, pintados de bermellón, devoradores de monos.
Todos estaban alineados a la orilla del mar, en una gran línea recta. Avanzaron enseguida como torbellinos de arena levantados por el viento. En medio del istmo esta muchedumbre se detuvo; los mercenarios se habían situado delante de ellos, cerca de las murallas, sin querer moverse.
Después, del lado del Ariana, aparecieron los hombres del occidente, el pueblo de los númidas. En efecto, Narr-Havas no gobernaba más que a los masilianos, y, además, como una costumbre les permitía abandonar al rey después de una derrota, se habían reunido en el Zaino, vadeándolo al primer movimiento de Amílcar. Primero acudieron todos los cazadores de Malethut-Baal y del Garaphos[122], vestidos con pieles de león, conduciendo con el regatón de sus picas caballitos delgados de largas crines; luego venían los gétulos, con sus corazas de piel de serpiente; después los farusianos[123], con altas coronas hechas de cera y resina; y los caunos, los macaros y los tillabares, llevando cada uno dos jabalinas y un escudo redondo de cuero de hipopótamo. Hicieron alto al pie de las Catacumbas, en los primeros charcos de la laguna.
Cuando los libios fueron desalojados, se vio en el lugar que ocupaban, y como una nube a ras del suelo, la multitud de los negros. Habían venido del Harusch blanco, del Haruch negro, del desierto de Augilos e incluso de la gran comarca de Agazymba[124], que está a cuatro meses al sur de los garamantes y más lejos todavía. A pesar de sus joyas de madera roja, la grasa de su piel negra les hacía parecer moras que llevasen mucho tiempo rodando entre el polvo. Vestían calzones de fibra de corteza de árboles, túnicas de hierbas desecadas, carátulas de fieras a la cabeza, y, aullando como lobos, agitaban unos garrotes provistos de anillos y blandían colas de vaca atadas a la punta de un palo, a manera de estandartes.
Detrás de los númidas, los mauritanos y los gétulos, se apretaban los hombres amarillentos que se extendían hasta más allá de Taggir[125], en los bosques de cedros. Los golpeaban en la espalda los carcajes de piel de gato, y llevaban atados en traílla perros enormes, tan altos como asnos, que no ladraban.
Por último, como si África no quedara ya suficientemente vacía y como si, para recoger más furores, hubiese sido preciso recurrir hasta las razas más bajas, se veían, detrás de todos los demás, unos hombres de perfil de bestia y de risa idiota; miserables roídos por enfermedades repugnantes, pigmeos deformes, mulatos de un sexo ambiguo, albinos de ojos azules que parpadeaban al sol; y todos ellos farfullando sonidos ininteligibles, se llevaban un dedo a la boca para hacer ver que tenían hambre.
La confusión de armas no era menor que la de los vestidos y los pueblos. Ninguna invención para causar la muerte faltaba allí, desde los puñales de madera, las hachas de piedra y los tridentes de marfil, hasta los largos sables dentados como sierras, delgados y hechos de una lámina de cobre que se doblaba. Manejaban cuchillas que se bifurcaban en muchas ramas a modo de astas de antílopes, podaderas atadas al extremo de una cuerda, triángulos de hierro, mazas, tenazas. Los etíopes del Bambotus[126] ocultaban entre sus cabellos pequeños dardos envenenados. Muchos habían traído sacos llenos de guijarros. Otros, a falta de armas, hacían rechinar sus dientes.
Una marejada continua agitaba a aquella multitud. Dromedarios, embadurnados de alquitrán como navíos, derribaban a las mujeres que llevaban a sus niños a la cadera. Las provisiones se derramaban de las seras; al caminar se aplastaban trozos de sal, paquetes de goma, dátiles podridos, nueces de gurú; y a veces, en pechos cubiertos de podredumbre, colgaba de un fino cordón algún diamante que habían buscado los sátrapas, una piedra casi fabulosa y que bastaba para comprar un imperio. La mayor parte incluso no sabían lo que deseaban. Una fascinación, una curiosidad invencible los arrastraba; los nómadas que no habían visto jamás una ciudad estaban asustados por la sombra de las murallas.
El istmo desaparecía ahora bajo los hombres; y aquella larga superficie, en la que las tiendas parecían cabañas en una inundación, se extendían hasta las primeras líneas de los demás bárbaros, todos rutilantes de hierro y simétricamente situados a los dos flancos del acueducto.
Todavía les duraba a los cartagineses el espanto de su llegada, cuando vieron ir en línea recta hacia ellos una especie de monstruos y de edificios —con sus mástiles, sus brazos, sus cordajes, sus articulaciones, sus capiteles y sus caparazones—, las máquinas de asedio que enviaban las ciudades tirias: sesenta carrobalistas, ochenta onagros, treinta escorpiones[127], cincuenta tolenones[128], doce arietes y tres gigantescas catapultas que lanzaban peñascos de quince talentos de peso[129]. Masas de hombres la empujaban cogidos a su base; a cada paso las sacudía un estremecimiento; así llegaron hasta quedar enfrente de las murallas.
Pero faltaban muchos días aún para ultimar los preparativos del sitio. Los mercenarios, aleccionados por sus derrotas, no querían reñir combates inútiles; y, de una parte y de otra, no tenían ninguna prisa, porque sabían que iba a entablarse una contienda terrible de la que resultaría una victoria o un exterminio total.
Cartago podía resistir por mucho tiempo; sus anchas murallas presentaban una serie de ángulos entrantes y salientes que ofrecían una disposición ventajosa para rechazar a los asaltantes.
Sin embargo, del lado de las Catacumbas se había desplomado un lienzo de murallas, y en las noches oscuras, entre los bloques desunidos, se veían luces en los tabucos de Malqua. Éstos dominaban en ciertos sitios la altura de los baluartes. Era allí donde vivían, con sus nuevos maridos, las mujeres de los mercenarios expulsadas por Matho. Al verlos, su corazón ya no pudo contenerse. Agitaron desde lejos sus chales; después venían, en las tinieblas de la noche, a charlar con los soldados por la brecha de la muralla, y una mañana en el gran consejo se supo que habían huido todas. Unas habían pasado entre las piedras; otras, más intrépidas, se habían deslizado con ayuda de cuerdas.
Al fin, Spendius resolvió realizar su proyecto.
La guerra, al retenerlo lejos, se lo había impedido hasta entonces; y desde que habían vuelto ante Cartago, le parecía que los habitantes sospechaban lo que proyectaba. Pero bien pronto disminuyeron los centinelas del acueducto. No había suficiente gente para la defensa del recinto.
El antiguo esclavo se ejercitó durante muchos días en disparar flechas a los fenicópteros del lago. Luego, una noche de luna clara, le rogó a Matho que encendiera a medianoche una gran hoguera de paja, al mismo tiempo que todos sus hombres se pondrían a gritar con todas sus fuerzas, y llevándose con él a Zarxas, se fue por la orilla del golfo, en la dirección de Túnez.
A la altura de los últimos arcos, torcieron a la derecha, hacia el acueducto; el lugar era descubierto y avanzaron arrastrándose hasta la base de los pilares.
Los centinelas de las plataformas se paseaban tranquilamente.
Se elevaron altas llamaradas; resonaron los clarines; los soldados que estaban de centinela, creyendo que se trataba de un asalto, corrieron hacia Cartago.
Se había quedado uno. Destacaba en negro sobre el fondo del cielo. La luna le daba por la espalda, y su desmesurada sombra parecía en la llanura un obelisco andando.
Esperaron a que estuviera colocado delante de ellos. Zarxas cogió su honda; por prudencia o por ferocidad, Spendius lo detuvo. «¡No, el silbido de una piedra haría ruido! ¡Déjame a mí!».
Entonces tendió su arco con todas sus fuerzas, apoyándolo por la base contra el tobillo del pie izquierdo; apuntó y disparó la flecha. El centinela no cayó. Desapareció.
—¡Si estuviese herido, lo oiríamos! —dijo Spendius, y subió rápidamente de piso en piso, como hizo la primera vez, ayudándose con una cuerda y un arpón. Luego, cuando estuvo arriba, cerca del cadáver, soltó un extremo de la cuerda. El balear ató a ella un pico con un mazo de madera, y se volvió.
No sonaban las trompetas. Todo permanecía tranquilo, Spendius había levantado una de las losas, había entrado en el agua y había vuelto a ponerla en su sitio.
Calculando la distancia por el número de pasos, llegó precisamente al lugar donde había observado una hendidura oblicua, y durante tres horas, hasta la madrugada, trabajó de una manera continua, furiosa, sin poder respirar apenas por los intersticios de las losas superiores, sobresaltado de angustias y creyendo a cada instante que iba a morir. Por fin, oyó un crujido; una piedra enorme, rebotando sobre los arcos inferiores, rodó hasta el fondo…, y, de repente, una catarata, todo un río, cayó desde el cielo en la llanura. El acueducto, cortado por la mitad, se vaciaba. Era la muerte para Cartago, y la victoria para los bárbaros.
En un instante, los cartagineses, despertados, asomaron sobre las murallas, sobre las casas, sobre los templos. Los bárbaros se empujaban, gritaban. Bailaban delirantes de alegría alrededor de la gran caída de agua, y en la extravagancia de su júbilo, iban allí a mojarse la cabeza.
Se vio en lo alto del acueducto a un hombre con una túnica oscura, desgarrada. Permanecía inclinado completamente al borde, con las manos en las caderas, y miraba hacia abajo, bajo sus pies, como asombrado de su obra.
Luego se irguió. Recorrió el horizonte con una mirada dominadora que parecía decir: «¡Ahora todo esto es mío!». Los bárbaros estallaron en grandes aplausos; los cartagineses, dándose cuenta al fin de su desastre, lanzaban alaridos de desesperación. Entonces se puso a correr sobre la plataforma de un extremo a otro, y como un auriga triunfante en los juegos olímpicos, Spendius, ebrio de orgullo, levantaba los brazos.