IX. En campaña

Amílcar había pensado que los mercenarios lo esperarían en Útica o que volverían sobre él, y comprendiendo que sus fuerzas no eran suficientes ni para atacar ni para resistir, se dirigió hacia el sur, por la orilla derecha del río, lo que lo puso inmediatamente a cubierto de cualquier sorpresa.

Quería, dando al olvido primero su rebelión, apartar a todas las tribus de la causa de los bárbaros, para luego, cuando los tuviera aislados en medio de las provincias, caer sobre ellos y exterminarlos.

En catorce días pacificó la región comprendida entre Tuccaber y Útica, con las ciudades de Tignicaba, Tessurah, Vacca y otras de occidente. Zunghar, edificada en las montañas; Assuras, célebre por su templo; Yeradoo, rica en enebros; Thapitis y Hagur le enviaron embajadas. Las gentes de la campiña llegaban con las manos llenas de víveres, imploraban su protección, besaban sus pies y los de los soldados, y se quejaban de los bárbaros. Algunos venían a ofrecerles, en sacos, cabezas de mercenarios muertos por ellos, según decían, pero que en realidad las habían cortado de los cadáveres, pues muchos se habían perdido al huir y se los encontraba muertos por los olivares y viñedos.

Para deslumbrar al pueblo, Amílcar, desde el segundo día de la victoria, había enviado a Cartago los dos mil cautivos hechos en el campo de batalla. Fueron llegando por compañías de cien hombres cada una, con los brazos atados a la espalda a una barra de bronce que les llegaba a la nuca, y los heridos, desangrándose, corrían también cuando los azuzaban a latigazos los jinetes que iban detrás de ellos.

¡Aquello fue un delirio de alegría! Se afirmaba que habían muerto seis mil bárbaros y que la guerra había terminado, pues los demás no resistirían; se abrazaban en las calles, y se frotó con manteca y cinamomo el rostro de los dioses pataicos en acción de gracias. Éstos, con sus ojos grandes, su vientre abultado y los brazos levantados hasta los hombros, parecían vivir bajo la pintura reciente y participar del alborozo del pueblo. Los ricos dejaban abiertas las puertas de sus casas; la ciudad retemblaba a los sones de los tamboriles; todas las noches se iluminaban los templos, y las sacerdotisas de la diosa, bajando a Malqua, levantaron tablados de sicómoros en las esquinas de las principales encrucijadas, en los que se prostituían. Se votaron concesiones de tierras para los vencedores, holocaustos a Melkart, trescientas coronas de oro para el sufeta, y sus partidarios proponían que se le otorgasen nuevas prerrogativas y honores.

Había solicitado éste de los ancianos entablar negociaciones con Autharita para canjear contra todos los bárbaros, si era preciso, al viejo Giscón y a los demás cartagineses detenidos con él. Los libios y los nómadas que componían el ejército de Autharita, apenas conocían a aquellos mercenarios, hombres de raza italiana o griega; y como la república les ofrecía tantos bárbaros a cambio de tan pocos cartagineses, pensaron que los primeros no valían nada y éstos mucho. Temiendo una celada, Autharita rehusó.

En vista de esto, los ancianos decretaron la ejecución de los cautivos, a pesar de que el sufeta les escribió diciéndoles que no los matasen. Contaba con incorporar los mejores a sus tropas y estimular por ese medio las defecciones. Pero el odio pudo más que la prudencia.

Los dos mil bárbaros fueron atados en los Mappales contra las estelas de las tumbas, y mercaderes, pinches de cocina, bordadores y hasta mujeres, las viudas de los muertos con sus hijos, todos los que querían, acudieron a matarlos a flechazos. Se les apuntaba lentamente para prolongar su suplicio; bajaban el arma, luego volvían a levantarla una y otra vez, y la gente vociferaba y se empujaba. Los paralíticos se hacían llevar en parihuelas; muchos, por precaución, llevaban la comida y permanecían allí hasta el atardecer, otros pasaban la noche en aquel lugar. Se instalaron tenderetes en los que se bebía. Muchos ganaron fuertes sumas de dinero alquilando arcos.

Luego dejaron en pie todos aquellos cadáveres crucificados, que parecían sobre las tumbas otras tantas estatuas rojas, y la exaltación ganaba hasta las gentes de Malqua, descendientes de familias autóctonas y de ordinario indiferentes en los asuntos de la patria. En reconocimiento de los placeres que ésta les proporcionaba se interesaban ahora por su suerte, se sentían púnicos, y los ancianos consideraron como una habilidad haber fundido a todo el pueblo en un mismo sentimiento de venganza.

No le faltó a aquello la sanción de los dioses, pues de todos los puntos del cielo se abatieron bandadas de cuervos. Describían círculos en el aire lanzando roncos graznidos, y formaban una nube enorme que giraba sobre sí misma continuamente. Se la veía desde Clypea[97], desde Randes y desde el promontorio Hermaeum. A veces se abría de pronto y se alargaba en negras espirales; era un águila que atravesaba la nube y luego se iba; en las azoteas, en las cúpulas, en las puntas de los obeliscos y en los frontis de los templos se posaban aquí y allá grandes aves de rapiña que tenían en sus picos enrojecidos piltrafas humanas.

A causa del hedor, los cartagineses se decidieron a desatar los cadáveres. Se quemaron algunos, otros fueron arrojados al mar, y las olas, impulsadas por el viento del norte, los depositaron en la playa, en el fondo del golfo, ante el campamento de Autharita.

Aquel castigo había aterrorizado, sin duda, a los bárbaros, pues desde lo alto del Eschmún se les vio plegar sus tiendas, reunir sus rebaños, cargar sus bagajes en los asnos, y aquella misma noche todo el ejército se alejó.

El plan de los bárbaros era, moviéndose alternativamente desde la montaña de Aguas Calientes a Hippo-Zarita, impedir al sufeta acercarse a las ciudades tirias, contando además con la posibilidad de volver a caer sobre Cartago.

Entre tanto, los otros dos ejércitos intentarían alcanzarlo en el sur; Spendius, por el oriente; Matho por el occidente, de modo que se reuniesen los tres para sorprender y cercar a Amílcar. Luego les llegó un refuerzo que no esperaban: Narr-Havas reapareció, con trescientos camellos cargados de pez, veinticinco elefantes y seis mil jinetes.

El sufeta, con el fin de debilitar a los bárbaros, había juzgado prudente entretenerlos lejos, en su reino. Desde Cartago se había entendido con Masgaba, un bandido gétulo que deseaba forjar un imperio. Con el dinero púnico, este aventurero había sublevado los estados númidas, prometiéndoles la libertad. Pero Narr-Havas, prevenido por el hijo de su nodriza, cayó sobre Cirta, envenenó a los vencedores con el agua de las cisternas, cortó algunas cabezas, restableció el orden, y llegaba contra el sufeta más furioso que los bárbaros.

Los jefes de los cuatro ejércitos se pusieron de acuerdo acerca del plan de guerra. Ésta sería larga y era preciso preverlo todo.

Se convino, en primer lugar, reclamar el auxilio de los romanos y se ofreció esta misión a Spendius; como tránsfuga que era no se atrevió a encargarse de ella. Doce hombres de las colinas griegas se embarcaron en Annaba, en una chalupa de los númidas. Luego los jefes exigieron a todos los bárbaros el juramento de una absoluta fidelidad. Los capitanes inspeccionaban diariamente los vestidos y el calzado; se prohibió incluso a los centinelas el uso del escudo, pues solían apoyarlo en la lanza y se dormían de pie; a los que llevaban algún bagaje se les obligó a desprenderse de él; todo, a la usanza romana, debía llevarse a la espalda. Como precaución contra los elefantes, Matho creó un cuerpo de jinetes catafractos[98] en que caballo y caballero desaparecían bajo una coraza de piel de hipopótamo erizada de clavos, y para proteger los cascos del caballo se les ponía unos botines de trenza de esparto.

Se prohibió saquear aldeas y tiranizar a los habitantes que no fueran de raza púnica. Pero como la comarca había quedado exhausta, Matho ordenó distribuir los víveres por cabeza de soldado, sin inquietarse por las mujeres. Por otra parte, los soldados se los repartían con ellas. Por falta de alimentos, muchos se debilitaron. Era un incesante motivo de querellas y de invectivas, pues muchos se atraían a las compañeras de los demás con el cebo de la comida o incluso la simple promesa de su ración. Matho ordenó expulsarlas a todas, despiadadamente. Se fueron a refugiar en el campamento de Autharita, pero las galas y las libias, a fuerza de ultrajes, las obligaron a irse.

Al fin acudieron junto a las murallas de Cartago a implorar la protección de Ceres y de Proserpina, pues había en Byrsa un templo con sacerdotes consagrados a estas diosas, en expiación de los horrores cometidos tiempo atrás en el sitio de Siracusa. Los syssitas, alegando su derecho a los despojos, reclamaron a las más jóvenes para venderlas; los cartagineses nuevos tomaron en matrimonio a las lacedemonias que eran rubias.

Algunas se obstinaron en seguir a los ejércitos. Corrían a lo largo de las sintagmas, al lado de los capitanes. Llamaban a sus maridos, los sujetaban por el manto, se golpeaban el pecho maldiciéndolos y les mostraban sus hijuelos desnudos que lloraban. Este espectáculo ablandaba a los bárbaros; las mujeres eran un estorbo, un peligro. Cuantas veces se las rechazaba, volvían. Matho ordenó a los jinetes de Narr-Havas que cargaran a lanzadas contra ellas, y como los baleares le gritaban que necesitaban mujeres:

—¡Yo no las tengo! —respondió.

Ahora, el genio de Moloch se apoderaba de Matho. A pesar de las protestas de su conciencia realizaba cosas espantosas, imaginándose que obedecía a la voz de un dios. Cuando no podía devastar los campos, los mandaba cubrir de piedras para hacerlos estériles.

Con reiterados mensajes, apremiaba a Autharita y a Spendius para que se apresuraran. Pero las operaciones del sufeta eran incomprensibles. Acampó sucesivamente en Eidus, en Monchar y en Tehent; los exploradores creyeron verlo en los alrededores de Ischiil, cerca de las fronteras de Narr-Havas, y se supo que había atravesado el río por encima de Teburda, como para regresar a Cartago. Apenas llegaba a un punto se trasladaba a otro. Las rutas que tomaba eran siempre desconocidas. Sin librar batalla, el sufeta conservaba sus ventajas; perseguido por los bárbaros, parecía dirigirlos.

Estas marchas y contramarchas fatigaban cada vez más a los cartagineses, y las fuerzas de Amílcar, como no se renovaban, disminuían de día en día. Las gentes de la campiña llevaban ahora los víveres con más lentitud. Encontraba por todas partes una indecisión, un odio callado y, a pesar de sus súplicas al gran consejo, no le llegaba ningún socorro de Cartago.

Decían, creían tal vez, que no lo necesitaba. Era una astucia o quejas inútiles; y los partidarios de Hannón, para perjudicarlo, exageraban la importancia de su victoria. Bueno que hiciera el sacrificio de las fuerzas que mandaba; pero no se iban a satisfacer continuamente sus demandas. La guerra era una carga muy pesada; había costado demasiado y, por orgullo, los patricios de su facción le apoyaban con tibieza.

Desesperando entonces de la república, Amílcar tomó por la fuerza en las tribus todo lo que necesitaba para la guerra: grano, aceite, leña, animales y hombres. Pero los habitantes no tardaron en escapar. Las aldeas por las que pasaba estaban vacías; se registraba las cabañas y no se encontraba nada; enseguida una espantosa soledad rodeó al ejército púnico.

Los cartagineses, furiosos, empezaron a saquear las provincias; cegaban las cisternas e incendiaban las casas. Las chispas, llevadas por el viento, se esparcían a lo lejos, y en las montañas ardían bosques enteros; las llamas rodeaban los valles con un cinturón de fuego, y para atravesarlos se veían obligados a esperar. Luego volvían a emprender la marcha, a pleno sol, sobre las cenizas calientes.

A veces veían, en la orilla del camino, brillar en un matorral como pupilas de leopardo. Era un bárbaro en cuclillas, que se había cubierto de polvo para confundirse con el color del follaje; o bien cuando caminaban a lo largo de un barranco, los que iban en las alas oían de pronto rodar piedras y, al levantar la mirada, veían en lo alto del desfiladero un hombre descalzo que huía.

Sin embargo, Útica e Hippo-Zarita estaban libres, pues los mercenarios no las sitiaban ya. Amílcar mandó que vinieran en su ayuda. Pero no atreviéndose a comprometerse, le respondieron con vaguedades, cumplimientos y excusas.

Remontó hacia el norte bruscamente, decidido a ocupar una de las ciudades tirias, aunque tuviera que ponerle sitio. Le hacía falta un punto de apoyo en la costa, con el fin de traer de las islas o de Cirene provisiones y soldados y deseaba el puerto de Útica, como el más próximo a Cartago.

El sufeta partió, pues, de Zuitin y dio la vuelta por el lago de Hippo-Zarita, con gran cautela. Muy pronto hubo de formar a sus regimientos en columna para subir la montaña que separa los dos valles. Al ponerse el sol bajaba por la cumbre, excavada en forma de embudo, cuando advirtieron delante de ellos, a ras del suelo, lobas de bronce que parecían correr por la hierba.

De repente se alzaron grandes penachos y, al son de las flautas, estalló un canto formidable. Era el ejército de Spendius; pues campanios y griegos, por execración de Cartago, habían adoptado las insignias de Roma. Al mismo tiempo, por la izquierda, aparecieron largas picas, escudos de piel de leopardo, corazas de lino y hombros desnudos. Eran los iberos de Matho, los lusitanos, los baleares, los gétulos; se oyó el relincho de los caballos de Narr-Havas, que se extendieron alrededor de la colina; después llegó la turba que mandaba Autharita: los galos, los libios, los nómadas, y se reconocían en medio de todos ellos a los comedores de cosas inmundas por las espinas de pescado que llevaban en la cabellera.

De esta manera se habían reunido los bárbaros, combinando sus marchas con toda exactitud. Pero, sorprendidos también ellos, permanecieron unos minutos inmóviles, consultándose.

Amílcar había amontonado a sus hombres en una masa circular, de modo que ofreciera una resistencia igual en todas sus partes. Los altos escudos puntiagudos, clavados en el césped, unos juntos a otros, rodeaban a la infantería. Los clinabaros permanecían fuera, y más lejos, de trecho en trecho, los elefantes. Los mercenarios, abrumados de fatiga, preferían esperar hasta que se hiciese de día, y seguros de la victoria, los bárbaros, durante toda la noche, no se preocuparon más que de comer.

Habían encendido grandes fogatas que, deslumbrándolos, dejaban en la sombra al ejército púnico, debajo de ellos. Amílcar hizo cavar alrededor de su campo, como los romanos, un foso de quince pasos de ancho y diez codos de profundidad; levantar con la tierra en el interior un parapeto sobre el que plantó agudas estacas entrelazadas y, al amanecer, los mercenarios quedaron pasmados al ver a los cartagineses atrincherados como en una fortaleza.

Reconocieron en medio de las tiendas a Amílcar, que se paseaba dictando órdenes. Iba armado con una coraza gris, recamada de pequeñas escamas, y seguido de su caballo se paraba de cuando en cuando para señalar algo con el brazo derecho.

Entonces, más de un bárbaro se acordó de madrugadas semejantes cuando, al toque de los clarines, pasaba por delante de ellos lentamente, reconfortándolos con sus miradas, como si fuesen copas de vino. Una especie de enternecimiento se apoderó de ellos. Aquéllos, por el contrario, que no conocían a Amílcar, deliraban con la alegría de capturarlo.

Sin embargo, si todos atacaban a la vez, se dañarían mutuamente en un espacio tan reducido. Los númidas podían lanzarse a campo traviesa, pero los clinabaros, defendidos por las corazas, los aplastarían; además, ¿cómo pasar las empalizadas? En cuanto a los elefantes, no estaban suficientemente amaestrados.

—¡Sois todos unos cobardes! —gritó Matho.

Y con los mejores se precipitó contra el atrincheramiento. Una lluvia de piedras los rechazó, pues el sufeta había recogido en el puente sus catapultas abandonadas.

Este fracaso hizo cambiar bruscamente al espíritu tornadizo de los bárbaros. El denuedo de su bravura desapareció; querían vencer, pero arriesgándose lo menos posible. Según Spendius, convenía conservar cuidadosamente la posición que tenían y someter por hambre al ejército púnico. Pero los cartagineses empezaron a abrir pozos y, en las montañas que rodeaban a la colina, descubrieron agua.

Desde lo alto de su empalizada lanzaban flechas, tierra, estiércol y guijarros que arrancaban del suelo, en tanto que las seis catapultas rodaban incesantemente a lo largo de la altiplanicie.

Pero las fuentes podían apurarse; los víveres se agotarían, se estropearían las catapultas; los mercenarios, diez veces más numerosos, acabarían por triunfar. El sufeta ideó entablar negociaciones para ganar tiempo, y una mañana los bárbaros encontraron en sus líneas una piel de carnero llena de escrituras. Amílcar se justificaba de su victoria: los ancianos le habían obligado a hacer la guerra, y para demostrarles que se mantendría su palabra, les ofrecía el saqueo de Útica o el de Hippo-Zarita, a su elección; Amílcar terminaba diciendo que no los temía, porque habían comprado traidores y, gracias a éstos, terminaría fácilmente con todos los demás.

Los bárbaros quedaron confusos; aquella proposición de un botín inmediato los seducía; temían una traición, sin sospechar siquiera un ardid en la fanfarronería del sufeta, y comenzaron a mirarse unos a otros con desconfianza. Se medían las palabras y los pasos; las pesadillas los desvelaban por la noche. Muchos abandonaban a sus compañeros; elegían ejército, según su capricho, y los galos, con Autharita, se unieron con los cisalpinos, cuyo lenguaje comprendían.

Los cuatro jefes se reunían todas las noches en la tienda de Matho, y, en cuclillas alrededor de un escudo, adelantaban y retrocedían atentamente las figuritas de madera, inventadas por Pirro para reproducir las maniobras. Spendius demostraba los recursos de Amílcar; suplicaba que no se comprometiese la ocasión y juraba por todos los dioses. Matho, irritado, paseaba gesticulando. La guerra contra Cartago era asunto personal suyo; le indignaba que los demás se mezclasen en ello, sin querer obedecerlo. Autharita adivinaba en su semblante lo que decía y aplaudía. Narr-Havas alzaba su barbilla desdeñosamente; no había medida que no juzgase funesta, y ya no sonreía. Dejaba escapar suspiros como si rechazase el dolor de un sueño imposible, la desesperación de una empresa fallida.

En tanto que los bárbaros, indecisos, deliberaban, el sufeta aumentaba sus defensas: hizo cavar más allá de las empalizadas otro foso, levantar una segunda muralla, construir en los ángulos torres de madera, y los esclavos iban hasta las avanzadillas a hundir los abrojos en el suelo. Pero los elefantes, a los que se les había disminuido la ración, se debatían en sus trabas. Para economizar el pasto ordenó a los clinabaros que matasen a los caballos menos robustos. Algunos se negaron a hacerlo; los mandó decapitar. Se comieron los caballos. El recuerdo de aquella carne fresca aumentó la tristeza de los días siguientes.

Desde el fondo del anfiteatro en que se encontraban encerrados veían a su alrededor, en las alturas, los cuatro campamentos de los bárbaros en plena agitación. Pasaban mujeres con odres a la cabeza, las cabras corrían balando entre los haces de picas clavadas en el suelo, se relevaban los centinelas, se comía en torno a los trípodes. En efecto, las tribus les proporcionaban víveres en abundancia y ninguno de ellos dudaba de lo mucho que su inacción asustaba al ejército púnico.

Desde el segundo día, los cartagineses habían observado en el campamento de los nómadas una tropa de trescientos hombres separada de los demás. Eran los ricos, hechos prisioneros desde el comienzo de la guerra. Los libios los alinearon a todos al borde del foso y, colocados detrás de ellos, arrojaban jabalinas sirviéndose de sus cuerpos como parapetos. Costaba trabajo reconocer a aquellos infelices, tales eran los estragos que hacían en ellos la miseria y la inmundicia. Sus cabellos, arrancados a mechones, mostraban al desnudo las úlceras de la cabeza, y estaban tan flacos y espantosos que parecían momias envueltas en lienzos agujereados. Algunos, temblando, sollozaban estúpidamente; otros gritaban a sus amigos que tirasen contra los bárbaros. Había uno, inmóvil y cabizbajo, que no hablaba; su gran barba blanca le caía hasta las manos cargadas de cadenas; y los cartagineses, sintiendo en el fondo de su corazón como el aniquilamiento de la república, reconocían a Giscón.

Aunque era peligroso, se empujaban para verlo. Le habían puesto una tiara grotesca, de cuero de hipopótamo, incrustada de guijarros. Había sido una ocurrencia de Autharita, pero a Matho le disgustaba.

Amílcar, airado, mandó abrir las empalizadas, decidido a irrumpir a todo trance, y con ímpetu avasallador los cartagineses subieron hasta la mitad de la ladera, unos trescientos pasos. Cayó sobre ellos tal tropel de bárbaros, que fueron repelidos a sus líneas. Uno de los legionarios, que se quedó afuera, tropezó en las piedras. Corrió Zarxas y, derribándolo, le hundió el puñal en la garganta; al retirar el arma, se arrojó sobre la herida y, con la boca pegada a ella, entre retozos de júbilo y sobresaltos que le sacudían hasta los talones, chupó la sangre a borbotones; luego, tranquilamente, se sentó sobre el cadáver, levantó la cara girando el cuello para aspirar mejor el aire, como una corza que acaba de beber en un torrente, y con voz aguda, entonó una canción de las Baleares, una vaga melodía de modulaciones prolongadas que se interrumpía y alternaba como ecos que se responden entre montañas; llamaba a sus hermanos muertos y los invitaba a un festín; luego dejó caer las manos entre sus piernas, agachó lentamente la cabeza y lloró. Esta atrocidad horrorizó a los bárbaros, a los griegos sobre todo.

Los cartagineses, a partir de este momento, no intentaron ninguna otra salida y no pensaban rendirse, seguros de morir en suplicios.

Sin embargo, los víveres, a pesar de los cuidados de Amílcar, disminuían de un modo alarmante. No quedaba para cada hombre más que diez k’kommer[99] de trigo, tres hin de mijo y doce betza de frutas secas. Ni carne, ni aceite, ni salazones, ni un grano de cebada para los caballos; se los veía bajar su enflaquecido cuello y rebuscar entre el polvo briznas de paja pisadas. A menudo los centinelas de observación en la meseta de la colina divisaban, a la luz de la luna, algún que otro perro de los bárbaros que iba a merodear bajo el atrincheramiento, en los montones de inmundicias; los abatían de una pedrada y, ayudándose con las correas del escudo, bajaban por la empalizada a cogerlo y luego, sin decir nada, se lo comían. Otras veces se oían horribles ladridos y el hombre ya no volvía a subir. En la cuarta diloquia[100] de la duodécima sintagma, tres falangistas se mataron a puñaladas disputándose una rata.

Todos añoraban sus familias y sus casas; los pobres, sus cabañas en forma de colmena, con los umbrales de las puertas empedrados de conchas y una red colgada, y los patricios sus grandes salones llenos de tinieblas azuladas cuando, a la hora más calurosa del día, sesteaban oyendo el vago rumor de las calles junto con el susurro de las hojas que se agitaban en sus jardines, y para sumirse mejor en estos pensamientos y disfrutar más de ellos, entornaban los párpados hasta que el dolor de una herida los sacaba de su ensueño. A cada momento había un combate, una nueva alarma; ardían las torres; los comedores de cosas inmundas asaltaban las empalizadas; les cortaban las manos con hachas, acudían otros, una lluvia de hierro caía sobre las tiendas. Se levantaron galerías de cañizos de junco para librarse de los proyectiles. Los cartagineses se encerraron en ellas y ya no salían.

Todos los días, el sol que transponía la colina, abandonando desde las primeras horas el fondo del desfiladero, los dejaba en la sombra. De frente y por detrás se remontaban las pendientes grises del terreno, cubiertas de guijarros manchados de un liquen raro, y sobre sus cabezas, el cielo, invariablemente puro, se abría a la mirada, más liso y frío que una cúpula de metal. Amílcar estaba tan indignado contra Cartago que sentía deseos de unirse a los bárbaros para ir contra ella. Además, los mandaderos, los cantineros y los esclavos comenzaban a murmurar, y ni el pueblo, ni el gran consejo, ni nadie daban tan siquiera una esperanza. La situación era intolerable, sobre todo por el convencimiento de que llegaría a ser peor.

* * *

Al recibirse la noticia del desastre, Cartago había como brincado de ira y de odio; se hubiese execrado menos al sufeta si desde el principio se hubiese dejado vencer.

Mas para comprar otros mercenarios faltaba tiempo y dinero. En cuanto a reclutar soldados en la ciudad, ¿cómo equiparlos? ¡Amílcar se había llevado todas las armas! ¿Y quién los mandaría? ¡Los mejores capitanes estaban fuera, con él! Sin embargo, emisarios enviados por el sufeta iban por las calles dando gritos. El gran consejo se sintió preocupado y se las arregló para hacerlos desaparecer.

Era una prudencia inútil; todos acusaban a Barca de haberse conducido con blandura. Después de su victoria debía haber aniquilado a los mercenarios. ¿Por qué había saqueado a las tribus? Les había impuesto, por el contrario, demasiados sacrificios, y los patricios deploraban su contribución de catorce schekel, los syssitas, sus doscientos veintitrés mil kikar de oro; los que no tenían nada se lamentaban igual que los demás. El populacho envidiaba a los cartagineses nuevos, a quienes se había prometido el derecho de ciudadanía completo; e incluso a los ligures, que se habían batido tan intrépidamente, se los confundía con los bárbaros y se los maldecía como a ellos; su raza venía a ser un crimen, una complicidad. Los mercaderes, en el umbral de su tienda; los peones de albañil, que llevaban una plomada en la mano; los vendedores de salmuera, mientras limpiaban sus cestos; los bañeros, en las estufas, y los proveedores de bebidas calientes, todos discutían las operaciones militares. Trazaban con el dedo en el suelo planes de batalla y no había necio que no supiese corregir las faltas de Amílcar.

Era, decían los sacerdotes, el castigo de su obstinada impiedad. No había ofrecido holocaustos, no había purificado sus tropas, había incluso rehusado llevar consigo augures, y el escándalo del sacrilegio reforzaba la violencia de los odios contenidos, la rabia de las esperanzas frustradas. Se recordaban los desastres de Sicilia, ¡todo el peso de su orgullo tanto tiempo soportado! Los colegios de los pontífices no le perdonaban haber dispuesto de su tesoro, y exigieron al gran consejo el compromiso de crucificarlo, si acaso volviera.

Los calores del mes de elul, excesivos aquel año, eran otra calamidad. De las orillas del lago salían unos olores nauseabundos, que se mezclaban en el aire con los vapores de los aromas que se quemaban en las esquinas de las calles. Se oía continuamente el resonar de los himnos. Oleadas de gentes ocupaban las escalinatas de los templos; todas las murallas estaban cubiertas de velos negros; ardían cirios en la frente de los dioses pataicos, y la sangre de los camellos, degollados en sacrificio, corriendo a lo largo de las barandillas, caía por los escalones como cascadas rojas. Un delirio fúnebre agitaba a Cartago. De las calles más estrechas, de los tugurios más miserables, salían rostros pálidos, hombres de perfil de víbora y que rechinaban los dientes.

Los gritos agudos de las mujeres llenaban las casas y, escapándose por las rejas, hacían volver la cabeza a los que hablaban de pie en las plazas. Se creía a veces que llegaban los bárbaros; se los había visto detrás de las montañas de las Aguas Calientes; estaban acampados en Túnez, y los rumores se multiplicaban, crecían, se confundían en un solo clamor. Luego reinó un silencio sepulcral; unos permanecían encaramados en el frontón de los edificios, con la mano puesta sobre los ojos atalayando el horizonte, mientras que los demás, echados de bruces al pie de los baluartes, aguzaban el oído. Una vez pasado el terror, volvían a empezar las recriminaciones. Pero la convicción de su impotencia los hacía caer enseguida en la misma tristeza.

Ésta aumentaba cada noche cuando todos, subidos en las terrazas, lanzaban, inclinándose nueve veces, un gran grito para saludar al sol. Éste bajaba por detrás de la laguna lentamente; luego, de golpe, desaparecía entre las montañas, del lado de los bárbaros.

Se esperaba la fiesta, tres veces santa, en la que un águila, saliendo de lo alto de una hoguera, se remontaba al cielo, símbolo de la resurrección del año, mensaje del pueblo a su Baal supremo, y que se consideraba como una especie de unión, una manera de participar de la fuerza del sol. Por otra parte, el pueblo, lleno de odio, ahora se volvía cándidamente a Moloch-Homicida, y todos abandonaban a Tanit. En efecto, la Rabbetna, privada de su velo, parecía como despojada de una parte de su virtud. Les negaba el beneficio de las aguas, había desertado de Cartago, era una tránsfuga, una enemiga. Algunos, para ultrajarla, le arrojaban piedras. Pero a la vez que la injuriaban, muchos la compadecían; se la quería más aún y quizá con más veneración.

Todas las calamidades provenían, pues, de la pérdida del zaimph. Salambó había contribuido indirectamente a ello; se la incluía en el mismo odio; debía ser castigada. La vaga idea de una inmolación enseguida se propaló por el pueblo. Para aplacar a los Baalim se necesitaba, sin duda, ofrecerles algo de un valor incalculable, un ser hermoso, joven, virgen, de estirpe inmemorial, descendiente de los dioses, un astro humano. Todos los días, hombres desconocidos invadían los jardines de Megara; los esclavos, temiendo por ellos mismos, no se atrevían a oponérseles. Sin embargo, no pasaban de la escalinata de las galeras. Se quedaban abajo, con la vista clavada en la última terraza; esperaban a Salambó, y durante horas y horas clamaban contra ella como perros que ladran a la luna.