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El rostro risueño del chacal

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Antígona dobló la esquina y pasó junto al refectorio tan deprisa como se lo permitían las piernas, renunciando a todo sigilo o incluso a la precaución más elemental. Ningún paseante trasnochador pasaría por alto la aparición, la fugaz imagen de la pálida mujer demudada que surcaba los pasillos desiertos como una exhalación. Las faldas de su largo vestido de luto, el Velo de la Viuda, seguían como una estela a la banshee.

Justo delante de ella, la puerta del domicilium del noviciado pendía lasa de sus goznes. Era evidente que alguien se había tomado la molestia de ponerla derecha y encajarla en su sitio, pero el esfuerzo no había tenido demasiado éxito. Una furiosa luz roja palpitaba a través de las rendijas que separaban la puerta de su marco, latiendo al son de una tormenta de fuego.

Antígona sintió que la embargaban las primeras notas de la familiar pesadilla, trayendo consigo la escalofriante caricia del miedo.

¡No! Aquí no. Otra vez no.

Había revivido la conflagración en el domicilium del noviciado y los gritos de los moribundos todas las noches desde que condenara a aquellos tres novicios a la muerte.

¡Pero hice lo correcto! ¡Lo único que podía hacer! Impedí que se propagara. Salvé el resto de la capilla.

Pero tres de sus hermanos y hermanas habían muerto, y ella había dado la orden. Y ahora Jervais pretendía vengar esas muertes. Sacrificando a Felton a la hoguera.

Antígona no redujo la marcha. Chocó contra la puerta a toda velocidad, oyó cómo chirriaba el metal, ignoró el crujido y la abrasadora oleada de dolor en el hombro. Con agónica parsimonia, la puerta retiró los escombros que la obstaculizaban y la rendija se agrandó.

Ante ella, Antígona vio una escena conjurada directamente del reino de las pesadillas. En el centro del domicilium se encontraba Jervais, rodeado de un entramado nido de soportes metálicos doblados y ennegrecidos. Iluminaba su rostro la misma luz palpitante que había divisado desde el vestíbulo, aunque no lograba discernir su origen. Tenía un brazo levantado en alto, y un constante reguero de sangre manaba de su muñeca, chisporroteaba y danzaba al golpear el metal candente.

Antígona siguió la dirección que indicaba aquel brazo hasta encontrar la figura destrozada de un hombre arrodillado en medio de los escombros. ¡Felton! Se agitaba y se desgarraba los hábitos de oblato como si estuvieran devorándolo vivo. Gracias a algún esfuerzo supremo de fuerza de voluntad, consiguió arrastrarse hasta llegar a menos de dos metros de la puerta.

--¿Qué demonios está ocurriendo aquí? --La voz de Antígona restalló en la quietud del cuarto, puesto que toda la pantomima se estaba desarrollando en medio de un silencio sobrecogedor.

Jervais giró la cabeza bruscamente y, al verla enmarcada por el vano de la puerta, sonrió. No se trataba de una sonrisa agradable.

--Ah, por fin has llegado. Y justo tiempo, diría yo. Nos tenías preocupados, ¿a que sí, Mr. Felton?

Felton, que había vuelto la cabeza al escuchar la voz de Antígona, con los ojos encendidos por una feroz chispa de esperanza, no parecía capaz de distinguir sus palabras. Sólo oía la exigencia en su voz, la engreída satisfacción de Jervais al responder.

Un lento sonido animal escapó de la garganta de Felton. Un sollozo. Se desplomó.

Aún oía las palabras de Jervais, desgranándose con crispante parsimonia. Era como si no pudiera aislar el sonido. El mismo diálogo acusador, una y otra vez. Se hizo un ovillo, pero no pudo bloquearlo, no pudo detenerlo.

--No podemos contenerlo --dijo Jervais, repitiendo las palabras de aquella azarosa noche de hacía una semana--. Parece que los sistemas defensivos han quedado calcinados. Tendremos que poner en práctica ese plan de evacuación, enseguida.

Antígona retrocedió como si la hubieran abofeteado.

--¡Basta! No tiene gracia, Jervais. Hice lo que tenía que hacer, maldita sea. Siento no haber podido salvar a Marcus y a los demás. No sabes cuánto lo siento. Si pudiera traerlo de vuelta, lo haría. Pero tienes que detener esto, ahora mismo. ¡Míralo! ¡Lo estás matando!

Felton levantó la cabeza con una desesperada esperanza al escuchar la voz de Antígona. Pero sus palabras sonaban muy distintas a sus oídos. Lo que él escuchaba era:

--Vamos a reducir el número de bajas. Tenéis exactamente treinta segundos para sacar a todo el mundo de esa sala y el pasillo adyacente. ¿Comprendido?

Jervais se limitó a encogerse de hombros.

--¿Y a mí qué? ¿Intentas decirme que no merece morir? ¿Acaso crees que no sé quién es, Antígona? ¿Que no sé lo que ha hecho? Es un asesino, un pirómano, un vulgar pendenciero y un antiguo mercenario. Hay quienes me agradecerán que lo ejecute. --Señaló las partes ofendidas con los dedos de una mano--. El príncipe, para empezar. Y la policía, claro. El FBI, sus propias colegas y compinches y, sí, incluso algunas luminarias de esta casa. Pensaba que tú serías la primera en darme las gracias, por evitarte la carga de tener que dictar sentencia tú misma. A fin de cuentas, has sido tú la que has posibilitado todo esto...

--¿De qué demonios estás hablando? ¡No quiero que muera! Y tú lo sabes. Sólo intentas hacerle daño para herirme a mí. Esto no tiene nada que ver con la justicia, sino con la venganza. Tu amante está muerto y me echas la culpa a mí. Pues bien, no pienso quedarme de brazos cruzados y permitir que tú, ni nadie, lo mate. ¿Crees que tienes que saldar una cuenta pendiente conmigo? Adelante, ajustemos cuentas.

Antígona sintió cómo se agolpaba en su interior una rabia incandescente. Se acercó al círculo de protección de Jervais. Sin aminorar el paso, se agachó y cogió una barra retorcida de hierro negro.

Aulló de sorpresa y dolor cuando el metal le abrasó la carne.

En algún lugar no muy lejano, atrapado en su tormento personal, Felton oyó ese gruñido. En su cabeza, distinguió las sílabas individuales que lo componían, las voces que gritaban "¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!" mientras los equipos de control de daños le daban la espalda y abandonaban aquel infierno.

--Menuda tontería, Antígona --dijo Jervais, mientras Antígona trastabillaba de espaldas--. Ya verás cómo te queda una fea cicatriz. Pero ya hemos prolongado demasiado estos preámbulos. Por fin estás con nosotros, y eso es lo importante. Mr. Felton se muere ya. --Levantó una mano para decir adiós.

Antígona apretó los dientes y se obligó a cerrar los dedos en torno al metal al rojo blanco. Le temblaba el brazo entero a causa del esfuerzo. La barra centelló en el rubicundo fulgor cuando el puño de Antígona trazó un alto arco. Lo estrelló contra la coronilla de Jervais, con toda la fuerza de la que pudo hacer acopio.

Se produjo un crujido resonante y luego el silencio.

Antígona dio un paso atrás, alejándose de él, vacilante. Jervais tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa, casi ultrajante. Levantó una mano, temblorosa, para palpar el boquete practicado en su frente. Lo encontró, y un dedo desapareció completamente en su interior cuando quiso comprobar el daño sufrido.

Se cayó. Se le enganchó un pie en la entramada maraña de vigas de metal y perdió el equilibrio. Se desplomó de espaldas y se quedó inmóvil.

Antígona observó aturdida aquel cuerpo despatarrado en medio del montón de somieres retorcidos. Quiso girarse y vomitar, permitir que las tinieblas la acogieran también a ella. Pero el fuego abrasador que habitaba en la barra metálica que tenía en la mano le devolvió la consciencia violentamente. Con esfuerzo, despegó la mano de la barra. La sangre relucía en ambos extremos del improvisado utensilio. Se había acabado.

Se volvió hacia Felton, pero se detuvo en seco al reparar en la ominosa silueta que ocupaba el umbral.

La adepta estaba plantada de brazos cruzados, bloqueando la salida. Su rostro era impasible, inescrutable. Una columna de humo.

--Helena... --Antígona dio un vacilante paso adelante.

--Menudo estropicio --interrumpió la adepta--. ¿Estás bien?

--Estoy bien, mira. Es sólo que... --Se agachó junto al cuerpo encogido de Felton en el suelo, apartándole con gesto distraído el pelo que le cubría los ojos. Su acción dibujó una chillona franja escarlata sobre su frente. Luego lo observó con detenimiento por vez primera--. Dios.

Antígona comenzó a desprender los jirones de lino basto que habían sido antes los hábitos del oblato. Si seguía siendo consciente de la presencia de Helena, que ahora se había situado junto a su hombro, no daba muestras de ello. Antígona sabía que la presencia de Helena significaba que todo había terminado. No se hacía ninguna ilusión sobre lo que implicaba el que la descubrieran en la capilla. Sabía el destino que la aguardaba a manos de los Astores.

Pero puede que aún no fuera demasiado tarde para Felton. No podía ser demasiado tarde. Aunque cada tira de tela que despegaba minuciosamente saliera cubierta de sangre y carne chamuscada.

--No te va a dar las gracias por eso --señaló Helena. Antígona dudaba que alguien menos familiarizado con la adepta hubiera detectado la sutil nota de preocupación en la voz de Helena--. ¿Sigue vivo?

--Sí. Aunque tampoco creo que me vaya a dar las gracias por eso.

Cuando hubo dicho esto, un débil gemido escapó del cascarón roto que era Felton.

--Estoy aquí --dijo Antígona--. Te vas a poner bien, ¿me oyes? Te pondrás bien.

--Hay que salir --fue el jadeo ronco--. Treinta segundos...

--Ya ha pasado todo. Has salido. Te pondrás bien.

--Le hará falta sangre --observó Helena, lacónica--. Y mucha, a juzgar por su aspecto.

Antígona asintió, pero sabía que abandonarlo ahora equivaldría a condenarlo a una muerte segura.

Helena zangoloteó la cabeza y suspiró, poniéndose en pie con un movimiento fluido.

--Sabrás que te juegas la vida si te pillan aquí, ¿no? --Cruzó la sala en dirección al cadáver de Jervais.

Antígona asintió con la cabeza.

--Mira, Helena. Tengo que sacarlo de aquí. Sturbridge dijo que tenía que llevarlo a...

--No, no, no. Vayas donde vayas, será mejor que no me lo cuentes. ¿Qué tal si empiezas por decirme qué es eso tan importante que me va a animar a hacer la vista gorda? Ahora eres una proscrita, eso ya lo sabes, ¿no? Dicen que has atacado a uno de los Astores. Y que invocaste una especie de rito prohibido. Ahora vas y vuelves a asomar las narices por aquí. Saboteas a propósito el sistema de seguridad. No, no finjas que no sabes de qué te estoy hablando. Aún no sé con qué le diste, pero los de seguridad todavía no han averiguado la forma de restaurar la línea al maldito cacharro.

--Transferí el control al demonio local del Exeunt Tertius --admitió Antígona, compungida--. Lo convencí de que el otro demonio estaba estropeado. Puse todo el sistema en modo de diagnóstico.

--No... --Helena habló muy despacio, como si se lo estuviera explicando a una alumna particularmente obtusa--. Lo que hiciste fue convencer al demonio local de que el controlador no estaba a la altura de la tarea. Entonces puso en marcha una especie de sublevación.

--Oh. No pretendía.

Helena la fulminó con la mirada.

--¿Qué tal si ponemos las cartas sobre la mesa y me explicas por qué vas a salir de aquí para perpetuar la impresión de que esta capilla está descontrolada y de que aquí los novicios mueren a docenas? Porque ése no es exactamente el tipo de publicidad que va a sacarnos de esta crisis. ¿O es que tengo que recordarte que algunos de nosotros, los que no vamos por ahí asesinando a nuestros hermanos y hermanas, tenemos que quedarnos y dar la cara ante los Astores?

--Helena, lo siento. Iba a matar a Felton. Un instante más y quizá lo hubiera conseguido. Tenía que impedírselo. Cogí lo primero que había a mano...

Helena seguía inclinada sobre el cadáver de Jervais. Manipulándolo.

--Bueno, en ese caso, te alegrará saber que, en realidad, no lo has matado. --Comenzó a romperse el dobladillo de la túnica para conseguir unos largos vendajes improvisados--. Ha perdido una enorme cantidad de sangre, pero supongo que eso no es del todo culpa tuya. ¿Quieres hacer el favor de decirme qué clase de rito de taumaturgia oscura os proponíais practicar esta vez vosotros dos?

--No tiene gracia. Ya sabes que ese rollo de la magia de la sangre se me da fatal. Jervais iba a asesinar a Mr. Fel... er, a este oblato. No sé cómo lo hizo pero, de alguna manera, lo devolvió al incendio. Jervais estaba amargado por eso, estaba realmente obsesionado. Había perdido a alguien muy querido en ese incendio y fui yo la que dio la orden que lo mató.

Helena comprobó los vendajes y soltó un gruñido, satisfecha con su trabajo. Recogió el arma contundente que había soltado Antígona y la examinó con curiosidad.

--¿Y a qué venía este numerito? ¿Esperas que me crea que, por casualidad, llevabas esto encima cuando te tropezaste con ellos? Dime la verdad. Viniste aquí esperando encontrar a Jervais con la intención de matarlo.

--¿De qué me hablas? ¿Qué numerito? --Antígona estiró el cuello para mirar a la adepta--. ¿Eso? Eso no es mío. Es un trozo de hierro de una cama que recogí de los escombros.

--¿En serio? --Helena se incorporó y anduvo hasta cernirse directamente sobre Antígona--. ¿Me estás diciendo que no lo habías visto antes?

--Ya te he dicho que lo encontré. Formaba parte del círculo de protección que había levantado Jervais.

--Hmm. Supongo que alguno de estos individuos confirmará tu historia. Asumiendo que alguno de ellos recupere alguna vez el sentido. Pero tendrás que admitir que es una cosita de lo más interesante, ¿eh? --Helena observó la barra de metal. Giró la muñeca bruscamente, salpicando el suelo de sangre--. ¿Y dices que lo encontraste por ahí tirado?

Helena le tendió la barra. La punta se detuvo a meros centímetros de la nariz de la novicia. Con creciente horror, Antígona vio que estaba tallada en forma de cabeza de animal. El canino rostro risueño de un chacal.

--Conque un trozo de una cama. Ahí tirado.

--Helena, no... no lo entiendo. No lo había visto antes...

--Lárgate. Cógelo y salid los dos de aquí antes de que cambie de idea.

--Helena, lo siento --musitó Antígona--. Ojalá hubiera algún modo de que me creyeras. No he hecho nada malo.

Se puso de pie y ayudó a Felton a incorporarse. Era tan liviano como un saco lleno de hojas secas. Y crujía igual al moverse. No se apreciaba en él atisbo alguno de su antigua resistencia. Lo cargó sobre el hombro y lo rodeó con un brazo para asegurarlo. Ante su insistencia, los pies de Felton recobraron su hábito adquirido, subían y bajaban, subían y bajaban. Juntos, llegaron a la puerta abierta.

--Antígona --llamó Helena a la pareja que se retiraba.

Antígona se giró a medias y se preparó a recibir un nuevo reproche.

--¿Sí, Adepta?

--No volváis por el Exeunt Tertius. Ya deben de haber aislado el fallo del sistema. El equipo de seguridad...

--Gracias, Helena. --Antígona quiso pronunciar unas palabras de despedida, algo que expresara su gratitud no sólo por este último favor inesperado sino por todo lo que había hecho la adepta por una novicia torpe y poco prometedora a lo largo de los años. Lo único que se le ocurrió fue una última exhortación--: Mantenla a salvo.

Helena asintió con semblante serio. No le hacía falta preguntar a Antígona a quién se refería.

--Vete --dijo, malhumorada. La adepta volvió la espalda a Antígona para evitar que se prolongara el debate. Sacudiendo la cabeza, arrojó el arma asesina al montón de hierros retorcidos del centro de la estancia.

A los oídos de Antígona, aquella única palabra reverberó y resonó, reflejándose a sí misma, redoblándose a cada repetición. ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete!

Se sobrepuso a los burlones susurros del pasado y cruzó el pasillo de acceso como si la única vía de escape pudiera evaporarse de pronto ante sus ojos. Otro espejismo, otra tenue impresión retinal de los reproches pasados refractada en medio del humo y la vorágine de calor.