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Sueños del padre
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--Has hecho bien al, ehm, acudir a mí, adepta. Muy bien --le aseguró Himes. El agente de Viena se encontraba sentado con la espalda rígida en la silla plegable de metal. Si el obligado mobiliario le resultaba incómodo, no daba muestras de ello. Helena, la Encargada de Seguridad de la capilla, estaba sentada frente a él al otro lado de la larga mesa, de espaldas a la puerta que comunicaba con la Sala de los Puñales y Espejos. Por su aspecto se diría que estaba exhausta, como si acusara el peso de las toneladas de roca y tierra que tenían encima. Su mirada vagaba por encima del hombro, atraída por los mullidos sillones de la sala de conferencias que había bajo el estrado. En esos momentos, nada le apetecería más que relajarse en las capas de rico tapizado canela y hundirse en ellas. Se revolvió en su metálico asiento.
Himes ni siquiera se molestó en mirar a Helena, aunque apenas si los separaba un metro de distancia. En vez de eso, concentraba su atención en el papel que tenía en la mano. También Helena; no en la nota, sino en sus manos.
Eran largas, delicadas y precisas. Las uñas estaban meticulosamente recortadas. Aquellas manos revelaban mucho más que el impasible semblante del Astor. Helena las estudiaba con la intensidad de una quiromántica mientras Himes releía la nota por tercera vez. Observó que temblaban un poco.
El papel estaba arrugado, a causa de la mal disimulada emoción de Helena cuando la leyó por vez primera. Se había arrepentido de inmediato de su arrebato, pero todos sus esfuerzos por alisarlo de nuevo habían sido infructuosos.
La nota decía:
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Helena,
Es posible que no haya sabido explicarme. Todo va bien. Tan bien como podría esperarse. Quizá mejor de lo que puede contarse.
Eva está muerta del todo y el mal ya no puede alcanzarla. Parece que el resto de nosotros no es tan afortunado. Creo que pasará mucho tiempo antes de que pueda empezar a comprender la herida que nos ha infligido, y más aún para curarla. Mientras duermes, puedo sentir tu calor. Puedo oler tu sangre sobre tu cuerpo y sé qué es lo que estás sufriendo. El mismo mal está sobre mí y su fuente es la misma.
Estabas mucho más cerca de la verdad de lo que yo estaba dispuesta a admitir cuando dijiste que había devorado a nuestros muertos. Sé que parece algo monstruoso pero en este momento no tengo otra manera de explicarlo o comprenderlo. No es que los devorara físicamente, por supuesto. Eso sería una aberración. Pero los engullí: a los Niños, las pesadillas, les tremeres. Me los tragué del todo.
Ahora mismo te estoy observando, mientras duermes. Me pregunto si aún los ves. Los Niños, los sueños acusadores, llenos de reproches, del Padre. ¿O ahora solo me pertenecen a mí? Una cosa es segura: Eva quería librarse de las pesadillas. Y tuvo éxito en su propósito, un éxito que superó sus más locas pesadillas. Dentro de la capilla, podría condenársela como asesina, pero, ¿y más allá? Puede que, entre aquellos que vendrán después de nosotros sea tenida por la heroína, si no la redentora, de nuestro linaje.
Debo marcharme. Demasiado he esperado para hacer demasiadas cosas. Quiero que sepas que te perdono. Pero no estés aquí cuando regrese.
~ A.S.
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P.D.: las autorizaciones de seguridad están desfasadas. Ha habido bajas. Ponlas al día, por favor.
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--Y dices, ehm, adepta... --musitó Himes--. ¿Te puedo llamar Helena? Muy amable. ¿Y dices, Helena, que esta nota te la enviado la regente Sturbridge?
--Sí, me...
Sin aguardar más que el asentimiento de su interlocutora, Himes siguió hablando, mascullando aparentemente para sí.
--Sí, ésta es su letra, sin duda. Antes de salir de la Casa Madre trabajé mucho para familiarizarme con la caligrafía de la regente. Si te soy sincero, algunos de los despachos que habían salido últimamente de la capilla resultaban un tanto, ¿cómo decirlo?, sospechosos.
Helena mantuvo la cabeza gacha, estudiando la leve crispación depredadora de los dedos de Himes.
--Me congratula --dijo, cautelosa--, que la intención de esas misivas no pasara desapercibida para nuestros hermanos de la Casa Madre. Comprenderás que no pudiera expresar abiertamente mi preocupación por la salud de la regente...
--Desde luego --interrumpió Himes--. Desde luego. --Una de aquellas vivaces manos de rapaz surcó la mesa y palmeó la de Helena tres veces, en ademán tranquilizador. Luego gruñó y se levantó repentinamente, a punto de volcar la silla. Comenzó a deambular agitadamente por su lado de la mesa.
Transcurridos unos minutos, Helena se convenció casi de que el viejo se había olvidado de ella. Parecía absorto en sus murmuraciones, aunque Helena sólo captaba palabras sueltas en medio del tenue runrún. Carraspeó educadamente.
Himes levantó la cabeza, sobresaltado; meneó la cabeza y reanudó su deambular y su rezongar. Por un breve instante, Helena pensó en incorporarse y abandonar la cámara. Había cometido un error al venir aquí. Estos Astores, no eran de los alrededores. Ni siquiera eran del país. Demonios, tampoco eran de este siglo, o esa impresión daban. ¿Cómo iba ella a hacerles comprender lo que estaba ocurriendo? Helena no estaba del todo segura de no haber pasado por alto algunos detalles. Era tan monstruoso. Pero tenía que intentarlo. No conseguiría sacar a Sturbridge ni a ella misma de esto si no lo intentaba al menos.
--Verás, lo que intentaba decir es... --comenzó.
--¿Que tenemos que agradecerte a ti, personalmente, el envío de esas, hmm, sutiles valijas? --Himes se había desembarazado de sus cavilaciones y había puesto el dedo en la llaga con una preocupante presteza. Helena lo miró boquiabierta.
Su instante de vacilación le dijo a Himes todo lo que necesitaba saber. Sonrió y reanudó su anadear; se quitó los anteojos con montura de cobre y los sostuvo a la luz.
De acuerdo, pensó Helena. Está bien. Para ti la primera sangre. Pero ahora ya has mostrado tu acero, viejo, y puedes estar seguro de que no volverás a cogerme desprevenida.
Himes frunció el ceño a sus lentes. Dejó la nota arrugada encima de la mesa, renuente, como si se temiera que Helena pudiera llevársela, y sacó un pañuelo del bolsillo de su pechera. El movimiento recordó a Helena al de una zanquilarga ave acuática que hundiera el pico en la corriente. Himes frotó pacientemente alguna mota invisible de los cristales.
--Sí --admitió Helena--. Tuve que hacerme cargo de la correspondencia oficial de la capilla en ausencia de la regente. Alguien tenía que preocuparse mantener en marcha las acciones rutinarias. La regente no se sentía bien, como creo que ponen de manifiesto el contenido de su nota y su actual ausencia.
--Ya retomaremos la cuestión del actual paradero de Sturbridge. --Himes apartó las gafas de sí hasta donde le alcanzaba el brazo y frunció el ceño--. Pero siento curiosidad. ¿Por qué esta farsa? ¿Por qué creíste necesario mantener la apariencia de que todo iba bien? ¿Que Sturbridge gobernaba aún la nave? ¿Que el embajador seguía, cómo decirlo suavemente, contándose entre los vivos?
--Sabía que las discrepancias no pasarían desapercibidas --respondió Helena, sin vacilación. Había pasado noches enteras imaginándose este encuentro, desde que comprendiera que las cosas habían ido demasiado lejos y que Viena no tendría más elección que enviar sus inquisidores. Siempre resultaba incómodo cuando llegaba el momento real de un enfrentamiento tan temido. Los detalles nunca encajaban exactamente con sus elaborados ensayos. Se había imaginado que su interrogatorio tendría lugar en un recinto más íntimo... en el sanctum de la regente, o quizá en la sala de control de seguridad. No esperaba estar sentada cara a cara con su interrogador frente a una mesa plegable levantada en el estrado del Salón de Audiencias.
Aunque, ya puesta, tampoco imaginaba que su inquisidor pudiera ser tan poco amenazador como Mr. Himes, un caballero chapado a la antigua que daba la impresión de haber sufrido noblemente la indignidad de presenciar la muerte de una época más distinguida. Era una reliquia, un anacronismo ligeramente embarazoso que no tenía cabida en esta era, pero que no tenía un tiempo propio al que regresar. Un Caballero Blanco sin País de las Maravillas, obligado a ejercer una profesión que no casaba con su temperamento.
Helena hubo de obligarse a recordar en presencia de quién estaba, cuál era el motivo de su visita, y hasta qué punto dependía su futuro de convencerlo de su historia, minuciosamente urdida.
Sí, admitió en voz alta. Era cierto. Sabía que no podría mantener el engaño. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? Con Sturbridge indecisa entre el letargo y la locura, Helena no podía escribirles sin ambages. No podía proporcionarles las respuestas directas que solicitaban. Ni siquiera conocías esas respuestas. Y las que conocía tenían que ser manejadas con cuidado. Seguro que sabrían apreciar cuán delicada era su situación. Y los riesgos que había corrido para traerlos aquí.
Había recitado las mismas palabras con anterioridad un centenar de veces, y nunca había conseguido desgranarlas con tanta precisión y convicción.
Himes, al parecer, no compartía su opinión al respecto. La observó con escepticismo y renunció a desempañar las lentes, frustrado. Dejó las gafas encima de la mesa, entre ambos. Helena, con la vista clavada en esas manos, percibió el irritado tic casi imperceptible de los dedos. El golpe y el deslizamiento de la montura de cobre fueron perfectamente audibles en el silencio que flotaba entre ellos.
--Ah. Así que falsificaste esos informes deliberadamente.
--A sabiendas de que encenderían una luz roja --dijo Helena--. Y de que alguien de la Casa Madre enviaría ayuda.
Himes volvió a doblar lentamente su pañuelo y se lo guardó en el bolsillo de la pechera, sin mirar. Helena dudaba que ella hubiera conseguido que el ángulo de lino asomara del bolsillo con esa pulcra precisión, ni siquiera aunque dispusiera de una escuadra y media hora de tiempo para intentarlo. Aquella geometría exacta, según vio, constituía un rito de por sí. Un símbolo, una defensa. Un diagrama protector interpuesto entre ambos.
Avergonzada, se dio cuenta de que se lo había quedado mirando fijamente. Se apresuró a terminar con el incómodo silencio.
--Si la capilla se hubiera quedado incomunicada de repente, y en medio de la batalla por la liberación de la ciudad, os habríais temido lo peor. Habría cundido el pánico --dijo Helena--. En ese caso, tú y yo no estaríamos manteniendo ninguna discusión razonable sobre estos temas. Viena habría reaccionado frente a lo que percibiría como una amenaza bélica. No habrían enviado investigadores, sino fuerzas de choque. En estos momentos, Nueva York es demasiado volátil para permitir que se perciba siquiera la debilidad de los Tremere.
Himes exhaló un suspiro y juntó las manos ante sí, encima de la mesa.
--Has expuesto tus argumentos con suma prudencia, Helena. Pero el hecho es que falsificaste los comunicados de la capilla. Mentiste a tus superiores y encubriste al menos un brutal asesinato. Seguro que entiendes nuestra postura. --Parecía compungido; una mano jugueteaba distraída con los anteojos sobre la mesa--. La postura de mis superiores. No podemos permitirnos sufrir este tipo de engaños, y menos viniendo de nuestras propias filas. Se te había confiado la seguridad de esta capilla...
--Soy plenamente consciente de la gravedad del asunto. Sólo he hecho lo que era necesario para proteger a mi regente y defender esta casa. No me ha resultado fácil, y si he de pagar un precio aún mayor por mis decisiones, estoy dispuesta a hacerlo.
Las manos rapaces de Himes tamborilearon un staccato sobre la mesa.
--Ya, ya. Muy noble por tu parte. Pero éste no es momento de sentimentalismos. Lo que necesito de ti es, ahem, información. Has hecho bien en acudir a nosotros por voluntad propia, en presentarnos esta... prueba. La pronta entrega de tus códigos de acceso y tu cooperación a la hora de reestructurar la jerarquía de seguridad de la capilla te alaban. No todo está perdido para ti, Helena. Pero necesitaremos aquí a alguien en quien poder confiar, dentro de la capilla, que nos ayude a finalizar rápidamente esta investigación. Antes de que alguien resulte muerto o herido. Espero que nos estemos entendiendo.
Helena sólo pudo asentir con la cabeza.
--Espléndido. Tengo algunas preguntas básicas. Me gustaría que las respondieras todo lo fiel y completamente que puedas. ¿Empezamos?
Helena asintió de nuevo.
--Estoy preparada.
--Helena, ¿sabes por qué estamos aquí mis colegas y yo?
Las historias de miedo de la "liquidación" de la capilla de Tel Aviv centellaron en la mente de Helena. Historias en las que los Astores purgaban la casa con fuego y estacas. Escogió sus palabras con cautela.
--Estáis aquí para restaurar el orden. Esta casa lleva semanas siendo víctima de un maledictus. Hemos sufrido asesinatos, fuego y locura. El caos debe cesar.
--El caos cesará, adepta. Que no os quepa duda de eso. La Capilla de los Cinco Distritos ha sido la joya de la corona de nuestras operaciones en este continente. Pero últimamente, esta gema se ha... empañado un poco. Empañada por el engaño. Tanto que la propia corona se ha corroído. Tendremos que devolverle su lustre. Pero antes, tenemos que comprender las causas de esta degradación. Y tú nos ayudarás en nuestras pesquisas.
--Lo comprendo.
--No había por qué llegar a esto. Hace algunas semanas, el Consejo juzgó apropiado enviar un representante oficial a esta casa. Este legado tenía que ayudaros a restituir el orden en los asuntos de esta casa, antes de que la situación diera un giro más dramático. Cuando este legado no informó según se había estipulado, la Casa Madre recibió, ¿cómo decirlo?, unas explicaciones insatisfactorias. Así que te lo voy a preguntar directamente, ¿dónde está el embajador?
--Está muerto --admitió Helena--. Encontramos sus restos en las criptas, en el fondo del pozo. Había... caído.
Himes arqueó una ceja.
--¿Te refieres a que había caído en combate? Ésa fue la explicación que recibimos. Aunque, si la capilla hubiera sufrido algún tipo de ataque, los informes lo habrían mencionado.
--Me he explicado mal. Se había caído. Desde gran altura.
Himes la escrutó como si buscara el resquicio más apropiado para clavar un cuchillo. Su tono era de incredulidad.
--Y esto, ¿esto es otro ejemplo de tu alteración de la correspondencia oficial para solicitar ayuda?
--En efecto. Los informes eran inexactos.
--¡Los informes eran falsos! --Se resquebrajó su compostura; golpeó la mesa con el puño, enviando los anteojos lejos de sí. Despacio, pausadamente, se obligó a abrir las manos y extendió los dedos sobre la mesa.
--Se trataba de inexactitudes necesarias --repuso Helena, sin apartar la vista de aquellas manos--. Hice lo que pude por salvaguardar a la regente y esta casa.
--No me interesan tus razonamientos, adepta. En estos momentos, estamos inmersos en un interrogatorio de facto. Responde en consecuencia. Dime, ¿qué sabes del embajador?
Helena lo fulminó con la mirada, pero no mordió el anzuelo.
--Se hacía llamar Logos Etrius, Palabra de Etrius. --Su tono era preciso, formal--. Se identificó como legado de la Casa Madre. Dijo que había venido para poner fin a la serie de asesinatos y restaurar el orden.
Helena fue apagando la voz y dejó que esa idea flotara entre ellos un momento. No era una amenaza propiamente dicha, pero su significado era inequívoco. Estos Astores no eran los primeros en emprender esta causa perdida. Y la última persona que lo intentó había acabado mal.
--Estoy al corriente de su misión. ¿Eso es todo? ¿No compartió el embajador con vosotros nada acerca de su identidad, su capilla de origen, su linaje?
Helena negó con la cabeza.
--No, eso es todo lo que sabía de él. No intimamos. No era lo que se dice precisamente accesible.
--Entonces, ¿cómo calificarías tu relación con el embajador?
--Formal. No tuve ocasión de tratar con él, salvo cuando tenía algo que preguntarme acerca de mi puesto como encargada de seguridad. Hablaba principalmente con Sturbridge. No me dio la impresión de que acostumbrara a confraternizar con personas de menor rango.
Himes pensó en esas palabras.
--¿Vale esto también para su relación con las novicias? ¿Hasta donde tú sabes?
--Sí. No sólo conmigo. No recuerdo haberlo visto en compañía de las novicias.
--¿Y la regente Sturbridge? ¿Cómo describirías la relación de la regente con el embajador?
Helena se tomó su tiempo antes de contestar.
--Sturbridge era la viva imagen de la perfecta anfitriona.
--Pero no era la perfecta anfitriona. Solamente "la viva imagen". --No era una pregunta.
--No pretendía decir eso, Mr. Himes...
--Pero es lo que has dicho. ¿Dirías que Sturbridge se sentía amenazada por la llegada del embajador?
--¿Amenazada? No. No dudé nunca de que la regente pudiera manejarlo. No, creo que se tomaba su presencia más como una especie de imposición... una distracción. Como cuando se le ordenó acudir a ese consejo de guerra de la Camarilla en Baltimore cuando era evidente que tenía problemas más acuciantes que resolver aquí.
--De modo que Sturbridge se sentía resentida por esas órdenes.
--Resentida no, sólo...
--¿Molesta?
Esta barricada ponía nerviosa a Helena. Y sentirse nerviosa era algo que siempre conseguía enojarla.
--Bueno, puede decirse que algo "molesta", sí. Yo que ella, les habría dicho dónde podían meterse esas órdenes. Maldita sea, aquí se estaba muriendo la gente. ¡Las novicias! No se le puede exigir a alguien que se olvide de todo y vaya corriendo a Baltimore mientras se muere su gente.
Helena se interrumpió y rezongó en silencio, comprendiendo que quizá había ido demasiado lejos.
Himes le concedió un momento para serenarse, tras lo que retomó el hilo de la conversación.
--De modo que, en su opinión, la regente ideal debería sentirse agraviada por una convocatoria de ese tipo. ¿Me equivoco? Y el hecho de que Sturbridge no se sintiera ofendida indicaría claramente...
--En ningún momento he criticada a la regente.
--Claro que no. Pero puedo seguir la inferencia lógica, adepta. Evidentemente, en algún momento, llegaste a la conclusión de que Sturbridge ya no era capaz de asumir decisiones de mando. Solamente trato de establecer el momento concreto. Ahora, si podemos continuar... ¿Sturbridge no expresó su contrariedad ante las órdenes? ¿Ante los planes para esa reunión, tal vez?
--Lo cierto es que no sé nada de dichos planes --dijo Helena, con frialdad--. Pero su sitio estaba aquí. Debería haber llegado al fondo de esos asesinatos antes de que resultara herido nadie más. Si lo hubiera hecho, quizá nada de esto habría ocurrido.
--¿Te sorprendería saber que esas órdenes procedían directamente del pontífice Dorfman?
Helena no sabía si con esa pregunta pretendía amonestarla, recordarle cuál era su sitio. Peter Dorfman era el superior de Sturbridge y estaba en su derecho de decidir por sí solo qué era lo mejor para la regente y esta capilla.
--No, supongo que no me sorprende. Sé que Dorfman tiene potestad sobre la política del clan. El consejo de guerra de emergencia que celebró la Camarilla en Baltimore tiene pinta de ser algo que entra dentro de sus funciones.
--¿Crees que Sturbridge se sentía tan agraviada como para obstaculizar los esfuerzos de Dorfman en el consejo?
--¿Qué insinúas? ¿Que Sturbridge fue a Baltimore para frustrar los planes bélicos de la Camarilla porque le parecía que la orden de Dorfman suponía un inconveniente para ella?
--No insinúo nada. Pregunto si el resentimiento de Sturbridge podría haberla impulsado a oponerse a Dorfman. Siquiera un poco. Lo justo para no esforzarse lo suficiente por satisfacer sus demandas. Retratándolo negativamente ante el consejo, tal vez.
--¡Eso es ridículo!
--¿Ridículo por qué? ¿No conoces a ningún miembro de la capilla al que se opusiera la regente Sturbridge por considerarlo una molestia, un inconveniente, una vergüenza?
Helena hizo oídos sordos a sus acusaciones.
--Digo que Sturbridge no sacrifica los fines de la Pirámide para zanjar rencillas personales.
Himes se enderezó en su asiento como si acabara de recibir una bofetada.
--¿Insinúas que el pontífice Dorfman acostumbra a sacrificar los fines de la Pirámide para zanjar rencillas personales?
--¿Qué? No hablaba de Dorfman, me...
Su genuina sorpresa pareció apaciguar a Himes. Pero Helena comprendía que sus palabras debían de haber puesto el dedo en la llaga. Parecía que esta entrevista entrañaba otros peligros al margen de los evidentes.
--Dejémoslo estar, adepta. Creo que te había malinterpretado. ¿Dónde está Eva?
Helena se sintió algo desconcertada por aquel inesperado cambio de tercio.
--¿Eva? Está muerta. Bueno, oficialmente sigue desaparecida en combate. Encontramos su perfil marcado a fuego en el suelo de las criptas. Hace semanas que no sabemos nada más de ella.
--¿Cómo dirías tú que murió? ¿Otra caída?
Helena lo miró con dureza.
--No. No estoy segura de cómo murió. Sturbridge dijo algo acerca de que la había quemado "la luz de la verdad" o algo por el estilo. Signifique eso lo que signifique.
--¿De modo que Sturbridge presenció la muerte de Eva?
--Creo que sí --respondió Helena, tras meditarlo--. Aunque la regente está rara desde hace algún tiempo. No sé muy bien hasta qué punto se le puede achacar...
--Tomo nota. Tú dime lo que se dijo. Deja que sea yo el que decida qué hay que achacar a qué.
Helena sintió deseos de abofetearlo. Se contuvo. Sabía que él estaba haciendo todo lo posible por sacarla de quicio, por obligarla a hacer cualquier comentario airado. Lo peor que podía hacer ella en esos momentos era seguirle la corriente.
--¿También estaba presente Sturbridge cuando murió el embajador? --quiso saber Himes.
--No. Bueno, no lo sé. Ni Eva ni el embajador deberían haber podido acceder a las criptas por sí solos. Acceso restringido. Supongo que Sturbridge debía de haber bajado con ellos.
--Helena, ¿te parece que la regente Sturbridge ha asesinado a Eva y al embajador?
Helena se revolvió inquieta en su asiento.
--No... no lo sé.
--¿Existe algún motivo para creer que no los asesinó?
--Ella dice que no. Ojalá...
--¿Sí?
--Ojalá pudiera estar segura de que estaba en sus cabales. Pero conozco a la regente. Llevo décadas viviendo, trabajando y estudiando con ella. Me cuesta creer que pudiera haberse vuelto de repente una mujer despiadada, calculadora... --Se interrumpió.
--¿Una asesina? Bueno, ésa no es la cuestión, ¿verdad? Todos somos asesinos, ¿no es así? Pero háblame de la novicia muerta. Eva. ¿Estabais muy unidas las dos?
Helena negó con la cabeza.
--No. Los neófitos no tienen mucho tiempo libre, y Eva dedicaba casi todos sus momentos de ocio a revolotear alrededor de Sturbridge. Creo que la regente veía en ella a una especie de protegida. Lo cierto es que me cuesta creer que la regente pudiera...
--¿Te confió Eva algo acerca de su identidad? Digamos, ¿de su capilla natal o su linaje?
Helena pensó un momento.
--Nunca la oí hablar de ello. Pero tampoco era tan inusitado. Llegó a nosotros igual que los demás. Reclutada a la fuerza. La Capilla de los Cinco Distritos es una capilla bélica. La única manera de mantener una población constante pasa por recibir un flujo constante de "voluntarios" de otras casas hermanas más pacíficas. Eso significa que solemos cargar con los casos problemáticos, los novicios de los que deseen librarse los otros regentes. No resulta conveniente ahondar en el trasfondo de un recién llegado. Siempre se termina por encontrar alguna historia desagradable en alguna parte, y eso acrecienta su resentimiento.
--¿Dirías que Eva era un "caso problemático"?
--No lo sé. Era una de las mejores. Nunca se metía en líos. Nada dramático que requiriera la asistencia del equipo de seguridad... --Helena se arriesgó a sonreír, pero malgastó el esfuerzo con Himes. Ni siquiera la estaba mirando. Había reanudado su deambular distraído.
--¿Nunca se metía en líos? --musitó Himes--. Extraña afirmación, ¿no te parece? Dadas las circunstancias que nos ocupan. A ver si te he entendido correctamente: Eva aparece muerta en las criptas. El embajador, también muerto. Y, como Eva, también en las criptas. Y tú me dices que fue Sturbridge la que los acompañó allí abajo. La misma que fue testigo de sus muertes. La misma que ha redactado esta monstruosa confesión en la que admite haberse comido los cadáveres. La misma, no creas que no me he dado cuenta, que ha desaparecido. Admitirás, Helena, que esto tiene muy mala pinta para la señora Sturbridge.
Ahora era ella la que no podía mirarlo a los ojos. Sabía lo que encontraría allí. La condenatoria certeza de un inquisidor, la pena capital. Lo vería en la curvatura depredadora de sus dedos.
Los Astores ya le habían convencido de que Sturbridge era culpable. Y, quizá, admitió Helena a su pesar, la regente fuera culpable. Ya no estaba segura de nada.
Lo único que sabía era que sus palabras serían la hoguera en la que ardería la regente.
Percibía apenas la insistente letanía de preguntas de Himes. Oía la subida y la bajada de sus inflexiones, pero las palabras habían dejado de tener significado para ella. Se sentía prisionera de los confines de su calavera, asomada a los elevados ventanillos con barrotes que eran sus ojos. Respondía a las preguntas con apatía, consciente de que poco más podía hacer aparte de asistir al levantamiento del patíbulo frente a la ventana de su prisión.