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El mago arlequín
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Sturbridge terminó de introducir los últimos informes oficiales y se apartó del monitor con un suspiro. Parecía que estuviera quitándose de encima un peso con el que había cargado casi toda una década. Sabía que aquello era el fin. La visita de los Astores sólo podía arrojar un resultado.
Tenía que producirse un ajuste de cuentas definitivo por lo que había acontecido allí... por los asesinatos de las novicias, los ataques a los representantes de la Casa Madre, sus propios errores y deslices. Le habían confiado el cuidado de la casa y era ella la que debía responder personalmente por lo que había ocurrido.
Se preguntó, no por vez primera, hasta qué punto gozaban de autoridad los Astores en este asunto. Medio esperaba que su autoridad llegara tan lejos como para permitirles emitir un veredicto sumario. Incluso la muerte final sería preferible a la indignidad de ser transferida a Viena para enfrentarse a un tribunal oficial.
Se preguntó qué les ocurriría a todos ellos cuando desapareciera... no sólo a las novicias que tenía a su cuidado, sino a los demás Niños, los que ahora habitaban en su interior. Sin el frágil recipiente de su cuerpo, ¿volvería a desatarse la pesadilla? ¿Volverían a estar condenados los Niños a vagar sin reposo en busca de alguien de la sangre a quien confiar sus sombríos susurros para que les diera voz? ¿Para que los dotara de vida?
Se sentía entumecida. Miró distraídamente la pantalla y repasó la lista de archivos que acababa de completar. Era como si no pudiese enfocar las palabras.
El primer informe era la confirmación del ascenso de Antígona al segundo círculo del noviciado. Eso era lo único que importaba, ahora. Y sólo por la promesa que le había hecho a Antígona en el mirador. Mantendría su palabra. Quizá fuese lo único que le quedara al término de la noche, y no estaba dispuesta a cederlo sin más.
Sturbridge no podía saber con seguridad cómo recibirían sus superiores estos despachos. Lo más probable era que los ignoraran sin mirarlos siquiera. Sus hermanos de Viena confiarían explícitamente en los resultados de la investigación de los Astores. Lo que Sturbridge tuviera que decir llegados a este punto tendría un interés puramente académico. O quizá tuviera algún valor en calidad de prueba de su estado mental frente a la disolución de todo por lo que había trabajado.
Pero estaba dispuesta a llevar esto hasta sus últimas consecuencias. Y haría cuanto estuviera en su mano por aquellos que estaban a su cargo. Era un gesto insignificante, dentro del gran orden de las cosas, un gesto que sabía que llegaba demasiado tarde para redimir a Antígona. Ahora ya era demasiado tarde para muchas cosas. Demasiado tarde para actuar, sin duda, pero quizá no demasiado tarde para aportar su testimonio. Para que lo que habían hecho aquí no cayera en el olvido.
Los demás informes se ocupaban de uno u otro aspecto de su propuesta de disolución oficial de la Capilla de los Cinco Distritos. Durante los largos años que había durado el asedio del Sabbat, había existido una necesidad claramente definida de poseer un único edificio fuertemente fortificado que pudiera capear el temporal de las embestidas del enemigo. Ahora, tras la estela de la Liberación de la Camarilla, la capilla de guerra se había quedado más que obsoleta. Era un completo desastre. Se había convertido no sólo en un pozo sin fondo para los recursos de la Casa, sino también en un embarazoso recordatorio de lo que una jerarquía en tiempos de paz debería recordar como una época "menos iluminada".
Si los Tremere querían seguir siendo una fuerza vital en el trazado de esta nueva frontera, la capilla tendría que cambiar de manera dinámica, volverse mucho menos rígida, centralizada y pesada. La capilla de guerra había cumplido su cometido, pero ya no era necesario que los novicios se atrincheraran entre los muros de un bunker subterráneo. Lo que necesitaba ahora la Casa eran aprendices de visión que se mezclaran con el resto de la Estirpe, que ayudaran a guiar y moldear el nuevo orden que comenzaba a tomar forma.
Johanus lo comprendería. Hasta cierto punto, él había anticipado este desarrollo. Sturbridge sonrió al acordarse de su trabajo entre los refugiados que atestaban la ciudad. Ése era exactamente el tipo de cosas que ella auguraba: una presencia dinámica de los Tremere, no tradicional, que sirviera de guía. Trabajar hombro con hombro con otros Vástagos, resolver problemas, engendrar confianza, procurar que se hicieran las cosas.
Esta sugerencia no le resultaba nada sencilla. Durante el transcurso de su breve mandato, había aprendido a velar profundamente por esta casa y los que trabajaban en ella. Esperaba que sus superiores no rechazaran su consejo de crear una capilla de paz esgrimiendo el pretexto de sus fracasos en tiempos de guerra.
Habían hecho lo imposible en este sitio. No sólo habían mantenido a raya al Sabbat, sino que habían interrumpido su avance y se había posibilitado la liberación de la ciudad y, quizá pronto, la de otras ciudades que no habían tenido tanta suerte. Su triunfo sobre el adversario externo había sido absoluto.
Pero, absorta en su devoción por la causa, Sturbridge había aflojado las riendas. Mientras defendía las líneas del frente contra el Sabbat, otro enemigo, más insidioso, le había ganado terreno. Un enemigo interno. Las fuerzas de la corrupción, la traición, la negligencia y la conspiración. Los gusanos que devoran por dentro un caballo aparentemente sano.
Bueno, todo eso ya estaba hecho. Los Astores estaban aquí y pensaban arrancarle el corazón a la manzana, exponer el cáncer que la devoraba por dentro. Sturbridge esperaba que llevaran la operación hasta su conclusión lógica y redujeran el pesado corpachón de la fortaleza capilla en favor de sus casas satélite.
El tercer despacho que tenía ante sí en la pantalla recomendaba el ascenso de Johanus, Adeptus, al rango de Regente, Primer Círculo, con el encargo específico de que desarrollara una nueva capilla para continuar con el trabajo que había comenzado: controlar la llegada de nuevos Vástagos y ayudarles a desenvolverse en la ciudad. Esta tarea era de vital importancia no sólo para forjar fuertes lazos con sus nuevos vecinos, sino también para promover una cooperación más estrecha con el príncipe. Sturbridge temía que este proyecto pudiera frustrarse por completo si requerían ahora la presencia de Johanus en los Cinco Distritos para ocuparse de los problemas domésticos.
La cuarta carpeta contenía la recomendación para el ascenso de Ynnis, Maestro, al rango de Regente, Primer Círculo, con el cometido concreto de generar un nuevo interés de la capilla en el arte de la distribución, concretamente en el desarrollo de un sistema permanente de viaje instantáneo entre las capillas regionales. Este sistema supondría una ventaja para todos los proyectos de cooperación, sobre todo a la hora de compartir recursos y de reforzar las guarniciones sitiadas en caso de renovadas incursiones del Sabbat.
Su quinta misiva era la recomendación para el ascenso de Helena, Adepta, al rango de Regente, Primer Círculo, con el cometido de reemplazar a Johnston Foley como regente segundo de la principal casa capitular. Helena había diseñado personalmente el complejo sistema de seguridad para la C5D y era la única persona que estaba cualificada para mantener la seguridad, la estabilidad y, lo más importante, la continuidad de la capilla durante esta difícil transición.
El sexto y último despacho era, naturalmente, la dimisión oficial de Sturbridge como Regente de la Capilla de los Cinco Distritos.
Sturbridge observó la lista de archivos y pulsó el botón de enviar sobre todos ellos salvo el último. Se puso de pie con gesto cansino y se acercó al antiguo arcón que aguardaba abierto en el centro de la estancia. Comenzó a recoger sus efectos personales.
Sus dedos acariciaron con afecto el lomo de los antiguos volúmenes que atestaban sus estanterías. Seleccionó unos cuatro libros de toda la pared de libros. Sus dedos parecían estirarse por cuenta propia en dirección a las obras que debía dejar atrás.
Se demoró frente a un pesado volumen encuadernado que exhibía su sello personal en la portada, la espada flamígera clavada en un túmulo de piedras. Le susurró con cariño y el libro se abrió para revelar, no unas páginas cosidas, sino fundas de hojas individuales recogidas en anillas. La primera hoja del manuscrito rezaba:
[[
Para A.S.:
Encantador, libro, tu viaje
Hasta ella, coronada de noche;
Lástima que no seas tú
La que contenga mis pasos.
~ W.B.Y.
]]
Sturbridge había conocido a Yeats en sus días de mortal --debía de hacer ya casi un siglo-- en el Dorado Amanecer de Londres. Las páginas sueltas del manuscrito comprendían su obra maestra, sus apuntes sobre un sistema de creencias que habría de reconciliar su eterna fascinación por lo oculto, por su catolicismo nativo y por el emergente nacionalismo irlandés.
Pasó con gesto ausente las páginas familiares, siguiendo con un dedo la caligrafía de patas de araña del poeta, los apasionados ensalmos, los diagramas herméticos. Despacio, dejó el libro entreabierto y lo guardó con sumo cuidado en el baúl.
No se atrevía a mirar los libros que debía dejar atrás. Ensordeciendo los oídos del corazón a sus silenciosas acusaciones, se volvió hacia el manto. Colgaba allí un cuadro, pitagóricos sus ángulos en su oculta precisión. Sus tonos eran los doloridos verdes azulados de las mudas aguas subterráneas. Había una figura atrapada en el centro del cuadro, un arlequín cuyo cuerpo formaba el fulcro de una balanza alquímica. Hasta las novicias recién llegadas a la capilla comentaban el parecido de la figura con la regente.
Sería una rara novicia, no obstante, una novicia más que versada en la historia de las sociedades herméticas del cambio de siglo, la que supiera emplazar la obra. El cuadro se titulaba Ajuste. Era el original en que Aleister Crowley había basado la Octava Trompeta de su infame tarot. La identidad de su siniestra musa, de este mago arlequín, no estaba tan extendida. Como tampoco lo estaba el relato de cómo había escapado de él, por los pelos, y gracias a un pacto aún más siniestro.
Sturbridge sentía la sutil oscilación de aquellos platillos cósmicos que la empujaban a un inevitable juicio final, un juicio que había conseguido eludir durante más de un siglo.
Pero ahora se le acababa el tiempo, era un amasijo de ángulos agudos, ligeramente torcidas todas las premisas y las conclusiones. Tambaleándose peligrosamente en precario equilibrio. No había recogido ni la mitad de sus cosas y ya podía percibir las primeras señales del regreso del amanecer. Podía sentirlo a través de las toneladas de roca y acero que la separaban de su antigua némesis, el abrasador disco solar. El símbolo de la verdad.
Se sentía lenta, como si se moviera debajo del agua. Los planetas invisibles giraban enloquecidos sobre su cabeza. No podía verlos a través del techo, la tapa de su sarcófago de piedra. Pero sentía su inconfundible atracción.
Nada le apetecía más que hundirse en su lecho y dejar que el olvido de las horas diurnas la envolviera como una mortaja. Perderse de vista, perderse de la memoria. Descansar en el mismo eje de la furiosa danza incandescente de los cuerpos celestes.
No había tiempo. Obligó sus manos entumecidas a recoger sus pertenencias, fragmentos de recuerdos. Ya no sabía qué cogía ni le importaba, se limitó a meter en el arcón cuanto caía en sus manos. Esa sencilla repetición mecánica constituía una especie de desafío. Un grito ciego frente a las fuerzas de la razón que insistían en que su frío cadáver no podía estar despierto ni hacer lo que hacía. El mero hecho de levantarse todas las noches, alimentarse, extraer vida, sólo eso ya suponía una afrenta blasfema contra la vida, contra la muerte. Era inevitable, en realidad, que la encontraran al final... esas dos grandes fuerzas. Que la señalaran para impartirle su forma particular de justo castigo.
Aun así, se sobresaltó cuando llegaron las inevitables llamadas. Era la hora.