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El demonio del pozo

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Antígona intentaba ignorar los alaridos de los moribundos. Les volvió la espalda deliberadamente y encaminó sus pasos hacia la casa capitular.

Pensaba en Marcus, Clarissa y Livonia... los tres novicios a los que había condenado a una muerte carbonizada en el domicilium del noviciado. En el momento de pronunciar aquella orden fatídica, ni siquiera conocía los nombres de los tres novicios atrapados. Pero Jervais sí. Había amenazado con utilizar a Felton para vengar sus muertes. Y eso era algo que ella no podía consentir.

A Johanus le valdrían de ayuda todas las manos posibles en estos momentos, para rescatar cuantas personas pudiera de los abrasadores escombros del instituto y par a encubrir el pleno alcance de lo ocurrido cuando llegaran la policía y los medios de comunicación. El precio de este tipo de desastres no se calculaba únicamente según el número de víctimas y las decenas de miles de dólares que se cobraban los desperfectos. Se medía según el riesgo, la amenaza que suponían para la integridad de la Mascarada. No envidiaba a Johanus la tarea que tenía por delante. Ya podía oír el ruido de las sirenas. El aullido de los carroñeros humanos que comenzaban a agruparse.

Pero Antígona sabía que debía llegar a la capilla a cualquier precio. Para evitar que Jervais cumpliera su amenaza. Si no hacía algo para evitarlo, Jervais se aseguraría de que Mr. Felton fuera la próxima víctima del holocausto flamígero que rugía en esos momentos.

Apenas si faltaba una hora para que amaneciera. El campus del Instituto Barnard se encontraba en silencio y desierto mientras ella cruzaba corriendo el patio en dirección a Millbank Hall y el Exeunt Tertius. Le preocupaba que los Astores pudieran haber encontrado ya a Helena o Sturbridge. Si los Astores habían conseguido desactivar el cuadro de seguridad, quizá hubieran anulado los códigos de Antígona. O peor aún, podrían haber reprogramado la jerarquía de admisiones para reconocer en Antígona a una renegada e intrusa. De ser así, su intención de rescatar a Mr. Felton tendría los minutos contados.

Antígona se coló por una puerta lateral del edificio administrativo del campus y bajó por un largo pasillo en silencio hasta llegar a otra puerta cuya cristalera de vidrio plomado proclamaba ominosamente Decano de Revisión Disciplinaria Académica Interdepartamental en grandes caracteres negros. El tipo de letra en sí ofrecía un aspecto burocrático e imponente. El efecto estaba calculado, sin duda, para alejar a los curiosos, epíteto que se aplicaba a la inmensa mayoría de aquellos que merodeaban por estas universidades modernas.

La inscripción no amilanó a Antígona. Sus dedos acariciaron ligeramente las letras en relieve. Solamente el espectador perspicaz hubiera reparado en cómo teclearon discretamente sus dedos la palabra "eidética" mientras recorrían el cristal. La puerta se abrió hacia dentro.

Desveló un despacho compacto dominado por un escritorio imponente. Había dos sillas dispuestas frente a frente a ambos lados de la formidable barrera. Un banco de archivadores se erguía detrás de la silla más próxima, cerniéndose sobre ella. Una sencilla puerta de madera en la pared más alejada prometía el acceso a un trastero.

Esa puerta era su destino, el Exeunt Tertius, una entrada secundaria en desuso a la capilla. De un tiempo a esta parte se había forjado cierta fama siniestra a raíz del hecho de que uno de los novicios veteranos, Aarón, había sido encontrado sin vida justo delante de ella.

Antígona sabía que la detendrían sin duda si intentara trasponer la entrada principal. Esperaba que esta ruta, menos directa, le permitiera eludir el ser detectada hasta encontrarse dentro de la capilla. Evidentemente, el que la detectaran en el interior de la capilla tampoco resultaba halagüeño.

Al otro lado de este despacho se encontraría en el dominio del sistema de seguridad de la capilla. Éste sería su último refugio antes de emprender el descenso. Tras inhalar hondo, Antígona apoyó la mano en el pomo de la puerta del trastero. Musitó unas cuantas silabas entre dientes y giró la manilla, muy despacio. La puerta, al abrirse, no reveló ningún trastero, sino unas sencillas paredes de cemento y una angosta escalerilla metálica que conducían abajo. El espacio confinado era húmedo, frío. Aquel escenario recordaba a Antígona la acción de asomarse al interior de un pozo. Comprendió que estaba conteniendo la respiración y se obligó a exhalar. No se disparó ningún detector, no sonó ninguna sirena, no hubo señal alguna de perturbación de los demonios del sistema de seguridad por el momento.

No tenía forma de saber que estaba siguiendo paso a paso la ruta que empleara el asesino hacía unas semanas, cuando se infiltró en la capilla para acabar con la vida de Johnston Foley, la primera víctima de una serie de cruentos asesinatos que los habían llevado hasta el punto muerto actual.

Antígona hizo una mueca ante el sonido reverberante de cada paso sobre los peldaños de metal. El ruido despertaba ecos en el foso central. Contó el número exacto de pasos antes de cada recodo (siete); el número total de rellanos (cincuenta y dos); el número de puertas junto a las que pasaba la espiral descendente (cuatro); el número de veces que se detuvo para burlar las defensas (doce).

Se sabía esa numerología de memoria, naturalmente. Su recuento mecánico obedecía al mero propósito de mantener ocupada a esa parte de su mente que encontraba gratificante los números, las secuencias y las clausuras. El descenso era para ella como pasar las hojas de un calendario. Siete días de la semana. Cincuenta y dos semanas del año. Cuatro estaciones y doce meses para señalar el inexorable paso del tiempo. Recorriendo la espiral de regreso a su pasado.

A cada recodo, se detenía, escuchaba el distante chapoteo del agua que se derramaba. Midió el retorno de los ecos de sus pasos que volvían a ella desde el fondo. Se esforzó por ignorar el sonido de las voces lejanas que acudían a ella desde las profundidades del foso central. Antígona era consciente de que esas voces no eran sino un efecto de la acústica, que convertía el murmullo del agua corriente en súplicas y ruegos. Voces de niños.

Absorta en sus reflexiones sobre olvidadas pesadillas, Antígona dio un respingo cuando se vio asaltada por una voz que no surgía de su ensimismamiento.

--Antígona, Novicia --ronroneó el demonio del sistema de seguridad--. Se requiere su presencia en la Sala de Audiencias. Mensaje finalizado. Se solicita confirmación. Enviando confirmación...

--¡Cancelar confirmación! --ladró Antígona, saliendo de su catarsis. Justo a tiempo. Lo que menos falta le hacía en esos momentos era que el sistema anunciara su vuelta en la Sala de Audiencias.

Se produjo una pausa.

--Cancelada. ¿Desea posponer el envío de la confirmación o eliminar el mensaje de confirmación?

--Guardar confirmación, respuesta pendiente hasta próxima visita a la capilla --ordenó Antígona. Si había alguien encargado de supervisar la condición de esa orden, no convenía que descubriera que se había borrado la confirmación. Eso implicaría que alguien había recibido el mensaje... que Antígona había regresado a la capilla. El siguiente paso lógico a dar consistiría en averiguar si seguía dentro de la capilla, al alcance.

--Recibido --contestó amablemente el demonio. Su modulada voz femenina recordaba ligeramente al acento del sur de Irlanda--. Usuario Baines, Antígona. Acceso de seguridad: caducado. Por favor, permanezca en el sitio y espere la llegada del equipo de seguridad.

Antígona maldijo y aminoró el paso. Había estado a punto de conseguirlo. Sabía que le faltaban cuatro recodos para alcanzar la base del pozo y el portal que le permitiría acceder al resto de la capilla. Al asomarse por encima de la barandilla podía ver el liso suelo de piedra del fondo. Cubrió los peldaños sigilosamente. Cuatro, cinco, seis, siete, giro. Uno, dos, tres, cuatro, cinco...

--Baines, Antígona. Por favor, permanezca en su sitio y espere la llegada del equipo de seguridad. Éste es el segundo aviso.

Seis, siete, giro. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...

--Baines, Antígona. Por favor, permanezca en su sitio y espere la llegada del equipo de seguridad. Éste es el tercer y último aviso. El incumplimiento de las instrucciones de seguridad concluirá con la reclasificación inmediata del usuario como intruso.

Siete, giro... Algo, iba mal. Ese último giro tendría que haber dejado a Antígona frente al último tramo de escalones. En esos momentos debería estar viendo el final de la escalera y el portal. Lo que tenía ante ella, no obstante, era otro recodo.

Se apresuró a repasar sus cálculos, escuchando en su cabeza la voz interior que descontaba mecánicamente cada paso, cada recodo. No, no podía haberse equivocado. Con creciente desesperación, se asomó a la barandilla. El pulido suelo de piedra seguía allí abajo, a la misma distancia que hacía un momento.

Exactamente a la misma distancia, comprendió. Todavía la separaban tres giros de su objetivo. No estaba más cerca del fondo que antes de llamar la atención del demonio.

--Cambio de posición de usuario: Baines, Antígona. Usuario reclasificado a...

Antígona se quedó paralizada.

--Recibido. Aguardar encuentro con el equipo de seguridad.

Se produjo una larga pausa.

--Equipo de seguridad en camino --respondió el demonio, al cabo. Antígona tuvo la breve impresión de que la voz rezumaba complacencia, pero desechó rápidamente la idea por improbable y por indigna de ella. Optó por concentrarse en asuntos más prácticos, como salvar el pellejo.

--Situación del equipo de seguridad.

--Acceso insuficiente --repuso el demonio, en tono afable--. Tiempo estimado de espera hasta la cita, tres minutos.

--Pues muchas gracias. ¿Estado de los sistemas?

--Acceso insuficiente.

--Sospecha de fallo en la integridad de los sistemas. Emitir diagnóstico.

--Acceso insuficiente.

--Acceso al demonio de seguridad local, Exeunt Tertius. Código de reconfiguración del sistema, Visita Interiora Terrae.

Se produjo una vorágine de chillidos que surgían del pozo central. La fuerza del viento arrojó a Antígona de espaldas contra la pared y la retuvo allí, debatiéndose. Mientras pugnaba por liberarse, una parte cínica de su mente observó que parecía que los códigos personales de reconfiguración del sistema de Sturbridge aún funcionaban. Prometedor. Eso quería decir que todavía tenía esperanzas. Quizá los Astores hubieran accedido ya a la jerarquía de seguridad y hubieran restringido el acceso a Antígona, pero no habían conseguido aislar permanentemente a Sturbridge. Aún.

Esa información podría llegar a resultarle de utilidad, siempre y cuando Antígona lograra tener unas palabras con el demonio de seguridad local. Se debatió ferozmente para liberarse, o moverse siquiera. Apenas si consiguió estirar un pie lo suficiente para rozar la escalera. El vendaval no daba muestras de remitir ni de amainar.

Probó a gritar para imponer su voz a la tormenta, pero el viento capturaba sus palabras y las desmenuzaba al instante.

Ni siquiera podía oírse a sí misma por encima del tumulto. Le dolía la cabeza y sintió cómo manaba un cálido hilo de sangre de su oreja. El tímpano que había destrozado la explosión al comienzo de la noche había empezado a sangrar de nuevo por culpa de la presión del viento desatado.

Sintió un cambio inesperado. Los vientos parecieron aplastarla más de cerca, con mayor ahínco. No había otra manera de describirlo. Era como si estuviera sometida al escrutinio de una lupa. Examinada, diseccionada.

El furor del viento pareció cambiar de énfasis y amainar ligeramente. Se desplomó sobre los escalones, hecha un ovillo. Seguía siendo consciente de la furia de la galerna que inundaba el hueco de la escalera, pero ahora se sentía resguardada de ella, a cobijo de la violencia de su furia. A su alrededor, todo se había quedado súbitamente quieto.

Percibió un tentativo soplo de aire justo delante de la cara. Lo sintió como la suave caricia de una brisa que le alborotaba el pelo ligeramente junto al oído. Luego cobró confianza y le apartó el pelo hacia atrás como si la acariciara, apartándolo para exponer la delicada línea del mentón y el hilo de sangre que serpenteaba hacia ella.

Sintió que los dedos etéreos se demoraban en su mejilla y se detenían en el lóbulo de la oreja. Sintió cómo se esparcía la cálida gota de sangre y, ante sus ojos, una difusa espiral etérea se tiñó de rojo y se apartó lentamente de ella.

El remolino rojizo siguió retirándose, volando lejos de ella para reunirse con la vorágine.

El aullido del viento adquirió un dejo diferente. Una sola nota, que casi se le antojó una palabra.

¿Quién?

--Me llamo Antígona, a veces me llaman Chacal. No soy nueva en la capilla. Al igual que tú, he vigilado atentamente esta casa de no-muertos.

Pareció que los vientos rugientes comenzaran a latir. Esas ráfagas transportaban palabras. Palabras aquí pronunciadas, hacía mucho tiempo. Perdidas y olvidadas. Pero el viento las recordaba. Las palabras eran lo único que le quedaba.

Antígona no escuchaba tanto las palabras de viva voz como que las sentía transmitidas a los huesos de su oído directamente por medio del vínculo sanguíneo que compartía con el espíritu del viento, el vaporoso cordón umbilical de su propia sangre derramada.

Te conozco. Me has llamado. Habla.

Las palabras eran un compendio de muchas voces distintas --algunas masculinas, otras femeninas, algunas jóvenes, otras viejas-- todas ellas reunidas y conservadas minuciosamente durante las épocas de servicio del espíritu a la casa.

--El otro --comenzó Antígona, insegura--, no quería dejarme pasar. Pretendía retenerme aquí. Contra mi voluntad. He recurrido a ti, para que me ayudes.

Si Él dice que no debes pasar, no pasarás.

--Pero ya has aceptado el precio de mi pasaje, mi sangre. Este tipo de cosas están más allá de cualquiera de nosotros. El pacto se selló en los tiempos de la Vinculación. ¿No se dice acaso, "por su sangre los conocerás"?

Te conozco.

--Si me conocieras --Antígona recitó las palabras del antiguo pacto--, conocerías también a mi Padre.

El viento guardó silencio.

Basta. No invoques su nombre aquí. Ve en paz, Antígona Chacal.

Antígona se incorporó e intentó devolver un aspecto decente a sus faldas, haciendo acopio de cuanta dignidad le quedaba.

--Gracias. Una cosa más. Él no funciona bien. Tiene que entrar en modo de diagnóstico...

No comprendo tus palabras. El tuyo no es mi primer idioma y no he tenido ocasión de practicarlo últimamente.

--Él está mal. Tiene que descansar y curarse. Tiene que examinarse. Visita Interiora Tenue.

Rectificando Invenies Occultum Lapidem, replicaron las voces, ofreciendo la respuesta correcta. Visita el centro de la tierra y, al purificarte, encontrarás la piedra secreta. Así sea.

El viento amainó de golpe y Antígona se tambaleó, pues no se había percatado hasta ese momento de que confiaba en su presión para mantener el equilibrio. Las luces de la escalera titilaron y se apagaron. Un instante después, el sistema de emergencia de la capilla entró en funcionamiento para bañar la escena con enfermizo alumbrado amarillo.

--¿Análisis del sistema? --preguntó Antígona, a modo de prueba.

No hubo respuesta.

Sonrió y reanudó el descenso de los últimos tramos de escalera que la separaban del fondo del pozo.