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La media verdad por costumbre

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--Johanus, necesito tu ayuda. Tienes que...

--No tan deprisa. --Johanus sonrió a Antígona. Posó las manos en sus hombros, en ademán tranquilizador, y la mantuvo a una distancia de un brazo, estudiándola. Era una montaña de hombre y tendía a tratar a los demás con exagerada amabilidad. Como si tuviera miedo de que pudieran romperse--. Jervais acaba de estar aquí. Me ha contado todo lo referente a los problemas de la capilla.

La conducta paciente y condescendiente del adepto no hizo sino empeorar el histerismo de Antígona.

--No lo entiendes. Jervais es el problema. Va a... --Se obligó a controlarse. Deliberadamente, inhaló hondo. Cuando estuvo segura de haber recuperado el control, continuó:-- Tienes que acompañarme.

--Vale, tranquilízate. Voy a recoger algunas cosas que tengo por aquí y me dirijo hacia allá. Me lo puedes contar por el camino, ¿de acuerdo?

Antígona rabiaba por dentro, pero fue tras sus pasos, obligándose a andar despacio para igualar el ocioso caminar del adepto. Johanus siempre conseguía que se sintiera así... torpe, impaciente. Sus sosegados ademanes sureños siempre la habían sacado de sus casillas. Incluso cuando servía en la capilla como Maestre de Novicios. Antígona recordaba perfectamente aquellas largas noches de frustración y humillación... los únicos frutos que había dado su fallido aprendizaje. La sucesión de noches en que la magia de la sangre se negaba a fluir.

--Mira. Hay un huésped en la capilla, ha acudido a nosotros en busca de santuario. Mi deber era protegerlo. Ahora a Jervais se le ha metido en la cabeza que si consigue hacer daño a este tipo, me lo hará a mí. Pretende aprovechar la confusión provocada por las investigaciones de los Astores para encubrirlo todo. Tengo que sacar a Felton de allí. Esta misma noche.

Johanus se detuvo frente a una puerta de madera con un letrero en el que se leía, "Sala de Calderas". Rebuscó en un manojo de llaves.

--Bueno, ¿y para qué me necesitas? --preguntó, sin apartar la vista de su tarea. Su tono de voz era más gentil que beligerante--. Sabes que si intervengo ahora, la próxima vez lo tendrás peor. Y no te quepa duda de que habrá una próxima vez. Tienes que encontrar la manera de pararle los pies a Jervais por ti sola, de demostrarle que no puede meterse contigo y salir de rositas.

Antígona zangoloteó la cabeza.

--Eso no es todo. Mira, no puedo volver a la capilla en estos momentos. Sturbridge me ha enviado en busca de Calebros. Me dijo que no volviera esta noche a la capilla, bajo ninguna circunstancia. --Esa era una verdad a medias, pero últimamente había cogido la media verdad por costumbre y no veía ningún motivo por el que debiera corregirse ahora.

Sturbridge había dicho muchas cosas. Acerca de la taumaturgia oscura, sobre ser una proscrita de la Pirámide, sobre buscar santuario entre los Nosferatu. Antígona pensaba que compartir con Johanus cualquiera de estas complicaciones en estos momentos únicamente enturbiaría más las aguas. No sabía cómo reaccionaría él si supiera que ella era una fugitiva que huía de la justicia de la Pirámide de los Tremere. Era posible que intentara enviarla de vuelta, utilizarla para rescatar su propia vida o su carrera. No parecía que ése fuera su estilo, pero corrían tiempos desesperados y no tenía intención de correr ningún riesgo.

Johanus encontró por fin la llave correcta y abrió la puerta, que se retiró para revelar una escalera de madera que descendía a las tinieblas.

--Así que necesitas que alguien vigile al tipo éste, Felton, hasta que vuelvas. ¿Es eso? Ya sabes que no voy a disponer de mucho tiempo libre en cuanto asome la cabeza de nuevo por la capilla, ¿no? Jervais dice que han aislado a Helena, que llevan interrogándola desde su llegada. No creo que se muestren demasiado comprensivos si...

--¿Han encerrado a Helena? --interrumpió Antígona--. Entonces, ¿quién está con Sturbridge?

Su pregunta sorprendió a Johanus.

--¿Cómo demonios quieres que lo sepa? --espetó él, a la defensiva--. Yo no he vuelto por allí, ¿recuerdas? Tú la has visto hace menos tiempo que yo. Pero Jervais ha dicho algo que me impulsa a creer que Sturbridge no estaba presente para dar la bienvenida a los Astores.

Johanus había estado a punto de decir algo acerca de "uno de sus ataques", pero se contuvo. No sabía hasta qué punto conocía Antígona la condición actual de la regente.

Entonces se le ocurrió una idea.

--Pero tú sí has visto a Sturbridge esta noche. Ella te ha enviado a Calebros. Y no estaba en la capilla.

--No --admitió Antígona. No entró en detalles.

--Entonces, ¿a qué viene todo esto? --quiso saber Johanus--. ¿Para qué tienes que ver a Calebros? ¿Por qué quería Sturbridge que te mantuvieras alejada de la capilla? ¿Dónde está la regente? ¿No le habrá sucedido nada? ¿No habrás...?

--¡No! La regente está bien. Al menos, tan bien como cabe esperar, dadas las circunstancias. No hace falta que te diga que esta visita de Viena no presagia nada bueno para ella. A fin de cuentas, yo diría que se lo está tomando bastante bien.

--¿Dónde se encuentra? --preguntó Johanus, lacónico.

--Espero que ya haya regresado a la capilla. Me dijo que todavía le quedaban algunos asuntos por arreglar.

--¿Qué tal... estaba? Cuando hablaste con ella.

--Estaba bien --dijo Antígona. Luego se quedó pensativa--. Parecía triste, pero resignada. Hablaba de cosas que vendrían y terminarían aquí.

Johanus maldijo en voz alta.

--Tengo que regresar. --Le apoyó una mano en el hombro y la empujó con firmeza ante él. Mientras Antígona lo adelantaba, se acercó y le susurró al oído--. No habrás venido para conducirlos hasta mí, ¿no? A los Astores, digo. ¿Es a eso a lo que juegas?

Antígona se volvió hacia él con una expresión de alarma en el rostro.

--¡No! Nada de eso, de verdad. Es sólo que...

--¿Es sólo que qué?

--Es sólo que me parece que Sturbridge tiene problemas. Graves problemas. Y me preocupo por ella y por Helena. He oído esas historias de pesadilla... lo de la liquidación de la capilla de Tel Aviv y...

--Tranquila --dijo Johanus. Su natural instinto protector se impuso a su suspicacia. No era alguien que cediera fácilmente a la desconfianza, lo que solía considerarse un defecto en su ambiente de trabajo--. Nada de esto va a ocurrir aquí, ¿entendido? Todo el mundo va a seguir bien. --Cogió una profunda bocanada de aire, como si quisiera prepararse para la confrontación que se avecinaba... como si intentara convencerse de que sus palabras tenían más peso que las huecas exhalaciones de una tumba.

--Genial, eso sí que es reconfortante --comentó una voz en alguna parte de las profundidades--. Empezaba a pensar que estábamos todos bien jodidos.

Un momento de pánico se agolpó en la boca del estomago de Antígona. No esperaba que nadie pudiera escuchar su conversación. Rememoró rápidamente el diálogo, intentando reconstruir exactamente cuanto se había dicho desde que abrieran la puerta del sótano, y cuán comprometedoras exactamente habían sido esas palabras.

--Esa boca --gruñó Johanus--. Tenemos compañía. Hay damas presentes. Umberto, te presento a Antígona. Antígona, Umberto.

Llegaron al pie de la escalera y rodearon la imponente mole de una antigua caldera. Se atisbaba un haz de luz procedente de la pared más alejada del sótano inacabado. La luz provenía de tres enormes monitores de ordenador situados en fila. Formaban un bunker en el que acechaba la figura encorvada de un hombre.

Umberto se retorció en su silla para ver mejor a sus invitados. El movimiento parecía resultarle insoportablemente doloroso y vino acompañado de un coro de chasquidos y crujidos espinales. Al verlos, Umberto se levantó con dificultad.

--Encantado --dijo, trastabillando--. No solemos recibir visitas por aquí abajo. Y menos de las guapas. Este feo cabrón las espanta a todas. --Indicó a Johanus con el pulgar.

El hombrecillo, un cascarón agrietado, no era más alto de pie de lo que lo era estando sentado. Sus rasgos estaban hinchados y abotargados; la forma de su cabeza recordaba a Antígona la de una manzana pocha en precario equilibrio sobre el cuello. A la espera de que algún arquero ambicioso pruebe suerte con ella, pensó.

Mas pese a su evidente deformidad, se le iluminaron los ojos al verlo. Era un nosferrata, sin lugar a dudas. Se sintió de inmediato un paso más cerca del príncipe y de la seguridad. Aceptó la mano que le ofrecía el hombrecillo y soportó que se llevara sus dedos a los labios.

--Me alegro mucho de conocerte, Umberto. Johanus estaba contándome que quizá tú pudieras ayudarme. Tengo que comunicar algo urgentemente al príncipe Calebros, de parte de la señora de nuestra casa.

--Yo no he dicho nada de eso --refunfuñó Johanus, depositando otro fajo de archivos en la montaña de papeles que ya desbordaba el escritorio de Umberto. Aunque no parecía contrariado.

--Lo cierto es que es muy perspicaz, a su manera --respondió Umberto, sin apartar los ojos de Antígona--. Siempre es un placer para mí ayudar a una jovencita tan adorable. Y si puedo ser de ayuda a tu dama además de a ti, tanto mejor.

La mano de Umberto, que seguía tenazmente aferrada a la de ella, estaba caliente.

--¿Te importa si me quedo aquí contigo hasta que vuelva Johanus? --preguntó Antígona, cándidamente--. Dice que tiene que pasarse por la capilla y ha sido tan amable de acceder a escoltar hasta aquí a un amigo nuestro.

--No es cierto --protestó Johanus, por encima del hombro--. Y estas carpetas no están ordenadas en orden alfabético.

--Tú déjalas ahí arriba, que yo ya las ordeno luego. Y no contradigas a la muchacha. Yo me ocuparé de todo mientras acompañas al amiguito de la señorita Antígona desde la capilla. Venga, largo. No es de buena educación hacer esperar a una dama. No es culpa suya --explicó a Antígona--. Es que no sale mucho. Lo tienen aquí encerrado casi todas las noches. Para que no corra peligro.

--Ya que este recado es tan urgente --dijo Johanus--, ¿no deberíais ir los dos a ver al príncipe ahora? --Su expresión de recelo había regresado.

--Probablemente --convino Antígona--. Pero antes tengo que saber que Fel... que mi amigo está a salvo.

--Entonces puedes acompañarme. --Johanus reparó en el pánico momentáneo que se reflejó en los rasgos de Antígona. Se adelantó a sus reparos--. Ah, ya sé lo que ha dicho la regente, eso de no volver esta noche a la capilla. Pero podrías acompañarme hasta Millbank, por lo menos. Cuando nuestros huéspedes reparen en mi presencia, no es probable que pueda escaparme. Aunque debería ser capaz de sacar a tu amigo por una de las puertas laterales. Puedes recogerlo allí.

Era evidente que este plan no convencía demasiado a Antígona.

--¿No puedes pedirle a Talbott que lo escolte hasta aquí? ¿O a cualquier otra persona de confianza?

--Cuanta más gente haya implicada, más preguntas incómodas habrá que responder cuando se descubra la ausencia de tu amigo.

Antígona comprendía su razonamiento y le costaba encontrar una excusa.

Umberto se revolvió, inquieto.

--Bueno, eso está arreglado. Pero tienes que prometer que volveréis enseguida.

--De acuerdo --cedió Antígona--. Así lo haremos. Aunque para eso tendrás que soltarme la mano en algún momento.

Avergonzado, Umberto se apresuró a dejarla libre.