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Como si alguna vez hubiera sido hermoso
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Sturbridge entró en la Sala de Audiencias, cerrando el imponente portal a su paso. Hizo acopio de fuerzas, se irguió cuan alta era y, en medio de un remolino de largos hábitos negros, se giró para enfrentarse a sus inquisidores.
Sus pasos no despertaban ningún sonido en el suelo de mármol veteado. Pese a lo ampuloso de su nombre, la Sala de Audiencias era más bien una sala de estar oficial que una sala del trono. La mayor parte del suelo estaba cubierta por una rica alfombra confeccionada a mano y adornada con los índigos y las argentas del firmamento nocturno. Retrataba a Yggdrasil, el vasto árbol-mundo cuyas raíces ahondaban en las regiones subterráneas y cuyas ramas exultantes perforaban el mismo cielo. La tierra no era más que una fruta seductora que colgaba de sus ramas más bajas.
La obra era uno de los grandes tesoros de la Capilla de los Cinco Distritos. Había delicadas figuras asomadas detrás de cada una de las hojas del gran roble, entregadas a la intrincada Danza de los Días. Sturbridge distinguió las herramientas individuales de los artesanos --martillos en miniatura, leznas y tornos-- que se aplicaban a su trabajo con absorta concentración, manipulando directamente el duramen viviente. Veía los juguetes de los niños, jugando a la pelota en medio de la tupida hojarasca, jugando a las damas, comiéndose formaciones de soldados e intentando atrapar aquellos que caían al abismo desde la enramada.
Los muebles de la estancia eran pesados, formales y lánguidos sus tonos. Se encontraban arracimados en corrillos confabuladores. Los verdes oscuros y los canelas cubrían unos sillones evidentemente diseñados para empequeñecer, cuando no devorar por completo, a sus ocupantes. Con gesto ausente, Sturbridge reparó en el hecho de que faltaba una mesilla de ónice en el conjunto. Y en que se apreciaban unas inconfundibles manchas de sangre en la opulenta alfombra.
Al pie de la cámara, siete escalones de mármol configuraban un estrado bajo. Sus bordes eran cuadrados, lo que daba la impresión de tratarse de un zigurat achatado hasta resultar casi plano por completo. La plataforma elevada solía estar vacía y carente de adornos, salvo por el sello de regente que se había imbricado sutil e ingeniosamente en las mismas vetas del mármol. Blanco sobre blanco, el dibujo era indistinguible desde cualquier ángulo, a no ser que se arrodillara uno en el escalón más alto. El sello consistía en una espada flamígera incrustada en un túmulo de rocas.
No había señales de trono o asiento imponente alguno en el estrado; Sturbridge rehuía ese tipo de ostentaciones de poder. Pero esta noche, el estrado exhibía una larga mesa plegable, abarrotada de papeles. Tres sillas metálicas de tijera, idénticas, se alineaban en el extremo más alejado, de cara a la entrada. El destello del acabado de metal institucional contrastaba marcadamente con el suntuoso mobiliario que dominaba la porción inferior del salón.
Sturbridge observó de inmediato la figura de Himes, ya familiar, sentado a la mesa, en el extremo de la derecha. Se encontraba encorvado sobre un dossier abierto, con los ojos a menos de un palmo de la página. Alzó la cabeza cuando las puertas se cerraron con estrépito.
--Ah, regente Sturbridge. Por fin habéis venido. Llevábamos un tiempo esperando, pero así he tenido ocasión de revisar ciertos, erhm, detalles desconcertantes de este caso...
Sturbridge apenas si prestó atención a las palabras. Concentraba toda su atención en la figura que deambulaba furiosa detrás de la larga mesa.
--¿Conoce usted a mi socio, Mr. Stephens? --preguntó Himes, a modo de presentación, aunque parecía que nadie le escuchara.
Stephens ya había rodeado la mesa y bajaba arrollando los escalones en dirección a Sturbridge. Había fuego en sus ojos, y la promesa del relámpago parecía crepitar entre sus dedos crispados. Un sonido inarticulado, animal, se abrió paso desde su garganta.
No, pensó Sturbridge. Algo va mal. No puede estar aquí. No puede estar libre.
Pero resultaba difícil negar la evidencia que se cernía sobre ella. El escenario que había planificado con tanto cuidado comenzaba a desbaratarse rápidamente. Con Stephens atrapado en el diagrama verboten de Antígona, Himes habría necesitado desesperadamente la ayuda de Sturbridge para situar la localización de su compañero, puesto que en ese momento podría estar, literalmente, en cualquier parte, o en ninguna, y liberarlo. Esto habría concedido a Sturbridge una postura ventajosa desde la que negociar.
Ahora, ni siquiera ese pilote se sostenía. A los ojos de los dos hombres ella solamente era, de nuevo, una peligrosa responsabilidad... una regente incapaz de evitar una cadena de cruentos asesinatos en su propia casa.
Éstos eran los pensamientos que se le pasaron por la cabeza en el tiempo que tardó Stephens en cubrir la distancia que los separaba. No hizo ademán alguno de defenderse ni de alzar una barrera mística. Se mantuvo en su sitio antes de apartar la atención de él, deliberadamente, como si no le importara en absoluto.
Se dirigió a Himes, con voz fría y altiva.
--Es evidente que su socio no se encuentra bien. Ha sucumbido a sus apetitos.
Aquellas palabras detuvieron a Stephens en seco. Sturbridge se apresuró a continuar. Cualquiera que fuese la autoridad de los dos hombres, le costaba imaginar que pudiera extenderse hasta el punto de justificar una agresión física contra ella en su propia casa.
»Es comprensible. Se ha visto sometido a una dura prueba. Me doy cuenta de que no debería haberlos dejado solos, caballeros, durante tanto tiempo. Pero cualquiera de las novicias les hubiera mostrado gustosa el camino al refectorio. No hay necesidad de pasar hambre aquí. No están ustedes sometidos a ningún tipo de restricción... de ayuno, a menos que estén cumpliendo algún tipo de sentencia.
Stephens estaba iracundo y blandía un puño crispado ante sí. Era obvio que luchaba por mantener el control. Contuvo el golpe, decantándose por un asalto verbal.
--¿Sentencia? ¿Tienes la desfachatez de hablarnos a nosotros de sentencias? ¡Has asesinado al legado que había enviado la Casa Madre! ¡Me has agredido personalmente... por medio de un rito de taumaturgia oscura! Has...
--Basta.
Esta tercera voz obligó a Sturbridge a girar sobre los talones. No le resultaba desconocida, aunque estaba claro que no esperaba oírla ahora, en su propia sala. En realidad, había llegado a convencerse a sí misma de que jamás volvería a escuchar esa voz en concreto. Fue suficiente para estremecer su improvisada compostura.
A su espalda, sintió la amenaza susurrada de Stephens como la caricia de un cuchillo.
--Vas a arder por esto, y lo sabes. Sí, que no te quepa duda, vas a arder.
Sturbridge hizo todo lo posible por ignorarlo, prefiriendo concentrar su atención en la figura que acababa de apartarse de la chimenea de piedra. Se encontraba cómodamente de pie, con el antebrazo apoyado en las rocas pulidas, en actitud de pensativo reposo. En cualquier otra persona, ese gesto hubiera parecido fingido. Tratándose de él, en cambio, conseguía que pareciera que, de alguna manera, constituía un elemento fundamental de la escena. Como si, en caso de que decidiera marcharse, la pared de piedra al completo pudiera desmoronarse. Aunque Sturbridge había recibido invitados en esta sala en docenas de ocasiones, de repente le costó imaginarse la estancia sin él. No sabía cómo, se había convertido en parte integral de la cámara.
Tuvo la inesperada impresión de que debería haber un cuadro de su abuelo colgado encima de la repisa de la chimenea.
No era un hombre que intimidara. Era alto, distinguido, de pelo negro encanecido en torno a las sienes. Su traje era caro pero estaba algo arrugado, como si no hubiera tenido ocasión de cambiarse después de su largo viaje y tampoco eso lo preocupara en exceso. Daba la impresión de ser una persona que se sentía sumamente cómoda siendo quien era y estando donde estaba.
Por preocupada que hubiera estado Sturbridge antes de entrar, no conseguía explicarse cómo había pasado por alto su presencia.
--Vuestra Excelencia. Qué inesperada...
El hombre se enderezó y atajó los preámbulos con un ademán. Sturbridge se sintió aliviada al ver que, en realidad, la chimenea no iba a desmoronarse a su alrededor.
--Dejémonos de formalidades por ahora, Aisling. Esto no forma parte del interrogatorio oficial. Himes, suelta ese lápiz, y Stephens... --Paseó la mirada con gesto ausente--. A ver si encuentras algún sitio en el que enchufar ese portátil y nos consigues un ejemplo de cuál es el estado de las finanzas de la capilla.
Stephens soltó un gruñido pero obedeció sin mirar de soslayo siquiera a Sturbridge. Ésta no tardó en escuchar el rítmico golpeteo sobre un teclado. Aunque no estaba segura de que le gustara cómo había sonado ese "el estado de las finanzas de la capilla". Volvió a concentrarse en Dorfman.
--Vuestra Excelencia, me...
--Hablo en serio, Aisling. Nada de formalidades. Quitémonos los guantes. Tengo que saber qué demonios está ocurriendo aquí y no me apetece enredarme en ningún tipo de jueguecito elaborado para descubrirlo. Vamos a dejarnos de chácharas, ¿comprendido?
--Lo entiendo, sir. Pero de veras...
--Peter.
--De acuerdo. Peter. --El trato formal le hizo torcer el gesto, pero continuó:-- Es que no esperaba verte aquí. Decían que estabas... de vacaciones. En Viena.
--Que había tenido que regresar a Viena, quieres decir. Tú sé sincera y yo te devolveré el favor. Pensabas que me habían arrastrado ante el Concilio, encadenado.
--¡No! Nada de eso. Lo que quería decir es...
--¡Maldita sea, Aisling! ¿Vas a hablar claro o no? No tengo ganas de andarme con rodeos. Hay gente, gente muy importante, que va por ahí soltando cosas como "asesinato", "negligencia" y "censura de Viena". Y no me hace gracia. Tampoco me hace ninguna gracia tener que dejar de lado un asunto muy importante para investigar qué demonios sucede en los Cinco Distritos. En estos momentos, estar en la ciudad no es lo que más me conviene. Pero aquí estoy, y que me aspen si me marcho antes de poder mirar a Meerlinda a los ojos y decirle que la situación aquí está controlada. Asunto resuelto. No volverá a pasar. ¿Me explico con claridad?
--Con toda claridad, Vuestra Emin... Peter --se corrigió, con torpeza.
--Bien. Así que pensabas que me habían llevado preso y que ya no volverías a saber de mí, ¿no es así?
--Acompáñame a mi sanctum. Allí podremos hablar con franqueza.
--Nada de eso. Si tienes algo que decirme, puedes decírmelo delante de mi equipo. No sé qué demonios os traéis tú y Stephens...
--¡Maldita sea, no tiene nada que ver con Stephens!
--Está bien --respondió Dorfman, precavido--. ¿Por qué no me explicas con qué tiene que ver?
--Me dejaste desamparada en Baltimore --repuso Sturbridge; la antigua inquina asomaba a la superficie--. Me ordenaste que asistiera a esa farsa de consejo de guerra de la Camarilla y luego ni te molestaste en aparecer. No tenía nada en lo que apoyarme. Vitel me masticó y luego me escupió. ¡¿Sabes lo que me dijo?!
Dorfman guardó silencio un largo rato, lo que no consiguió más que alimentar la ira de Sturbridge.
--¡¿Dime, lo sabes?!
--Apostaría a que dijo que yo había vendido Washington, DC, al Sabbat. Para ajustar cuentas con él. Qué cabrón. Nunca me cayó bien.
--¿Así que no te sorprendes? ¿Pensabas que iban a escuchar nada de lo que yo tuviera que decir después de que Vitel soltara aquella bomba? No. Pero a ti te daba igual, ¿verdad? Ya estabas a medio mundo de distancia, en una nueva misión.
--Mira, lamento que hayas tenido que pasar por eso, Aisling. Pero tienes razón. Sabía que no acudiría y tenía que enviar a alguien que no se pusiera nervioso y lo echara todo a perder cuando interviniera Vitel. Y ahora ya da igual. Vitel está muerto y tú...
--¡¿Que Vitel está muerto?! ¿Lo has matado? ¿Así, sin más? ¡Dios, es que sois increíbles! Alguien os critica y vosotros cogéis y...
--Te equivocas --la corrigió Dorfman--. Vitel murió a manos del arconte Bell. Se demostró que había traicionado a la Camarilla y que era un espía del Sabbat.
--¡Pero si era el príncipe de Washington, DC! Era... --Se interrumpió, insegura, repasando apresuradamente las telarañas de engaños e inferencias que emanaban de esa perturbadora premisa.
--Y ahora está muerto --dijo Dorfman, lacónico.
--¿Así que no tu viste nada que ver en la conquista de DC por parte del Sabbat?
--Ya había abandonado el país --contestó Dorfman, antes de cambiar de tema--. No me fío nada de los rumores. Tú, por ejemplo, no te creerías ni la mitad de las cosas que he escuchado sobre ti. --Estudió su rostro intensamente. Lo que encontró en él lo detuvo en seco--. O quizá sí. Aisling, ¿te encuentras bien? Si tienes cualquier problema, puedo ayudarte. Sabes que lo haré, sea lo que sea. Pero tengo que saber qué esta pasando aquí. Enseguida.
--No me creerías.
--Ponme a prueba.
--¿Alguna vez tienes... pesadillas?
Dorfman se rió de buena gana.
--¿Pesadillas? ¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con...? --Dejó de reírse--. Los Niños --dijo, despacio, con creciente seguridad.
El silencio se había apoderado de la estancia y ni siquiera el rugiente fuego de la chimenea conseguía eliminar la frialdad del ambiente. Sturbridge vio que tanto Stephens como Himes habían dejado de hacer lo que estuvieran haciendo y se habían vuelto hacia ella, con aprensión.
La mirada de Sturbridge se negaba a enfocarse. Observaba fijamente algún objeto imaginario en la distancia. Su voz, cuando habló, sonaba hueca y carente de emoción.
--¿Quién era Nina?
Stephens y Himes se mostraron desconcertados por esta incongruencia, pero Dorfman levantó la cabeza como si lo hubieran abofeteado. Indignado, contestó antes de poder contenerse.
--Eso no es de tu...
Se arrepintió al instante de haber pronunciado esas palabras, pero ya no podía desdecirse. Su arrebato pareció devolver en sí a Sturbridge.
--Era muy hermosa. Debías de quererla mucho.
Dorfman soltó un bufido, reprimiendo una contestación. Le volvió la espalda.
--No tengo tiempo para memeces. Stephens, Himes, ocuparos del interrogatorio de las novicias en el Gran Salón. Nos harán falta al menos ocho buenas candidatas para su traslado. Y si os cruzáis con un posible 451, tendré que verlo antes acostarme. Y Stephens, pásate por el refectorio. Tienes un aspecto lamentable.
Mientras Stephens pronunciaba cualquier objeción entre dientes, Himes suspiró y reordenó pacientemente la impresionante montaña de carpetas de papel de estraza dispersas. El dossier que más le importaba era el que coronaba la pila, en realidad, pero no tenía sentido llamar la atención sobre ese particular si Dorfman quería echar un vistazo a los archivos en su ausencia. Aunque no era probable. Pero Himes no había llegado donde estaba por ser un descuidado.
La carpeta pertenecía a una de las últimas víctimas del caos que había asolado esta cripta olvidada de la mano de Dios. El nombre mecanografiado en la etiqueta de esa carpeta era el de Francesca Lyon, y Himes encontraba su contenido bastante sospechoso. El subtexto del informe hablaba de preocupantes relaciones de la víctima con la regente Sturbridge y el propio Dorfman. De lo más curioso.
Se retiró a regañadientes. La interacción entre Sturbridge y Dorfman era merecedora de un posterior escrutinio. Himes tenía la sana costumbre de desconfiar de aquellos juegos en los que no pudiera ver cómo se distribuían las cartas.
En cuanto la puerta se hubo cerrado tras los dos inquisidores, Dorfman se volvió hacia Sturbridge.
--Mira, Aisling, no sé qué te propones ahora, pero vamos a dejar una cosa bien clara: no me gusta. Las cosas ya están suficientemente complicadas para ti sin necesidad de remover nada más. Maldita sea, intento ayudarte. Y tú vas y me vienes con esta gilipollez.
Pero Sturbridge no estaba dispuesta a ceder. Sin levantar la vista, dijo:
--Todavía te echa muchísimo de menos.
Dorfman rezongó y alzó las manos, exasperado.
--¡Dios, no sé para qué me molesto en venir a ayudarte! No tenía por qué estar aquí, sabes. Podría haber dejado que se ocuparan Himes y Stephens de esta operación. Pero me dije, no, cómo va a haber dejado Sturbridge que las cosas se vayan a la mierda de este modo. Seguro que hay alguna explicación... estará herida, o... diablos, si hasta llegué pensar que estarías muerta. Así que me lo tomo como algo personal, lo dejo todo de lado, cojo el primer avión desde Viena. Y mira con qué me encuentro. La regente más joven y capacitada que he visto en docenas de generaciones balbuciendo chorradas de pitonisa trasnochada. Mira, ¿por qué no nos dejamos de sandeces y me dices sin más qué demonios está ocurriendo aquí, vale?
--No son chorradas, Peter. Está aquí, ahora. Dentro de mí. No puedo explicarlo; es algo que me hicieron. Yo soy la víctima. --Sturbridge se rió, nerviosa--. Demonios, supongo que todos somos víctimas. Están en mi interior, todos ellos. Todas nuestras brutalidades indiferentes, nuestros humillantes fracasos, nuestros reproches latentes. Y ella también, Nina. No quiero hacerte daño, Peter. Pero tienes que creerme. Hasta Helena piensa que me he vuelto loca.
--Ya tenemos su declaración --musitó Dorfman--. Helena ha firmado su sentencia de muerte al intentar protegerte. ¿Sabes lo que ha estado haciendo? Ha...
--Falsificado los partes a Viena. Es una buena segunda de a bordo. Algún día será una regente cojonuda. No se lo pongas más difícil.
--¿Qué quieres que haga, Aisling? Tengo que llegar al fondo de lo que sea que ocurre aquí y, en estos momentos, tú eres la principal sospechosa. Y lo único que sabes decirme son un montón de paparruchas sobre pesadillas, víctimas y reproches. Mira, sabes una cosa, alguien se está buscando una enorme pira funeraria gracias a las quejas sobre este asunto. Y no soy yo.
--Adelante. Ve y quémame en la estaca si eso es lo que quieres. Se acabaron las preocupaciones con la Capilla de los Cinco Distritos. En casa te recibirán como a un héroe. Todo el mundo contento. Pero deja en paz a mis chicas.
--Bueno, ése es el Plan B --dijo Dorfman, con voz gélida--. Estoy intentando organizar un Plan A decente improvisado y, la verdad, no me estás ayudando. Maldita sea, qué incordio puedes llegar a ser. Me sorprende que hayas conseguido sobrevivir siquiera una década con tu extraordinario talento para no ver quién está de tu parte. Intento ofrecerte una oportunidad, así que ¿por qué no me echas una mano?
Sturbridge guardó silencio durante largo rato. Cuando habló al fin, su voz poseía un tono espeluznante, distante.
--Una joven está llorando --continuó Sturbridge, como si no hubiera estado escuchando--. Sus ojos son como almendras, dos almendras sin parangón. Su piel... ya no puedo distinguir la complexión de su piel. Lleva demasiado tiempo debajo del agua. Pero debe de haber sido hermosa. Se conduce como si alguna vez hubiera sido hermosa.
--¡Cállate! --gritó Dorfman, con la cara a escasos centímetros de la de ella--. No sé qué te propones, pero si por un instante has pensado que podías utilizar el nombre de mi... que podrías echarme en cara... ¡que podrías amenazarme!... te equivocas de medio a medio. Y vas a pagar cara tu presunción.
Sturbridge continuó recitando como si no le oyera, como si no pudiera sentir la calidez de su aliento en el rostro.
--Sostiene una bufanda en la mano. De seda, tal vez. ¡Y roja! Tan roja como las lágrimas. Tiene un nudo en el centro. Y algo brillante. Algo que reluce, anudado en la seda...
Dorfman la agarró de los hombros y la zarandeó.
--¡Basta! --Sus uñas se clavaron cruelmente en la concavidad entre los huesos.
--¡Es un anillo! --susurró Sturbridge, sorprendida y maravillada--. Pero ¿por qué me sujeta con tanta fuerza? Me cierra los dedos en torno a ella y se aleja. No. Nina, por favor. ¡Vuelve! --Dorfman sintió un escalofrío de horror al escuchar sus propias palabras de antaño reproducidas con la voz de Sturbridge. Las había pronunciado precisamente con la misma inflexión, con la misma desesperación--. Se va corriendo. Sollozando. Hay otro destello metálico. --Su voz aumentó de volumen como si sus palabras tuvieran que cubrir un vasto abismo de años y distancia.
Se escuchó un estruendo atronador. Dorfman se miró estúpidamente el dorso de la mano izquierda. Allí había una mancha de sangre, en el nudillo. Justo por encima de la franja de carne pálida en torno a la base de su dedo anular... una señal que ni siquiera el paso de las décadas había conseguido borrar.
Sturbridge se llevó la mano a la boca y la retiró teñida de rojo. Se estremeció cuando el cálido reguero de savia vital la devolvió en sí. Con gesto ausente, la punta de su lengua rosada se asomó para reclamar la vitae perdida.
Dorfman no podía mirarla.
--Lo siento --dijo, reprimiendo un sollozo--. Lo siento mucho.
Sturbridge no tenía ninguna seguridad de que aquellas palabras estuvieran dirigidas a ella.