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Cuentos de viejas
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Cordelia dobló la esquina del Edificio de Ciencias y entró en el patio. Sentía el embriagador torrente de la sangre borbotando en los oídos. Se sentía viva. Más viva de lo que se había sentido en años. Más viva de lo que le correspondía sentirse.
Todo su cuerpo palpitaba al compás de una especie de sordo pulso eléctrico. Tenía que moverse... ¡tenía que seguir moviéndose! Correr, pisar los charcos. Lo que fuera con tal de darle rienda suelta. Si se quedaba quieta, si intentaba contenerlo, sabía que el poder que corría por sus venas se volvería contra ella. La retorcería, le doblaría los dedos, le partiría la espalda. De modo que corrió, abandonándose a la extática comunión con la noche.
La lluvia salpicaba el terreno despejado entre los pesados edificios académicos, pero Cordelia era ajena a la constante llovizna. Si acaso, constituía un agradable contrapunto al plomo fundido que le abrasaba las venas. Se detuvo patinando sobre el resbaladizo empedrado y se quitó la capucha con una mano. Echó la cabeza hacia atrás y se regocijó en la caricia de las gotas heladas que le bañaron el rostro, el frío discurrir de la lluvia por su cuello y su espalda.
Los largos mechones de cabello aceitoso se aplastaron sobre los hombros y la espalda de su ridículo poncho manchado de barro. Zangoloteó la cabeza, sintiendo las húmedas bofetadas de su melena contra el modesto chubasquero de vinilo. Le apetecía cantar, o gritar, o llorar, o reír. Daba igual qué. Cordelia ofreció su garganta a la luna y el sonido que escapó de ella fue más animal que humano.
Y en todo momento, la sangre robada bullía en su interior, convirtiendo incluso las sensaciones más mundanas --el crujido del plástico empapado al contacto con la piel, el olor del cabello mojado-- en algo etéreo.
Era mejor de lo que se había atrevido a esperar. Ahora conocía el motivo que justificaba todas las historias de miedo, las ominosas advertencias, las amenazas directas. Esto lo explicaba todo. Lo que se suponía que eran... los depredadores definitivos. Y ahora que había saboreado lo que eso significaba, no volvería a alimentarse nunca más del simple ganado humano.
¿Cómo podría retroceder? ¡Sentir la sangre de un congénere en su interior! Sentir la mismísima vida del desconocido dentro de ella... despertaba sensaciones que creía perdidas hacía tiempo. Mucho tiempo.
No era sólo la cálida descarga de la vitae que fluía por sus venas, que imbuía su cuerpo de poder y oscura majestad. Era una amalgama embriagadora de todos los pensamientos, recuerdos y sentimientos del otro. Todo, devorado por completo.
Cordelia pensó que, si consiguiera pararse por un momento, podría --ahora mismo-- alargar la mano y tocar esos recuerdos. Contemplarlos en su mente como si de cuentas de vidrio multicolores se tratasen. Artefactos surgidos de las arenas del tiempo y la memoria. Se imaginó componiéndolos igual que un rompecabezas, reuniendo minuciosamente algunos fragmentos de la vida que había arrebatado tan inesperada y brutalmente.
La mera idea de que el otro siguiera dentro de ella, atrapado en su interior, sentenciado a aguardar el capricho de Cordelia, a subsistir con las racionadas migajas de atención que ella pudiera prodigarle o negarle a su antojo... era sublime.
Volvería a hacerlo. Oh sí. Sin pensárselo dos veces. Quizá mañana por la noche. Y la noche siguiente...
La vista de Millbank Hall la detuvo en seco. El edificio administrativo era el punto de acceso más público a la subterránea Capilla de los Cinco Distritos, el hogar de Cordelia desde hacia ocho años.
Había pasado cada uno de esos años a la sombra de lo que sus hermanas llamaban la Ocupación Sabbat. Más cuentos de viejas para mantener a raya a las novicias. Rara vez recibían permiso Cordelia o sus hermanas para aventurarse a solas en la feroz ciudad. Allí habitaban monstruos y hombres del saco que acechaban en las sombras de los callejones, monstruos que cazaban novicias para divertirse, o para arrebatarles la sangre.
Sí, pensó Cordelia. La sangre. Ahora me doy cuenta.
Esta noche, Cordelia no le había pedido permiso a nadie para salir. La casa capitular era un caos. Todo el mundo correteaba de acá para allá como pollos sin cabeza. Según se comentaba en el domicilium de las novicias, habían llegado unos rimbombantes basureros de Viena para recoger toda la porquería de la casa. Y para barrer el suelo con la regente Sturbridge y todo el que se pusiera en su camino.
Que les dieran. Cordelia no pensaba cruzarse en su camino. Lo mejor, pensaba, era quitarse de en medio. Dejar que pasara la tormenta. Y cualquier cosa sería mejor que pasarse el día sentada en el gallinero, temblando de miedo con las demás cluecas de túnica negra.
De modo que se había propuesto salir y emborracharse, emborracharse hasta ponerse ciega. Todavía podía hacerlo, si se aplicaba, aunque fuera de forma indirecta. El alcohol le perforaba el estómago literalmente últimamente... desde el Abrazo. Los escasos experimentos realizados a este respecto habían sido desastrosos.
Pero aún podía pillarse una buena cogorza de segunda mano. Podía recorrer los bares a la hora del cierre y seleccionar como objetivos a aquellos que estuvieran demasiado cargados para llegar a casa sin ayuda. Y asegurarse de que no recibieran esa ayuda.
Así que esa noche había salido de caza. Pensaba matar a uno --quizá a más de uno-- y dejarlo seco. Su plan no ambicionaba más. No tenía intención de acercarse a la fruta prohibida, mucho menos saborearla. En serio. Eso fue pura casualidad.
Qué fácil había sido. Eso era lo que más la sorprendía. La hora del cierre la había cogido en Antoine's, entre Broadway y la 117ª. El lugar aspiraba descaradamente a ser un bar recreativo sin llegar a conseguirlo. Su emplazamiento y la clientela de Manhattan no contribuían a satisfacer sus aspiraciones plebeyas.
Había permanecido sentada durante un rato, observando a la gente, y ya había divisado tres o cuatro posibles contendientes, tipos a los que el camarero tendría que haber echado hacía tiempo. Se propuso no encariñarse con ninguno de ellos.
Actuaba in loco fortunae, a la espera de que el voluble dedo del destino le indicara el camino. No sería justo tomar una decisión basándose en preferencias personales. No pensaba elegir a su víctima según cuál le pareciera más atractiva. Rara vez le hacía falta recordarse que no había salido a la caza de un ligue, pero las viejas costumbres nunca mueren. Tampoco sustentaría su elección en función de cuál le pareciera el más beligerante. Por tentador que fuera asumir el papel de autoproclamado ángel vengador, no era ése el lugar que le correspondía.
No, sería paciente y pragmática. El objetivo ideal era aquel que coincidía con su estrategia, sin saberlo, pero por voluntad propia. Tenía una fórmula sencilla que había diseñado a propósito, una prueba que comenzaba en cuanto el camarero anunciaba, "¡Ya no se sirven más bebidas!".
Era de lo más simple. Casi todos los borregos aprovechaban ese anuncio para pedir otra ronda. Su objetivo, en cambio, era el que se apartaba del mostrador y se marchaba en ese momento.
Para empezar, eso solía significar que se iba solo. Además, la pronta partida le facilitaba el dar al objetivo una ventaja de un minuto. No lo hacía por ningún caballeresco sentido de la deportividad, sino porque era preferible tomar precauciones a que alguien te viera siguiéndolo. Rara vez podía suponer un problema para los de su especie ningún testigo mortal casual, pero no sería descabellado.
En este caso, su precaución cosechó un inesperado golpe de suerte. Ante sus ojos, una sombra próxima a la puerta cobró vida y siguió a su objetivo a la calle.
Aunque se sentía intrigada, se obligó a contar los segundos y dar a la pareja una cómoda ventaja. Que estuvieran desprevenidos. Sabía que no le resultaría difícil dar con ellos. Nunca lo era. Ya había percibido la cadencia de las pesadas y vacilantes pisadas del objetivo. Sus aguzados sentidos de depredadora la encontrarían de nuevo en las calles casi desiertas.
Ahora, sin embargo, no le interesaba tanto su objetivo como el perseguidor del mismo. Le había bastado un vistazo, en el breve instante que tardó en perderse en la noche, para saber que era uno de su especie. No era sólo la complexión pálida, el tenue tufo a sepulcro que señalaba su estela, la velocidad inhumana de sus movimientos. Todo esto formaba parte de ello, desde luego, pero sólo parte. Había una docena de pequeñas pistas significativas que se sumaban para conferirle el aura de quien ya no se cuenta entre los vivos.
Cordelia era toda una experta interpretando estas auras holísticas a partir de la impresión más fugaz. No era ninguna Sherlock Holmes que supiera seguir laberínticos hilos deductivos a partir de una migaja de evidencia. A veces le costaba incluso reconstruir los detalles específicos que la habían llevado a emitir sus valoraciones instantáneas. Pero había aprendido a confiar en su instinto y a pasar de los juicios.
Seguía sin saber exactamente lo que estaba a punto de hacer cuando les dio alcance en un callejón, a menos de dos manzanas de Antoine's. Los pasos habían pasado de un zigzagueo borracho a una zancada más rápida, aprensiva, antes de romper a correr un instante antes de enmudecer por completo. Al final, no fue el sonido de las pisadas, sino un gemido de éxtasis lo que la había conducido hasta el callejón.
Encontró a la pareja enlazada como dos jóvenes amantes. El objetivo yacía pesadamente contra la pared, con los hombros y un pie apoyados en los ladrillos. La rodilla doblada estaba atrapada entre los muslos de su perseguidor, que cargaba el peso del cuerpo sobre él. Los dos se contoneaban despacio, cíclicamente, al compás de los borbotones de sangre que discurrían entre ambos. La oscura cabeza del perseguidor estaba enterrada en el hueco de la garganta del objetivo y costaba distinguir cuál era la fuente de los sofocados gemidos. La antinatural percepción de Cordelia le dijo que el sonido procedía de alguna forma de ambos... que, en ese momento, los dos eran poco más que un único ser fusionado. Un ser muy vulnerable.
Mientras observaba, se apoderó de ella una sensación. Quiso ignorarla, someterla antes de que pudiera distraerla de lo que tenía que hacer. Pero ya era demasiado tarde. Había reconocido la emoción que se agolpaba en su interior. Era envidia.
No podía atacar ahora. No mientras la motivación fuera personal. No lo haría. No era ninguna asesina, se dijo y se repitió... como si la repetición pudiera engendrar convicción. No era ninguna asesina. Ella no mataba por ira, ni venganza, ni envidia, ni siquiera por placer. Si se permitía el lujo de matar en su propio provecho, ¿dónde se detendría?
Sigilosamente, salió del callejón. El trayecto duró exactamente tres pasos y toda una vida pero, para cuando hubo llegado a la calle, volvía a ser dueña de sí. La desapasionada agente del destino y nada más. Y si, esta noche, el destino había decretado dos muertes en vez de una, ¿quién era ella para contradecirlo?
Habría sido mucho más difícil si lo hubiera reconocido, pensó mientras soltaba un listón de la plataforma que descansaba contra la boca del callejón. Si hubiera sido alguien conocido o, peor aún, alguien de la capilla. No sabía si habría podido reunir la indiferencia suficiente para hacer lo correcto, sin convertirse en una asesina, en un monstruo.
Entrecerró los ojos ante el sonido que produjo la larga asta de madera al soltarse. Miró inquieta en dirección a la pareja del callejón, pero el ruido no había conseguido entrometerse en su ardor. Mantuvo la cabeza gacha mientras se acercaba, con los ojos clavados en el trozo de suelo que tenía ante sus pies. Por fin, cuando ya no pudo ignorar su acoplamiento por más tiempo, atacó.
La improvisada estaca alcanzó su objetivo, ensartando a la desprevenida criatura de ocho patas. Cordelia cargó todo el peso sobre ella, sintió cómo se astillaba la madera al tocar el ladrillo, y retorció. Dos voces se alzaron en un solo grito, antes de ahogarse y enmudecer.
Fue el embriagador aroma de la sangre lo que devolvió en sí a Cordelia. Tenía las manos empapadas de vitae cálida y pegajosa. Su fragancia le embotada la cabeza y la hizo tambalear. Se llevó un dedo a la boca, antes de comenzar a lamerse ambas manos con ansia, del derecho y del revés, chupándose los dedos. Intentando meterse las dos manos en la boca al mismo tiempo. Cualquier cosa con tal de no desperdiciar ni una sola gota.
Cuando la sombra del apetito animal se hubo retirado al fin de sus sentidos, se encontró temblando tumbada sobre los cadáveres exangües. Una energía incontenible le sacudía todo el cuerpo. Tenía que moverse, tenía que correr, tenía que dar rienda suelta a la potente vitae que la propulsaba. Antes de que la consumiera.