_____ 7 _____

La balanza de Anubis

`

--La última vez que estuviste aquí --dijo por encima del hombro el Guardián de los Muertos con cabeza de chacal--, me fue imposible conseguir que te estuvieras quieta. ¿Te acuerdas? Mi pajarito bobo. Pero ahora, ahora te contienes. Me pregunto por qué. ¿No será que me tienes miedo?

Antígona se crispó.

--No estoy asustada --dijo, en voz baja.

El chacal no la contradijo.

--Entonces, el problema es qué hacemos contigo, pequeña. --La antorcha del chacal se había consumido hacía tiempo. Su viaje por los fríos pasadizos subterráneos parecía no tener fin. Abría la marcha sosteniendo el vaso canopio ante él a modo de linterna. Una difusa luz rojiza emanaba del vaso. No era tanto que iluminara el camino como que pusiera de relieve las sombras que los rodeaban. Con cuidado, Antígona sorteaba las tinieblas resaltadas, temiendo dar un paso en falso en la oscuridad.

Frente a ella, Anubis había llegado a una vasta cámara, una sala de audiencias formal. La tenue luz roja refulgió en el oro bruñido al capturar la balanza que ocupaba el centro de la estancia. El delicado ingenio era tan alto como ella. Un juzgado, pensó. La idea no la reconfortó.

Pendía sobre el tribunal un silencio inquietante. Los únicos sonidos que se escuchaban parecían arañazos, como de ratas en las paredes. El lento pero inexorable roer de las fuerzas de la degradación y la corrupción.

--Ya hemos llegado --dijo su guía, con evidente entusiasmo--. Ponte cómoda, por favor. Será un momento.

Antígona se demoró en la entrada. Se esforzó por distinguir los reveladores sonidos del interior. El rascar de un estilo procedente del extremo más alejado de la sala podría señalar la presencia de un escribano oculto que tomara nota de los actos. El persistente repiqueteo de unas garras contra la piedra sin duda indicaba el inquieto deambular de alguna bestia enorme a lo largo de la pared de enfrente. Nada delataba, no obstante, si esperaba a ser juzgada o si ella era la sentencia de otro.

--Muy considerado por tu parte --llamó Antígona--. Pero no quisiera que te tomaras ninguna molestia por mí. Te agradecería que me indicaras el camino de vuelta. Luego me largo. Por nada en el mundo desearía ocasionarte más molestias.

Su anfitrión se acercó a la balanza del centro de la sala y comenzó a ajustar el mecanismo.

--Para nada. Es un placer tenerte de nuevo entre nosotros. Aunque has puesto el dedo en la llaga, tesoro. No te tomaste la molestia de planificar tu regreso con antelación. Ahora tendrás que negociar en, digamos, cierta inferioridad de condiciones.

--Pero si esto es del todo inusitado --tartamudeó Antígona--. O sea, las otras veces, nunca tuve que preocuparme de regresar. No había ningún sitio del que regresar. Simplemente me despertaba, en la cama, escuchando las crédulas monsergas que musitaba el médico de turno. Nunca vi nada de... esto. ¿Qué es este sitio?

Anubis sonrió sin apartarse de su tarea.

--Mira a tu alrededor, pequeña. No es la primera vez que vienes aquí. Conoces este lugar tanto como a mí. Eso es bastante. Y nosotros también te conocemos a ti. A ti y tu espectáculo de equilibrismo, tu jueguecito de las cornisas. ¿De veras pensabas que ibas a eludirnos indefinidamente?

Antígona frunció el ceño y retrocedió un paso hacia el pasadizo.

--No lo entiendo. A ti te conozco. Pero éste no es tu sitio. Éste es mi rito. La danza del precipicio. Es algo personal, privado, íntimo. Y tú no formas parte de él... nunca lo has hecho. No deberías estar aquí.

--Ah, pero mira, lo cierto es que aquí estoy.

Antígona meneó la cabeza, obstinada.

--No, esto es un error. Tú eres el producto de una época diferente de mi vida, de una dinastía posterior. Pero si ni siquiera supe de tu existencia hasta aprender las costumbres de la Pirámide.

--¿Ése es el problema? --El chacal fijó su atención en la otra cara de los platillos--. No se pueden olvidar las costumbres, pequeña. Eso lo sabes. Estoy contigo ahora y lo estaré siempre. Selah.

--El rito no puede cambiar --insistió Antígona--. Es mío. Yo lo creé. Sólo yo puedo alterarlo. Y no lo he alterado. No ha cambiado nada... la muda de la antigua piel, la adopción de un nuevo nombre...

Anubis se apartó y examinó su trabajo con ojo crítico.

--Silencio, pequeña. Tienes razón; el rito no ha cambiado. Donde te confundes es al pensar que se originó contigo. Es más antiguo que tú, mucho más. Es tan antiguo como la magia de las pirámides, como el tránsito de una vida a la siguiente. ¿De veras creías que tú eras la primera? ¿Que nadie había probado antes el juego letal de los cuchillos, las hierbas y las cornisas? ¿Que nadie había coqueteado con la autoaniquilación para luego apartarse bailando del borde del abismo? Claro que la parafernalia ceremonial ha cambiado... ahora tenéis a vuestra disposición pistolas, pastillas y gas. Pero el juego sigue siendo básicamente el mismo, ¿no es así?

Antígona se enfrentó a su sonrisa socarrona.

--No, en ningún momento quería decir eso. Ya sé que ha habido otros que han... que se han quitado la vida. Yo me refería a mi rito, mi rito personal. Ya me ha ayudado a salir antes de ésta. Tiene que funcionar. No puedo estar...

--¿Muerta sin más? ¿Acaso es eso algo tan terrible? ¡Vamos, mírate! Pero si estás temblando, pequeña. Acércate.

Ya había dado un paso en dirección al acogedor abrigo de la voz del chacal cuando se dio cuenta y se detuvo en seco.

--No --insistió--. Hay una salida. Siempre la hay. El truco no termina hasta que vuelven a recomponerme. Hasta que despierto y veo a los médicos cargándome de elixires polisílabos y envolviéndome en inmaculados vendajes de color blanco...

Anubis soltó una risita gutural.

--Ésa, pajarillo, es la magia más antigua de todas. ¿No reconoces la parafernalia que te rodea? No importa. Lo único que debe preocuparte es que el rito me fue concedido hace mucho tiempo. Y tú tienes que hacer lo mismo... confíate a mí. Basta. Ahora, no te muevas. La pirámide es una parte integral. Has pronunciado juramentos poderosos, juramentos de sangre. Ya no puedes hacer el truco de pasar de una vida a la siguiente sin pasar por la pirámide y seguir sus reglas. Quizá nunca pudiste. Pero ésa es otra cuestión. Estamos unidos, tú y yo. Será mejor que empieces a acostumbrarte.

--Pero es que es eso. Ya no formo parte de la Pirámide. Me han expulsado, soy una renegada, una paria...

--¿Un chacal? --interrumpió Anubis, con su sempiterna y deslumbrante sonrisa. No era del todo burlona; era más bien sabedora. Como si conociera los pensamientos de Antígona de antemano, antes de que ella pudiera expresarlos con palabras. Aunque quizá todos los pensamientos que hubieran de ser expresados se hubieran pronunciado ya en este sitio. Todos los pensamientos que pudieran ser expresados, tal vez. Esa sonrisa contrariaba a Antígona. No dejaba de imaginarse un boquete del tamaño de su puño en medio de aquella resplandeciente hilera de dientes--. Siempre estás corriendo de un lado para otro --prosiguió, antes de que ella pudiera responder a la última acusación--. Ése es el único propósito que define tu existencia. Da vértigo mirarte.

Antígona se revolvió incómoda frente a esta denuncia, pero se recompuso y se obligó a mantener el cuerpo rígido. A conservar su posición exacta.

--No estaba hablando de eso y lo sabes. Me refería a lo idiota que es insistir en someterme a las tradiciones de mi gente cuando ésta me ha vuelto la espalda. Me han apartado de esa tradición de manera tajante. Si me encuentran, arderé.

El Chacal hizo un gesto de indiferencia.

--Huyes de la vida, huyes de la muerte y ahora, al parecer, tienes que huir incluso de tus semejantes. ¿Por qué no puedes quedarte quieta? Es como si hubiera una especie de vacío enorme en el mundo y tú tuvieras que rellenarlo... con palabras, con aspavientos. Si insistes en desperdiciar el poco tiempo que te queda, te sugeriría que al menos aplicaras tus esfuerzos con un poco más de estrategia. Por ejemplo, podrías negociar tu liberación. Muchos lo hacen. Lo cierto es que éste sería el momento idóneo para hacerlo. Cuando empiece el juicio, no tendremos ocasión de intercambiar galanterías.

Estas palabras proyectaron un escalofrío de aprensión que recorrió la columna de Antígona. No le entusiasmaba enfrentarse a la prueba de la balanza del dios Chacal.

--¿Negociar? ¿Qué tengo yo que pudiera interesarte? --preguntó, circunspecta.

--Ésa es la primera pregunta sensata que me haces desde que llegaste. Los suicidas andan siempre absortos en sí mismos. Te sorprendería los pocos que se molestan en plantear una cuestión tan pertinente. ¿Qué tienes que pudiera interesarme? Veamos. Tu corazón ya es mío. --Posó el vaso canopio a un lado de la balanza. Los platillos se inclinaron visiblemente y el dios Chacal frunció el ceño.

--¿Qué pasa? --quiso saber Antígona, ansiosa. ¿Qué quiere decir con que mi corazón es suyo?

Anubis meneó la cabeza, compungido.

--No te ocultaré el hecho de que no soy optimista. Me temo que tu corazón pesa demasiado. A lo mejor has elegido un mal momento para morir.

--¡¿Un mal momento?! ¿Es que hay un buen momento para morir?

Cuando habló el chacal, ya no se dirigía a ella, sino que arrullaba la diminuta vasija de barro.

--Desde luego, niña. Es bueno morir cuando no pesa ninguna carga sobre el corazón. Es imprescindible que el Peso del Corazón iguale al de la pluma de Ma'at... lo que tú llamarías la Verdad. Me temo que has vuelto a nosotros demasiado tarde. Tu corazón está lleno de discordia y vacilación. Has olvidado cómo se hace ese antiguo truco, pequeña... el juego de la muerte y los nombres. De niña lo sabías. Cuando eras mortal, lo sabías. ¿Ahora? Ahora te pesan los años. Mejor así. Irás a parar al Devorador y la vida comenzará de nuevo.

Se oyó un ávido chirriar de dientes procedente de la bestia que deambulaba por la esquina ensombrecida de la Sala del Juicio. Antígona sintió, más que vio, cómo se aproximaba el inmenso corpachón. Atisbó únicamente su blasfemo perfil, una especie de cruce entre un león, un hipopótamo y un cocodrilo, los tres animales más temibles que habitaban a orillas del Nilo.

--¿De qué estás hablando? --Antígona se acercó a los platillos, alejándose de la bestia agazapada--. No voy a ir a parar a ningún Devorador. Me voy a casa. Dime lo que quieres de mí, lo que tengo que hacer para volver a casa.

Anubis rodeó la balanza. Al llegar al extremo más alejado, se volvió hacia las sombras y recogió una pluma negra de un plato llano de cobre batido. Antígona no lograba imaginarse cómo había llegado allí. Tuvo la fugaz impresión de que la había depositado en su mano una mujer de muñecas descubiertas tan pálidas que parecían etéreas. No sabía cómo conseguían soportar el peso del tosco plato de cobre.

Cuando el grial se hubo retirado de nuevo, Antígona escrutó las sombras en un intento por divisar a su enigmática portadora. Antes de que desapareciera el recipiente, le pareció ver una aparición de negra melena. La mujer pálida era toda ángulos rectos: los hombros, los codos, la nariz, el mentón, todo afilado como una navaja. Su túnica ceremonial asemejaba un mosaico de diamantes alternados, oscuros como una tumba y blancos como un sepulcro, un magus arlequín.

--Te encuentras ante el fulcro, el quid de la cuestión. --La voz del Chacal se inmiscuyó en los pensamientos de Antígona--. Sólo hay dos formas de salir de aquí. La primera pasa por el Devorador. Ese camino no te llevará a casa, pero al menos te liberarás de la Rota, la Gran Rueda. A menudo basta con eso. En cuanto a la segunda manera, bueno, me parece que no hace falta que nos preocupemos de la segunda.

Sin más preámbulos, posó la pluma en el platillo opuesto. La balanza permaneció inmóvil.

El chacal levantó sus zarpas de ébano, en ademán apenado.

--Lo que me temía.

--A ver, un momento. ¿Ésa es tu prueba? ¡Esa puñetera jarra pesa más que la pluma! ¿Cómo se va a equilibrar la balanza? --Se acercó a los platillos, furibunda.

--Te garantizo que mis medidas eran exactas. Y tenían en cuenta el peso del recipiente. Aquí soy tu patrón, Antígona. Tu abogado. Pero la balanza no engaña. Todos debemos acatar su veredicto.

Antígona lo fulminó con la mirada. Se escuchó algo enorme que avanzaba arrastrándose por el suelo de piedra. No se atrevió a mirar en la dirección del sonido.

--De acuerdo, ¿quieres comparar el peso de mi corazón con el de la Verdad? Pues comparémoslo. Pero que sea con el de mi verdad, no con la de cualquier civilización rancia barrida de la faz de la tierra milenios antes de que yo naciera. ¿Qué clase de prueba es ésa?

Tenía la mano convertida en un puño dentro del bolsillo de su hábito. Sacó la afilada navaja de barbero y la abrió, blandiéndola contra su autoproclamado juez.

Éste no hizo ademán de defenderse, sino que se limitó a mostrarse ligeramente decepcionado por la actuación de Antígona.

--La Navaja de Occam --dijo ella, soltándola con desdén en la balanza, sumando su peso al de la pluma.

Los platillos se movieron visiblemente.

--¿Qué tal si añadimos la Lámpara de Diógenes? ¿O un volumen del De Ventas de Aquinas? Eso sí que iba a inclinar la balanza a mi favor; pesa lo suyo.

El chacal permaneció impasible ante su arrebato.

--Te comportas como si fueran intercambiables, pequeña --dijo. Sonrió.

--Maldita sea, quiero que me juzguen mis semejantes, según los estándares de mi gente y mi cultura. No los de una vieja, mohosa y medio olvidada...

--Cuidado, tesoro. En mi casa, no se puede desdecir lo dicho. Y los nombres, una vez pronunciados, no pueden revocarse.

Antígona rabiaba en silencio, abochornada por su ímpetu, aunque seguía sin estar dispuesta a dar el brazo a torcer.

--Aunque visto que has decido respetar mi solicitud --continuó Anubis, sin alterarse--, te concederé la tuya. ¿Estás segura de que quieres ser juzgada según los estándares de tu gente? ¿De tu Pirámide?

Al escuchar la palabra "pirámide", Antígona levantó la cabeza de golpe. Sentía cómo se apretaba el nudo de la soga, pero otro juicio --cualquier otro juicio-- tenía que ser preferible a la alternativa.

--Creo que correré el riesgo con los de mi especie.

--Sea --entonó el Chacal--. Aplazaré el juicio de este tribunal. Tendrás ocasión de reunirte con los tuyos. Veremos qué sentencia emiten sobre ti. Pero has de saber una cosa. Este aplazamiento es temporal... el parpadeo de un ojo en el día del juicio final. La próxima vez que nos veamos, te enfrentarás a la sentencia que emita este tribunal. ¿Comprendido?

Antígona no pudo por menos de asentir.

--Gracias. El Señor de los Muertos es justo.

--Otra cosa, pequeña. No creas que podrás escapar de mí. Volverás, antes o después. Y es más, volverás por tu propia voluntad. Te conozco. Puede que mejor de lo que te conoces tú misma. No puedes resistirte al juego de las cornisas. Es la única forma que tienes de asegurarte de que sigues "con vida", de que sigues siendo vital. En el gran conjunto de las cosas, no eres más que un pajarillo. Nada más. Y los pájaros no pueden resistirse a posarse al filo de las cornisas y los acantilados.

Antígona quiso interrumpirlo, pero él se anticipó y levantó un dedo.

--Mientras tanto, regresa al juicio y la censura de los tuyos. No te envidio, pero la elección es tuya. Ahora, vuela a casa, pequeña.

Vuela a casa.

`

* * *

`

Al pie del Empire State Building, David Foucault, del Noticiario del Canal 11, derramó el café, lo escupió ya punto estuvo de atragantarse.

--¡Dios! Mira eso. ¡Jack, coge la maldita cámara! --Se enjugó el reguero de café que le ensuciaba toda la pechera. Se inclinó de espaldas, como hiciera instantes antes para apurar hasta la última gota de café templado, con el cuello estirado en dirección al mirador.

--¿Dónde? --inquirió Jack. No era la primera vez que Foucault le gastaba una broma.

David apuntó furioso hacia el cielo, señalando la diminuta pero inconfundible silueta recortada contra el disco de la luna.

--¡Me cago en la puta! ¿Cómo se ha subido ahí ese idiota? --Jack buscó la cámara. De un solo movimiento, quitó la tapa de la lente y comprobó el carrete. El zoom comenzó a funcionar aun antes de afianzarse la correa en el hombro.

--Que me registren. El hueco de la escalera está enterrado por los escombros y ya has visto los restos de ese ascensor. ¿Lo tienes? --Foucault miró en rededor, nervioso. La descarga de adrenalina inicial del descubrimiento comenzaba a dar paso a una sutil aprensión. No era lento, y la inevitable cuestión del punto de impacto y una comprensible preocupación por su seguridad pugnaban por salir a flote.

--Todavía no tengo un carajo --masculló Jack, asomado al visor, parpadeando para librarse de la impresión retinal con forma de luna--. ¿Lo sigues?

--¡Escucha! --El susurro de Foucault fue seco, imperioso. Un lento silbido aumentaba de intensidad sobre sus cabezas--. Mierda. --Corrió para rodear la furgoneta, en dirección al refugio de los edificios de la otra acera. Jack se mantuvo firme otro momento. Dos. Tres. Luego salió en pos de la retahíla de obscenidades de su compañero.

--Vale, ya voy. --Se agachó, doblándose casi por la mitad, protegiendo la cámara bajo el pecho. Como si prefiriera recibir el golpe en la cabeza antes que estropear el carrete. Se preparó para recibir el inminente impacto.

Nada.

--Qué cabrón, muy gracioso. --Al llegar al bunker de Foucault, el zaguán de un comercio al otro lado de la calle, Jack propinó un puñetazo en el hombro a su socio.

--¿Qué demonios? --Foucault salió de su refugio y escrutó el cielo como si buscara un anticipado chaparrón que no había llegado a materializarse.

Una súbita brisa le revolvió la rala cortinilla repeinada, pero el único rasgo que pudo distinguir en el inescrutable semblante del firmamento fue el perfil de una solitaria ave nocturna que remontaba un largo picado. Batiendo las alas para ganar altura. Un lastimero chillido estridente, y desapareció.