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Sacar la tesela
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--Esto es una tontería --protestó Johanus, abriéndose paso en medio de la multitud--. Si vas a acompañarme hasta la capilla, lo mismo puedes entrar y buscar a tu amigo tú sola.
--Disculpe --dijo Antígona cuando tropezó con una mujer bajita y morena que gesticulaba enérgicamente. Se agarró al brazo de la mujer para recuperar el equilibrio y le propinó un ligero apretón tranquilizador. Luego se apresuró para dar alcance al adepto.
La mujer se sobresaltó ante el inesperado contacto. La mirada que dedicó a Antígona era de mal disimulada hostilidad y suspicacia. Masculló una maldición entre dientes antes de volver a concentrarse en el apretado círculo de oyentes que se agolpaban a su alrededor. Volvió a reunirlos igual que una gallina a sus polluelos, con tranquilizadores cloqueos y aspavientos. Antígona estaba demasiado ocupada intentando mantener el ritmo impuesto por el adepto y escuchar lo que decía por encima del bullicio general. Las palabras de la mujer no calaron en ella hasta que Antígona hubo llegado casi a la puerta.
--¿Y vosotros los creéis? --había preguntado la mujer, incrédula--. Si es eso lo que os han contado, es que no tienen nombre. Todo esto --abrió mucho los brazos, para abarcar todo el tumulto--, no basta para manteneros a salvo. Fijaos bien en lo que os digo, antes de que pase otra noche, veremos cómo nos protegen este príncipe y sus papeleos.
No fueron tanto las palabras como aquella voz lo que detuvo en seco a Antígona. Tenía buena memoria para las voces, recuerdo de su servicio en el Cuerpo de Señales del Ejército durante la guerra, lo que le había posibilitado trabajar en una centralita telefónica a su regreso al estado. Y esa voz le resultaba familiar.
--¿Vienes? --llamó Johanus, sacándola de su ensimismamiento. Sostuvo la puerta de incendios abierta para ella. La estridente alarma que amenazaba con disparar la puerta sólo conque se la empujara fracasó estrepitosamente en materializarse.
--Gracias --susurró Antígona, al pasar junto a él. La fría brisa nocturna le produjo el efecto de apartarla aún más de sí misma, de adueñarse de sus sentidos y obligarlos a concentrarse en las cosas a una escala mayor. Atrajo su mirada hacia la corona de rascacielos de la ciudad y el borrón de estrellas lejanas. Le inundó la cabeza con la fragancia de las presas humanas que pastaban en aquellos inmensos prados de cemento... el olor del café, el alcohol, el tabaco y la colonia.
Pero aquella continuó irritándola en su subconsciente mientras se dirigían a la capilla. La conocía, pero no conseguía ubicarla. En el fondo de su mente, surgió la imagen de un ave. No la gallina que se había imaginado al principio, sino un pájaro negro, un cuervo. El cadáver de un cuervo.
Oh no.
Con cegadora claridad, Antígona supo dónde había oído antes aquella voz. En el Conventículo. Durante la Reunión de los Cuervos.
Vio de nuevo la siniestra figura que se acercaba orgullosa al centro del círculo de conspiradores y cogía la Tesela... simbolizada por el bulto inerte de plumas negras. El cadáver del cuervo, desnucado limpiamente.
Recordó que entonces le había chocado la voz de la mujer. Ya era suficientemente extraño el que hubiera una mujer entre ellos. El Conventículo, y el peligroso juego de resistencia al que jugaban, siempre le había parecido algo así como una anticuada comunidad masculina. Y eso siempre le había dolido.
Recordó nítidamente cómo había caminado la mujer hasta el centro del círculo para, sin prestar atención a la conmoción, recoger la pequeña ave sacrificada. La sostuvo en alto para que todos la vieran y la estancia enmudeció gradualmente.
"No hace falta matarlo para detenerlo".
Un escalofrío recorrió la espalda de Antígona. La mujer había estado hablando de Johanus. Se había presentado una queja contra el Tremere por lo que se consideraba una intromisión en la presentación oficial de los recién llegados.
¿Qué más había dicho? Se esforzó por recordar las palabras exactas.
"Podemos desviar el torrente de refugiados e inmigrantes. Tienen miedo, están inseguros, huyen de los atropellos del Sabbat. Podemos aprovecharnos de eso, alimentar su miedo y su inseguridad. Cuando hayamos acabado, no se atreverán a mostrarse ante él ni ante nadie que ostente autoridad".
Oh Dios, no. Aquí no, esta noche no, no...
Antígona cogió a Johanus del brazo y las palabras brotaron de ella. Era vagamente consciente de lo que estaba diciendo. Ante sus ojos, podía ver el cadáver del cuervo oscilando, casi olvidado, en el puño de la mujer.
--Tranquilízate --decía el adepto, intentando liberar el brazo de su férrea presa--. ¿Quién va a hacer qué?
--No lo entiendes. Tenemos que sacarlos de aquí. A todos. Va a...
Su respuesta fue devorada por el rugido de una llamarada y el estruendo de los cristales rotos. El suelo brincó bajo sus pies por la fuerza de la explosión. Johanus le gritó algo, pero no podía oír nada. El adepto dio media vuelta y regresó corriendo al instituto. Intentó decirle algo, que ya era demasiado tarde, pero ni siquiera sus propios gritos consiguieron producir más que un sordo rumor en los huesos de su cráneo.
Se llevó una mano a la oreja y la apartó manchada de sangre. Me han estallado los tímpanos, pensó. Debería ir detrás de él. Sabía que debería hacerlo. Pero se quedó allí plantada, inmóvil. Con la vista clavada en las yemas de los dedos teñidas de sangre.