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El estanque de los suicidios

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Antígona traspasó la superficie y se encontró nadando en las aguas heladas de un estanque subterráneo. Podía oír el chapoteo del agua contra el mármol. Los obeliscos que delimitaban esta cámara secreta no eran de madera embreada, sino de piedra tallada. Sus marcas eran visiblemente anteriores, jeroglíficos tan antiguos como auténticos.

Se impulsó hasta el borde del estanque y se aupó. El agua chorreó de su cimbreña figura mientras se alejaba de las aguas mudas. El mármol estaba frío al contacto con las plantas de sus pies.

Pero ¿qué era este sitio?

Cuando estaba en el Mirador de la Viuda, todo le había parecido tan seguro. Tan correcto. Lo único que hacía falta era tener la resolución adecuada, la convicción adecuada. Era un salto de fe.

Había realizado el mismo truco en infinidad de ocasiones. Sus dramáticos saltos entre la vida y la muerte se habían convertido en un ritual, eran casi teatrales. Casi como un espectáculo de desapariciones. Ahora la ves, ahora no la ves.

Cierto, nunca antes había saltado de una cornisa tan elevada, pero la altura no era lo más importante. Ni siquiera la escala épica del salto desde el mirador hubiera sido un obstáculo. En todo caso, la heroica distancia la volvía más fuerte, la elevaba por encima de la vida y la muerte.

Pero algo había salido mal. No debería estar aquí. Debería haberse despertado en la cama de algún hospital, con el cuerpo destrozado pero triunfal el espíritu. Sonreiría a la enfermera entre las vendas, su sonrisa más radiante, y le diría que esperaba que no se hubieran preocupado.

Ésa era la mejor parte del espectáculo. La pinta de sus caras, era impagable. Era todo el aplauso que codiciaba. Esa expresión conseguía que todo mereciera la pena, que valiera la pena repetirlo una y otra vez. Ser necesaria. Ser, de alguna forma, esencial. Hasta tal punto que pareciera que la vida no podría soportar perderla.

La muerte no bastaba para retenerla. Nunca había bastado. Siempre la expulsaba, la depositaba de regreso bajo el estéril fulgor de las luces.

"¿Que si nos habíamos preocupado? Caray, señorita, tiene usted suerte de estar viva".

Habría tenido razón a medias.

El sonido de una pisada en la tumba en penumbra estropeó el momento. Sacó a Antígona de su ensimismamiento. Se quedó petrificada, asumiendo por instinto una pose agresiva a orillas del estanque. El chapoteo del agua que resbalaba de su cuerpo y golpeaba el suelo resonaba en la oscuridad. Delatando su posición.

Una antorcha cobró vida con un siseo, cegándola momentáneamente. Parpadeó para despejar la visión y vio que la tea estaba sostenida en alto por una enorme zarpa de ébano. Detrás de ella sólo conseguía vislumbrar una corpulenta silueta henchida por la luz de la antorcha, ocupando la sala de una esquina a otra. Entornó los ojos, pero el único detalle que pudo captar fue el destello de unos torvos caninos. Una burlona sonrisa digna del Gato de Cheshire.

La voz era amable, pero tan vasta como el océano. Inundó la diminuta caverna y la arrastró con su resaca, a punto de barrerle los pies del suelo.

--Estás tiritando, pequeña. Acércate a la luz y entra en calor.

Antígona cobró conciencia inmediatamente de su desnudez y vulnerabilidad. Se quedó parada, temerosa y avergonzada a un tiempo.

--Como prefieras --la bañó la voz--. Seguro que coges un resfriado de muerte. Aunque a lo mejor eso ya no te parece tan grave como pudo serlo en el pasado. Hay quienes consiguen acomodarse aquí, a orillas del estanque. Hay quienes tardan años en atreverse a acercarse a la luz.

Algo rozó el hombro de Antígona. Quiso darse la vuelta para enfrentarse a su asaltante invisible, pero descubrió que apenas podía moverse. Estaba inmovilizada, incrustada en una enorme masa de cuerpos, agolpados en la orilla. Le pareció que intentaba coger aire, aunque no podía. Ni siquiera conseguía recordar por qué era eso tan importante.

Intentó zafarse, pero únicamente consiguió darse de bruces con el hombre que tenía al lado. Tenía violentamente levantada la tapa de los sesos. Abrió los ojos al reconocerla pero, cuando quiso hablar con ella, lo único que surgió de su boca fue un torrente de sangre que escapaba de un boquete practicado en el velo de su paladar.

Antígona quiso liberarse, darse la vuelta, perderse en la aglomeración. Extendió los brazos, tanteó a ciegas y encontró un firme asidero. Una mano en la lóbrega masa de carne. Afianzó su presa y tiró para acercarse. Un rostro corrió a su encuentro en medio del mar de cuerpos. Por un instante vio su expresión de alivio reflejada en la cara de la otra mujer. Luego, igual de inesperado, la expresión se convirtió en una de horror y repulsión.

Antígona no podía sostener la mirada a la mujer. Agachó la vista a sus manos enlazadas y reparó en los largos y exagerados jirones de carne que colgaban de los antebrazos de la otra. Barrían el suelo a su paso.

Se negó a gritar. Antígona apretó los dientes para contener el creciente pánico y la repulsa y miró en rededor en busca de una vía de escape de aquella multitud. ¡El estanque! Se abrió paso en dirección al sonido del chapoteo del agua, descargando golpes indiscriminadamente.

Con un grito de alivio, divisó el perfil de la ribera. Una mano azul, hinchada, surgió de las aguas y buscó sus tobillos. Le propinó una patada y retrocedió al tiempo que la mano volvía a sumergirse. No eran los dedos regordetes y cianóticos de un niño lo que repugnaba y alarmaba. Era el desmesurado volumen de cuerpos que clamaban y escapaban arrastrándose del Estanque de los Suicidios.

Desesperada, Antígona buscó el único punto de referencia en medio de aquel vasto paisaje de carne: la antorcha. Apenas si consiguió divisar la oscilación de la lejana luz. A menos que estuviera completamente desorientada, se había movido desde la última vez que la viera. Paso a paso, comenzó a abrirse camino.

--¡Ya voy! --gritó--. No me dejes aquí.

Vio una abertura en medio de la masa de cuerpos y corrió hacia ella de inmediato, girando y rodando. Sentía el contacto de las manos que intentaban prenderla, pero no conseguían asir su resbaladiza figura empapada. No había vuelo de túnica que pudieran agarrar, pero sí sintió cómo le arrancaban el cabello a puñados. Se puso en pie, sangrando por una docena de pequeñas heridas. Pero sentía el soplo de una corriente de aire en la cara. Se había liberado y ante ella sólo había ahora espacio abierto. Sacando fuerzas de flaqueza, se alejó corriendo de las voraces manos de los condenados.

Tropezó y se detuvo de golpe al caer contra un pilar. Al menos pensaba que era un pilar. Al levantar la cabeza, vio el resplandeciente fulgor de la antorcha justo encima de ella. A la luz que proyectaba, pudo ver que el "pilar" estaba cubierto de un tupido pelaje negro.

--Hola, pequeña. --La risa conocida la arropó como una manta. Pero no había nada de cálido en ella, únicas mente el susurro del viento al atravesar osamentas exhumadas--. Supuse que preferirías mi compañía a la de tus colegas, y hete aquí que has venido. ¡Pero si estás temblando! ¿Qué has hecho con la piel que te di la última vez que nos vimos? ¿No la habrás perdido? Qué lástima. Si parece incluso que hayas mudado tu propia piel... toda pálida, mojada y tiritando. Aguarda un momento.

--Pero si no sé cómo... no sé cómo he llegado hasta aquí --se lamentó Antígona.

--Chitón. Tranquila, pequeña. Cada cosa a su tiempo.

Sintió cómo se cerraban sobre ella aquellas zarpas grandes y suaves. Al tiempo que se arrebujaba en su calidez, se hizo un ovillo. Él la acunó en sus palmas como si fuera una pelota de arcilla maleable.

Era como si se le hubieran enredado los brazos con las piernas y ahora no supiera distinguir unos de otras. Quiso gritar, pero sus palabras sonaron amortiguadas como si tuviera la cabeza envuelta en capas de grueso algodón.

--Así, mucho mejor. Así te recordaba.

Cuando se hubo disipado la reconfortante oscuridad de las grandes zarpas, Antígona se encontró sometida a la indignidad de verse colgada boca abajo sujeta por un talón. Se reveló contra el amasijo de largas faldas negras que le tapaban la cara.

--Bájame --consiguió increpar.

--Casi como te recordaba, mejor dicho --se corrigió el Chacal. La sala se enderezó de repente y Antígona volvió a pisar tierra firme. Cuando se hubo alisado el amasijo de faldas, le chocó el contraste de su ridícula postura y la solemnidad del conjunto. El largo vestido negro era elegante, pero sencillo, casi informe; un pálido sargazo ensombrecido de cualquier pantano. El sombrío vestido olía incluso a humedad, a bolas de naftalina. Le recordaba lugares desolados: marismas, jardines en invierno, cementerios.

Su función era inconfundible. Era un vestido de luto. El velo de una viuda.

Al comprenderlo, le sorprendió la similitud entre este vestido y la túnica de novicia que había abandonado en el Mirador de la Viuda. ¿No hacía ya una vida de aquello?

No se trataba tanto de un parecido visual como de intención, de propósito. Pero sus antiguos hábitos eran una insignia de sus años de servicio a la Casa de Tremere y su fútil lucha contra la monolítica e impersonal estasis de la Pirámide. Era una carga que no ansiaba retomar.

Su mano vagó, como por costumbre, hacia el lugar donde había un bolsillo interior en la vestimenta de novicia. Se sobresaltó al encontrar allí una forma familiar, recogida entre las capas de tela de su nuevo atuendo. Era el perfil de una vieja navaja. La Navaja de Occam. También tendría que haberla perdido, abandonada en el precipicio.

--Ahora, basta de carreras --sonrió el Chacal--. La manera en que pasas de un sitio a otro es sumamente desconcertante. Es un milagro que consigas concluir un pensamiento. A ver, siéntate aquí, a mis pies. Nada de peros. Será sólo un momento.

A lo lejos, sobre su cabeza, la antorcha trazó un arco, sumiendo a Antígona en las sombras. La luz reveló un conjunto de nichos de piedra encajados en la pared de la tumba. Los estantes estaban llenos de frágiles vasijas de barro --vasos canopios-- todos ellos rematados por una realista cabeza de animal.

El Riente Guardián de los Muertos pasó una mano distraída por la hilera de jarras, como si estuviera leyendo sus etiquetas, buscando una en particular.

--Ah, aquí está --dijo, retirando un recipiente de su balda--. Antígona, Canis Aureus. --Ladeó la cabeza al reparar en la expresión de curiosidad de Antígona y sonrió--. Sí, somos iguales, me parece, tú y yo. Canis Aureus. Chacales por naturaleza y temperamento. Cuidadores de cadáveres. En cualquier caso, me halaga que eligieras mi nombre. --Le dedicó una nueva sonrisa y, por un momento, Antígona albergó la esperanza de que se hubiera olvidado del ominoso propósito que tuviera en mente--. Acompáñame --dijo, al cabo--. Ya has malgastado tiempo de sobra con tus chapuzones.

--Pero no lo entiendo. ¿Qué estoy haciendo aquí? Esto es un infierno. --Se estremeció involuntariamente y se cruzó de brazos, sintiéndose perdida, sola y vulnerable.

--Nada tan prosaico --dijo el Chacal--. Esto sólo es una encrucijada en el camino. Ven. --Emprendió el paso sin esperar a ver si ella lo seguía. No hubo ido muy lejos cuando oyó el chapoteo de sus pies mojados apresurándose a darle alcance. Esbozó su sonrisa de máscara funeraria.