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Solo fiebre y tormento
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Francesca Lyon salió de la estación de autobuses a la untuosa lluvia vespertina. Levantó malhumorada la capucha de su poncho de camuflaje, pero su esfuerzo contribuyó apenas a reducir el torrente constante de agua que le empapaba la nariz y las mejillas. El poncho presentaba manchas rojizas acumuladas durante los prolongados períodos de tiempo pasados en las excavaciones de la península de Tidewater, en Virginia.
En Washington, estudiaba colonial en la Universidad de Georgetown, pero suponía que había tirado todo aquello por la borda al subirse a ese autobús. No se había tomado la molestia de sacar el billete de vuelta. No sabía si podría dar la vuelta ahora que había llegado a ese punto.
Se colgó la mochila del hombro, agachó la cabeza y se adentró en la lluvia. Tenía la otra mano hundida en el cálido bolsillo delantero del poncho. En el puño aferraba una nota. La nota de Sturbridge. Decía únicamente:
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Ven a Nueva York.
La demora traerá únicamente fiebre y tormento.
No estás sola.
~ A.S.
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Nada más que tres líneas. Catorce palabras. Pero esas palabras se habían convertido en una obsesión abrasadora durante las semanas transcurridas desde la visita de Sturbridge.
Había intentado sobreponerse, claro que sí. A la enfermedad. Al apetito feroz. A los siniestros impulsos. Había intentado convencerse de que nada de eso estaba ocurriendo. Tenía que hablar con alguien, decir a alguien lo que sucedía. Lo que le habían hecho.
No podía acudir a la policía de buenas a primeras. Las autoridades de Washington ya tenían monstruos reales de sobra de los que ocuparse. Las bandas, los adictos, los violadores, los asesinos... todos los deshechos humanos que solían cebarse con los residentes de las franjas menos pudientes de la ciudad gozaban ahora de una impunidad casi absoluta, dejados a su aire. El pez chico en la pecera grande. La policía tenía problemas de verdad entre manos.
Siguiendo la estela de los disturbios, la zona comercial de Washington, DC, había asumido el aspecto de un campamento armado militar. Una vasta ciudad de tiendas de campaña, inundada de refugiados y empleados de emergencia, se extendía ininterrumpida entre el Capitolio y las ventanas cegadas de la Casa Blanca.
El Monumento a Washington se erguía desafiante en medio de la aglomeración de lonas y cuerpos desaseados, como un dedo acusador levantado contra los cielos. Al aproximarse, no obstante, resultaba evidente que los esfuerzos combinados de innumerables vándalos habían pasado factura. Como si presintieran cuál iba a ser la tendencia predominante, los empleados de la Agencia Federal para el Control de Emergencias se habían sobrepuesto por fin a su temor reverencial y sus reticencias y habían levantado un improvisado andamio a fin de pintar una llamativa cruz roja en cada una de las cuatro caras del obelisco.
Todos los informativos eludían cuidadosamente el quid de la cuestión. Nadie quería admitir que la capital del país se encontraba gobernada por la ley marcial, y que ni siquiera esta medida extrema conseguía garantizar el orden.
La policía se reiría de ella. ¿Qué iba a decirles? ¿Que desde que llevara en su coche a un profesor foráneo de arqueología hasta una conferencia que se celebraba en Baltimore padecía estos... apetitos? Creerían que era una especie de pervertida. No la clase de pervertida de la que se ocupan ellos, desde luego. Diablos, había visto buenos ejemplos de apetitos descontrolados en los asiduos de la Zona Comercial. Si la policía no estaba dispuesta a salir al frente para detener las matanzas y las barbacoas con carne humana que se celebraban en el césped principal de la calcinada Casa Blanca, estaba claro que no se pararían a escuchar a una pirada diciendo que le había cogido gusto a la sangre.
Chessie pensaba que podría estar sufriendo una crisis, quizá que estuviera volviéndose completa y rematadamente loca. Se preguntó qué se sentiría al enloquecer. ¿Era algo que ocurría de repente, o se adueñaba de ti gradualmente, en distintas fases? ¿Se daba cuenta una de estar volviéndose loca? ¿Podías sentarte y sopesar la situación de manera objetiva y decir ah, pues sí, hoy estoy peor que ayer? ¿Podían documentarse los cambios, llevar un diario? De ese modo podrías repasar las hojas y seguir el inevitable y aciago curso de tu propio derrumbamiento.
¿Sabrías siquiera que habías perdido la cabeza? ¿Comprendías que algo iba mal... y que ese "algo" eras tú?
Quería acudir al decano Dorfman. Él siempre había estado ahí para respaldarla, incluso cuando no había nadie más. Era su consejero. Él sabría qué hacer.
La especialidad de Dorfman eran las sociedades secretas de comienzos de la historia de los Estados Unidos, pero eso era algo que no sabía casi nadie en el campus. La mayoría de sus estudiantes lo evitaban. No porque fuera una especie de trasgo ni una sanguijuela ni nada de eso. Era porque la administración enviaba a Dorfman únicamente los casos más difíciles. Los que ya habían recibido su tercera advertencia... los que estaban a un paso de salir de la universidad de una patada. Sí, Dorfman acaparaba lo mejor de lo mejor: los que estaban tan enganchados a las drogas o a la bebida o al sexo que ya ni siquiera podían encontrar el camino de salida por sí solos.
Pero Dorfman no estaba ahí ahora. Hacía meses que no lo estaba. Estaba de vacaciones. En Viena, cabrón con suerte. Y nada hacía presagiar que fuera a volver a casa antes del comienzo del siguiente trimestre.
Lo que la dejaba desamparada.
Ven a Nueva York.
Ni siquiera sabía por qué estaba aquí. Después de lo que le había hecho Sturbridge la última vez, Chessie no se imaginaba que la profesora se alegrara de verla de nuevo. Probablemente le daría con la puerta en las narices.
Hacía noches que no pensaba en otra cosa. Ni siquiera estaba segura de que le gustara lo que pudiera ocurrir si Sturbridge accedía a verla. Pero tenía que hablar con alguien. Con alguien que supiera lo que estaba ocurriendo. Con alguien que pudiera explicarle por qué tenía estas... sensaciones.
Había pensado brevemente en volver a casa. No a casa con su familia, eso sí que habría sido una estupidez. A casa a las montañas. Era el único sitio en el que siempre tenía la impresión de verlo todo en perspectiva. El único sitio en el que siempre tenía la impresión de que podría escapar de los gritos, del tintineo de las botellas, de los torpes arañazos de la llave en la cerradura.
Quizá la locura no tuviera nada que ver con Sturbridge. Ni con lo que había hecho. Quizá hubiera estado ahí siempre, latente, oculta a flor de piel. Podría llevar años ahí, esperando pacientemente a que alguien o algo rascara la superficie.
Si alguien lo sabía, ése sería su padre. Pero antes preferiría morir que volver a acercarse a él. Ni siquiera para esclarecer lo que le estaba ocurriendo.
Quizá formara parte de su legado, este apetito siniestro. Herencia de familia. Su derecho de nacimiento. Quizá lo que hizo Sturbridge no fue sino exponerlo a la luz, sacarlo a flote.
Quizá, pensó, Sturbridge supiera cómo relegarlo de nuevo al olvido. Encerrarlo de modo que nadie volviera a verlo nunca. De modo que nadie volviera a resultar herido.
O puede que también Sturbridge se riera de ella. Chessie pisoteó un charco, malhumorada, aplastando su propio reflejo. Ya no tenía nadie más a quien acudir. Resignada, encaminó sus pasos hacia el Instituto Barnard. Tenía la impresión de que Sturbridge era una de esas personas que trabajan hasta tarde.
Se estremeció, sintiendo la primera caricia tosca del siniestro apetito que se adueñaba de ella. Con un escalofrío, se cambió la mochila de hombro. Se encogió bajo ella, intentando volverse muy pequeña. Cerró los ojos y se afianzó el poncho en torno a la barbilla. Vocalizó silenciosas oraciones para expulsarlo, aunque fuera sólo esta noche. Se portaría bien, si se alejaba. Pero ya podía oler su enfermizo aliento dulzón.
Sollozó y se cobijó en el ensombrecido zaguán de un establecimiento. Donde la lluvia, al menos, no pudiera alcanzarla.