He sonreído al volver a ver mi caligrafía de adolescente.
Los puntos sobre las íes eran círculos, las aes estaban escritas en letra de imprenta, y sobre las íes de un tal Philippe de Gouverne los puntos eran corazones minúsculos. Philippe de Gouverne. Lo recuerdo. Era el intelectual de la clase; y también el raro. Nos burlábamos de él por el «de». Lo apodábamos Verne. Yo estaba perdidamente enamorada de él. Lo encontraba de lo más seductor con su bufanda que le daba dos vueltas alrededor del cuello y le caía hasta la cintura. Cuando contaba algo, utilizaba un lenguaje elevado y la música de sus palabras me encandilaba. Decía que sería escritor. O poeta. Que escribiría canciones. Que, en cualquier caso, haría palpitar el corazón de las chicas. Todo el mundo se reía. Yo no.
Pero nunca me atreví a hablar con él.
Paso las páginas de mi diario. Entradas de cine pegadas. Una foto de mi bautismo del aire en Amiens-Glisy con papá, en 1970, por mi séptimo cumpleaños. Ahora no se acordaría. Desde el accidente, está en el presente. No tiene ni pasado ni futuro. Está en un presente que dura seis minutos, y cada seis minutos el contador de su memoria se pone a cero. Cada seis minutos me pregunta cómo me llamo. Cada seis minutos pregunta qué día es. Cada seis minutos pregunta si mamá va a venir.
Y encuentro hacia el final del diario esta frase escrita, con la tinta violeta de las chicas, antes de que mamá se desplomara en la calle.
«Me gustaría tener la suerte de decidir mi vida, creo que es el mejor regalo que se nos puede hacer».
Decidir la propia vida.
Cierro el diario. Ahora soy mayor, así que no lloro. Tengo cuarenta y siete años, un marido fiel, atento, sobrio, dos hijos mayores y una pequeña alma a la que a veces echo de menos; tengo una tienda que, unos años más y otros menos, llega a proporcionarnos, además del sueldo de Jo, lo suficiente para llevar una buena vida, pasar vacaciones agradables en Villeneuve-Loubet y un día, por qué no, permitirnos comprar el coche de sus sueños (he visto uno de segunda mano por treinta y seis mil euros que me ha parecido estupendo). Escribo un blog que le alegra la vida a la madre de una periodista de L’Observateur de l’Arrageois y probablemente a mil ciento noventa y nueve señoras más todos los días. Y en vista de las buenas cifras, el servidor me propuso hace poco vender espacio para publicidad.
Jo me hace feliz y nunca he deseado a otro hombre, pero de ahí a decir que he decidido mi vida…, no, eso sí que no.
De camino a la mercería, estoy cruzando la plaza Héros cuando de pronto oigo que me llaman. Son las gemelas. Están tomando un café mientras rellenan el boleto de la Loto. Juega aunque solo sea una vez, me suplica Françoise. No vas a seguir siendo mercera toda la vida… Me gusta mi mercería, digo. ¿No deseas otra cosa?, insiste Danièle. Venga, por favor… Me dirijo al estanquero-lotero y pido un boleto. ¿Cuál? ¿Cómo que cuál? ¿Para la Loto o para Euromillones? Y yo qué sé. Para Euromillones, entonces, hay un buen bote acumulado. Le doy los dos euros que me pide. La máquina elige números y estrellas por mí y a continuación él me tiende un boleto. Las gemelas aplauden.
—¡Por fin! Por fin nuestra pequeña Jo va a tener sueños maravillosos esta noche.