Aquella noche hicimos el amor muy despacio.
¿Fue debido a mi palidez, a mi nueva fragilidad? ¿Fue debido al miedo irracional de perderme que él había tenido unas horas antes, en el restaurante? ¿Fue porque no habíamos hecho el amor desde hacía mucho, por lo que necesitó tiempo para aprender de nuevo la geografía del deseo, para domesticar de nuevo su rudeza masculina? ¿Fue porque me amaba hasta el punto de situar mi placer por encima del suyo?
Aquella noche no lo supe. Hoy lo sé. ¡Pero fue una hermosa noche, vaya que sí!
Me recordó las primeras noches de los amantes, esas en las que se acepta morir al amanecer; esas noches que no se preocupan nada más que de ellas mismas, lejos del mundo, del ruido, de la maldad. Y luego, con el tiempo, el ruido y la maldad pasan por allí y los sueños se tornan difíciles; las desilusiones, crueles. Después del deseo siempre viene el aburrimiento. Y el amor es lo único que existe para acabar con el aburrimiento. El amor con mayúscula, el sueño de todas nosotras.
Recuerdo haber llorado al terminar de leer Bella del Señor. Incluso me enfadé cuando los amantes se arrojaron por la ventana del Ritz en Ginebra. Yo misma tiré el libro a la basura y, en su corta caída, se llevó la mayúscula del amor.
Pero aquella noche me pareció que había vuelto.
Al amanecer, Jo desapareció. Desde hace un mes, está haciendo un curso todas las mañanas de siete y media a nueve para ser encargado y acercarse a sus sueños.
Pero tus sueños, amor mío, ahora yo puedo hacerlos realidad; tus sueños no cuestan nada del otro mundo. Un televisor de pantalla plana Sony de 52': 1400 euros. Un cronógrafo Seiko: 400 euros. Una chimenea en el salón: 500 euros, más 1500 para las obras. Un Porsche Cayenne: 89 000 euros. Y tu colección completa de James Bond, 22 películas: 170 euros.
Es horrible. No sé lo que me digo.
Lo que me está pasando es tremendo.