Esta mañana una periodista de L’Observateur de l’Arrageois ha pasado por la mercería. Quería entrevistarme con motivo de mi blog, diezdedosdeoro.
Es un blog modesto.
Escribo en él todas las mañanas sobre el placer del punto de media, el bordado y la costura. Descubro a mis lectoras telas y lanas; cintas de lentejuelas, de terciopelo, de satén y de organdí; encajes de algodón y elásticos; cordones cola de rata, encerados, trenzados de rayón, para anorak… Algunas veces hablo de la mercería, de la llegada de un pedido de cinta de velcro para coser o de una cinta adhesiva. Dejo escapar también algunos comentarios nostálgicos de bordadora, encajera o tejedora; los comentarios nostálgicos de las mujeres que esperan. Todas somos Nathalie, la Isolda de El eterno retorno.
—Ya ha pasado de las mil doscientas visitas al día —señala la periodista—, y solo en el área metropolitana.
Tiene la edad de los hijos de los que nos sentimos orgullosos. Es guapa, con pecas, encías rosadas y unos dientes blanquísimos.
Su blog es toda una sorpresa. Tengo mil preguntas que hacerle. ¿Por qué mil doscientas mujeres entran todos los días para hablar de trapitos? ¿Por qué de repente este furor por el punto de media, la mercería, lo hecho a mano? ¿Cree que padecemos los efectos de la ausencia de contacto humano? ¿Acaso lo virtual ha matado el erotismo? La interrumpo. No lo sé, digo, no lo sé. Antes escribíamos un diario íntimo; hoy lo hemos sustituido por un blog. ¿Escribía usted un diario?, vuelve ella a la carga. Sonrío. No, no escribía un diario y no tengo ninguna respuesta para sus preguntas, lo siento.
Entonces ella deja el cuaderno, el bolígrafo, el bolso.
Clava sus ojos en los míos. Pone su mano sobre la mía y dice: mi madre vive sola desde hace más de diez años. Se levanta a las seis de la mañana. Se prepara un café. Riega las plantas. Escucha las noticias en la radio. Se toma el café. Se asea. Una hora más tarde, a las siete, su jornada ha terminado. Hace dos meses, una vecina le habló de su blog y me pidió que le comprara un «chisme». Un chisme, en su lenguaje, es un ordenador. Desde entonces, gracias a sus pasamanerías, sus borlas y sus alzapaños, ha recuperado la alegría de vivir. Así que no me diga que no tiene respuestas.
La periodista recogió sus cosas diciendo volveré y usted tendrá las respuestas.
Eran las once y veinte de la mañana cuando se ha marchado. Las manos me temblaban, tenía las palmas húmedas.
Así que cerré la tienda y me fui a casa.