De vuelta a casa, releo la lista de mis necesidades y me parece que la riqueza sería poder comprar todo lo que figura en ella a la vez, desde el pelador de verduras hasta el televisor de pantalla plana, pasando por el abrigo de Caroll y la alfombrilla antideslizante para la bañera. Volver a casa con todas las cosas de la lista, romper la lista y decirse ya está, ya no tengo más necesidades. Ahora solo tengo deseos. Solo deseos.
Pero eso no ocurre nunca.
Porque nuestras necesidades son nuestros pequeños sueños cotidianos. Son nuestras pequeñas cosas pendientes, que nos proyectan al día siguiente, al otro, al futuro; esas menudencias que compraremos la semana que viene y que nos permiten pensar que la semana que viene seguiremos vivos.
La necesidad de una alfombrilla de baño antideslizante nos mantiene vivos. O de una cuscusera. O de un pelador de verduras. Así que escalonamos las compras. Programamos los lugares a los que vamos a ir. A veces comparamos. Una plancha Calor con una Rowenta. Llenamos los armarios lentamente, los cajones uno a uno. Pasamos toda una vida llenando una casa; y cuando está llena, rompemos las cosas para poder reemplazarlas, para tener algo que hacer al día siguiente. Llegamos incluso a romper nuestro matrimonio para proyectarnos en otra relación, otro futuro, otra casa.
Otra vida que llenar.
He pasado por la librería Brunet, en la calle Gambetta, y he comprado Bella del Señor en edición de bolsillo. Aprovecho las veladas sin Jo para releerla. Pero esta vez es terrible, porque ahora sé. Ariane Deume se da un baño, habla sola, se prepara, y yo ya estoy enterada de la caída ginebrina. Estoy enterada de la horrible victoria del aburrimiento sobre el deseo, del ruido de la descarga de la cisterna sobre la pasión, pero no puedo evitar seguir creyendo en ella. El cansancio me invade en el corazón de la noche. Me despierto agotada, soñadora, enamorada.
Hasta esta mañana.
En que todo se derrumba.