Mi tren para Arras sale dentro de siete horas.

Podría pedirle a Hervé Meunier, puesto que se ha ofrecido, que se encargara de cambiarme el billete, de hacer una reserva en un tren que salga antes, pero hace un día agradable. Quiero andar un poco. Necesito aire. La Pata Daisy me ha dejado K.O. No puedo creer que en el interior de Jo haya un asesino encerrado, ni siquiera un embustero, y todavía menos un ladrón. No puedo creer que mis hijos vayan a verme con los ojos del Tío Gilito, esos grandes ojos ávidos dentro de los cuales, en los tebeos de mi infancia, aparecía la $ de dólar cuando miraba algo que codiciaba.

«La codicia lo arrasa todo a su paso», había dicho.

Hervé Meunier me acompaña hasta la calle. Me desea buena suerte. Tiene usted aspecto de ser una persona de bien, señora Guerbette. Una persona de bien, nada menos. Una persona con dieciocho millones, sí. Una fortuna que él, por muchas reverencias que haga, no conseguirá jamás. Es curioso que a menudo los lacayos den la impresión de poseer la riqueza de sus señores. Y, en ocasiones, con una maestría tal que te dejas llevar hasta convertirte tú en su lacayo. El lacayo del lacayo. No exagere, señor Meunier, digo retirando la mano, que él mantiene con una insistencia húmeda entre la suya. Baja los ojos y entra en el inmueble, donde acerca su tarjeta al lector para desbloquear el torniquete. Va a regresar al decorado de su despacho, en el que nada es de su propiedad, ni siquiera la gruesa moqueta o el cuadro de los edificios colgado en la pared. Es de la familia de esos cajeros de banco que cuentan miles de billetes, los cuales no hacen sino quemarles los dedos.

Hasta el día que…

Recorro la calle Jean-Jaurès hasta la estación de metro de Boulogne-Jean Jaurès, línea 10, dirección Gare d’Austerlitz, transbordo en La Motte-Picquet. Miro mi papelito. Tomar la 8, dirección Créteil-Préfecture, y bajar en Madeleine; cruzar el bulevar de la Madeleine, bajar por la calle Duphot, girar a la izquierda en la calle Cambon y seguir hasta el 31.

Apenas tengo tiempo de alargar la mano cuando la puerta se abre sola por obra y gracia de un portero. Dos pasos y penetro en otro mundo. Hace fresco. La luz es suave. Las dependientas son guapas y discretas; una de ellas se acerca, susurra, ¿puedo ayudarla, señora? Estoy mirando, estoy mirando, mascullo, impresionada, pero es ella la que me mira a mí.

Mi viejo abrigo gris, pero comodísimo, no se lo pueden ni imaginar, mis zapatos planos —los he elegido esta mañana porque en el tren se me hinchan los pies—, mi bolso informe, gastado; la chica me sonríe, no dude en preguntarme todo lo que quiera. Se aleja, discreta, con clase.

Me acerco a una bonita chaqueta bicolor de tweed de lino y algodón, 2490 euros. A las gemelas les encantaría. Tendría que llevarme dos, 4980 euros. Un precioso par de sandalias de PVC con tacón de 90 mm, 1950 euros. Unos mitones de napa con forma sesgada en el puño, 650 euros. Un reloj sencillísimo de cerámica blanca, 3100 euros. Un maravilloso bolso de piel de cocodrilo, a mamá le habría encantado, pero jamás se hubiera atrevido; precio a consultar.

¿A partir de cuánto se considera que es un precio a consultar?

De pronto, una actriz que no recuerdo nunca cómo se llama sale de la tienda. Lleva una bolsa grande en cada mano. Pasa tan cerca de mí que me llega el efluvio de su perfume, algo pesado, un poco mareante; vagamente sexual. El portero hace una reverencia que ella ni advierte. Fuera, su chofer se acerca precipitadamente y agarra las dos bolsas. Ella se mete en un gran coche negro y desaparece tras los cristales oscuros, engullida.

¡De película!

Yo también, Jocelyne Guerbette, mercera de Arras, podría desvalijar la tienda Chanel, alquilar los servicios de un chofer y desplazarme en una limusina; pero ¿para qué? La soledad que he visto en el rostro de esa actriz me ha aterrado. Así que me dispongo a salir discretamente de la tienda de ensueño, la dependienta me dirige una sonrisa educadamente desolada y el portero me abre la puerta, aunque no tengo derecho a la reverencia, o no la advierto.

Fuera sopla un aire frío. El ruido de las bocinas de los coches, la amenaza de las impaciencias, los deseos asesinos de los automovilistas, los mensajeros kamikazes en la calle Rivoli, a unas decenas de metros, de repente todo me tranquiliza. Se acabó la gruesa moqueta, se acabaron las reverencias empalagosas. Por fin violencia ordinaria. Dolor mezquino. Tristeza que no sale al exterior. Olores brutales, vagamente animales, químicos, como en Arras detrás de la estación. Mi verdadera vida.

Me dirijo entonces hacia el Jardín de las Tullerías; aprieto contra mi vientre mi bolso feo, mi caja de caudales; Jo me ha dicho que tenga cuidado con los rateros en París. Hay bandas de niños que te desvalijan sin que te des cuenta de nada. Mendigas con recién nacidos que no lloran nunca y a duras penas se mueven, drogados con Dénoral o con Hexapneumine. Pienso en El prestidigitador de El Bosco, a mamá le encantaba ese cuadro; le gustaban hasta los más pequeños detalles, como las bolitas de nuez moscada que están sobre la mesa.

Recorro la alameda de Diana hasta la exedra norte, donde me siento en un banquito de piedra. Un charco de sol se extiende a mis pies. Súbito deseo de ser Pulgarcita. De zambullirme en ese charco de oro. Calentarme en él. Abrasarme.

Curiosamente, incluso cercadas de coches y de horribles scooters, acorraladas entre la calle Rivoli y el Quai Voltaire, las partículas de aire me parecen más claras, más limpias. Sé perfectamente que eso no es posible. Que es fruto de mi imaginación, de mi miedo. Saco el sándwich del bolso; me lo ha preparado Jo esta mañana, cuando fuera todavía estaba oscuro. Dos tostadas, atún y un huevo duro. Le he dicho déjalo, me compraré algo en la estación, pero él ha insistido, son unos ladrones, sobre todo en las estaciones, te cobran ocho euros por un sándwich y no está tan bueno como los que hago yo, ni siquiera está garantizado que esté recién hecho.

Mi Jo. Tan atento. Está muy bueno tu sándwich.

A unos metros, una estatua de Apolo persiguiendo a Dafne y la de Dafne perseguida por el mismo Apolo. Más lejos, una Venus calipigia; «calipigio», adjetivo cuya definición recuerdo haber aprendido en clase de dibujo: de bellas nalgas. O sea, grande, gordo. Como yo. Y aquí estoy, una persona cualquiera de Arras, sentada sobre mis bellas nalgas, comiéndome un sándwich en el Jardín de las Tullerías de París como una estudiante cuando en el bolso llevo una fortuna.

Una fortuna aterradora porque de repente me doy cuenta de que Jo tiene razón.

Ni siquiera por ocho euros, por doce, por quince, podría comprar un sándwich tan bueno como el suyo.

Más tarde —todavía tengo tiempo antes de que salga el tren— voy a rebuscar al mercado de Saint-Pierre, en la calle Charles Nodier. Es mi cueva de Alí Babá.

Mis manos se sumergen entre las telas, mis dedos tiemblan en contacto con el organdí, el fieltro fino, el yute, el patchwork. Siento entonces la embriaguez que debió de sentir aquella mujer que pasó encerrada toda una noche en una tienda Sephora, en el bonito anuncio de televisión. Ni todo el oro del mundo podría comprar este vértigo. Aquí todas las mujeres son guapas. Les brillan los ojos. Viendo un pedazo de tela ya imaginan un vestido, un cojín, una muñeca. Fabrican sueños; tienen la belleza del mundo en la yema de los dedos. Antes de irme compro tela Bemberg, cinta de polipropileno, cinta serpentina y pompones de fantasía.

La felicidad cuesta menos de cuarenta euros.

Durante los cincuenta minutos del trayecto, dormito en la atmósfera acolchada del tren de alta velocidad. Me pregunto si Román y Nadine no necesitan nada ahora que puedo comprárselo todo. Román podría montar su propia crepería. Nadine, hacer todas las películas que quisiera y no depender del éxito para llevar una vida decente. Pero ¿se recupera con eso el tiempo que no hemos pasado juntos? ¿Las vacaciones lejos unos de otros, las ausencias, las horas de soledad y de frío? ¿Los miedos?

¿Reduce el dinero las distancias? ¿Acerca a las personas?

Y tú, Jo, si supieras todo esto, ¿qué harías? Dímelo, ¿qué harías?