-Permítame que la ayude.

Niza, 1994.

Hace ocho meses que enterramos el cuerpo de Nadège. Ataúd blanco lacado horrible. Dos palomas de granito emprendiendo el vuelo sobre la lápida. Yo vomité, no pude soportarlo. El doctor Caron padre me había prescrito unos medicamentos. Después, reposo. Después, aire sano.

Era el mes de junio. Jo y los niños se habían quedado en Arras. La fábrica, el final de curso; sus veladas sin mí; recalentar platos en el microondas, ver cintas de vídeo, películas tontas que uno se atreve a ver cuando mamá no está; veladas diciéndose que volverá muy pronto, que se pondrá mejor. Un pequeño duelo.

Le había dicho al doctor Caron padre que ya no soportaba la crueldad de Jo. Le dije palabras que nunca había pronunciado hasta entonces. Debilidades; mis miedos de mujer. Había verbalizado mi pavor. Había sentido vergüenza, me quedé helada, petrificada. Había llorado y babeado, aprisionada entre sus viejos brazos huesudos; entre sus zarpas.

Había llorado de asco por mi marido. Me había hecho cortes en mi cuerpo asesino; la punta del cuchillo de carne había dibujado gritos en mis antebrazos; me había embadurnado la cara con mi sangre culpable. Había enloquecido. La ferocidad de Jo me había consumido, había aniquilado mis fuerzas. Me había cortado la lengua para hacerlo callar, me había reventado los oídos para dejar de oírlo.

Y cuando el doctor Caron padre me dijo, con su mal aliento, quiero que haga una cura, sola, tres semanas, voy a salvarla, Jocelyne, entonces su mal aliento trajo la luz.

Y yo me fui.

A Niza, al centro Sainte-Geneviève. Las monjas dominicas eran encantadoras. Viendo sus sonrisas, se habría dicho que no había ningún horror humano que ellas no pudieran concebir y, por lo tanto, perdonar. Sus rostros eran luminosos, como los de las santas que aparecían en los pequeños marca páginas de los misales de nuestra infancia.

Compartía la habitación con una mujer de la edad que habría tenido mamá. Ella y yo éramos, como decían las monjas, pacientes «leves». Necesitábamos reposo. Necesitábamos encontrarnos. Redescubrirnos. Necesitábamos recuperar nuestra autoestima. Reconciliarnos, en una palabra. Nuestra condición de pacientes «leves» nos permitía salir.

Todas las tardes, después de la siesta, iba andando hasta la playa.

Una playa incómoda, llena de piedras. De no ser por la presencia del mar, se habría dicho que era un descampado. A la hora en que yo voy, cuando miras el agua, el sol da en la espalda. Me pongo crema. Mis brazos son demasiado cortos.

—Permítame que la ayude.

El corazón me da un vuelco. Me vuelvo.

Está sentado a dos metros de mí. Lleva una camisa blanca y unos pantalones beis. Va descalzo. Las gafas oscuras no me dejan ver sus ojos. Veo su boca. Sus labios del color de una fruta de la que acaban de salir esas cuatro palabras audaces. Sonríen. Entonces, la prudencia atávica de todas esas mujeres anteriores a mí aflora a la superficie:

—No está bien.

—¿Qué es lo que no está bien? ¿Que yo quiera ayudarla o que usted acepte?

Dios mío, me sonrojo. Cojo la blusa y me cubro los hombros.

—De todas formas, ya me iba.

—Yo también —dice él.

No nos movemos. Mi corazón se acelera. Él es atractivo y yo no soy guapa. Es un depredador. Un ligón. Un mal tipo, estoy segura. Nadie te aborda así en Arras. Ningún hombre se atreve a hablarte sin haber preguntado previamente si estás casada. En cualquier caso, si estás con alguien. Él no. Él entra sin llamar. Empujando la puerta. Poniendo un pie para mantenerla abierta. Y a mí me gusta eso. Me levanto. Él ya está de pie. Me ofrece su brazo. Me apoyo en él. Mis dedos notan el calor sobre su piel bronceada. La sal ha dejado en ella marcas de un blanco sucio. Nos vamos de la playa. Caminamos por el Paseo de los Ingleses. Nos separa apenas un metro. Más allá, cuando estamos frente al Negresco, su mano me agarra del codo para cruzar, como si fuera ciega. Me gusta ese vértigo. Cierro los ojos, los mantengo así un rato; me he abandonado a su voluntad. Entramos en el hotel. Mi corazón se acelera. He perdido el juicio. ¿Qué me pasa? ¿Voy a acostarme con un desconocido? Estoy loca.

Pero su sonrisa me tranquiliza. Y su voz.

—Venga. La invito a un té.

Pide dos Orange Pekoe.

—Es un té ligero, originario de Ceilán, agradable para beber por la tarde. ¿Ha estado en Ceilán?

Río. Bajo los ojos. Tengo quince años. Una modistilla.

—Es una isla situada en el océano Índico, a menos de cincuenta kilómetros de la India. Pasó a llamarse Sri Lanka en 1972, cuando…

Lo interrumpo.

—¿Por qué hace esto?

Deja la taza de Orange Pekoe con delicadeza. A continuación me agarra la cara con las manos.

—La vi de espaldas en la playa y toda la soledad de su cuerpo me conmovió.

Es atractivo. Como Vittorio Gassman en Perfume de mujer.

Entonces acerco mi cara a la suya, mis labios buscan los suyos, los encuentran. Es un beso raro, inesperado; un beso tibio con sabor a océano Índico. Es un beso que dura, un beso que lo dice todo; mis carencias, sus deseos, mis sufrimientos, sus impaciencias. Nuestro beso es mi rapto anhelado, mi venganza; es todos los besos que no he tenido: el de Fabien Derôme del último curso de primaria, el de mi tímida pareja de «L’Été indien», el de Philippe de Gouverne, al que nunca me atreví a abordar, los de Solal, el príncipe azul, Johnny Depp y el Kevin Costner de antes de los implantes; todos los besos con los que sueñan las chicas; los de antes de Jocelyn Guerbette. Aparto suavemente a mi desconocido.

Mi murmullo.

—No.

Él no insiste.

Si puede leer en mi alma simplemente mirándome la espalda, ahora, viendo mis ojos, sabe el miedo que tengo de mí misma.

Soy una mujer fiel. La maldad de Jo no es una razón suficiente. Mi soledad no es una razón suficiente.

Regresé al día siguiente a Arras. La cólera de Jo había quedado atrás. Los niños habían preparado sándwiches calientes y alquilado Sonrisas y lágrimas.

Pero nada es nunca tan sencillo.