He dormido muy mal.

Jo ha estado enfermo toda la noche. Diarrea. Vómitos. Desde hace unos días, él, que no se queja nunca, dice que le duele todo el cuerpo. No para de tiritar, y no es a causa de mis frescas caricias sobre su frente ardiente ni de los masajes que le hago en el pecho para calmarle la tos, y tampoco porque encadeno frases maternales para tranquilizarlo.

Ha venido el médico.

Probablemente es la gripe A/H1N1, esa porquería asesina. Y eso que en la fábrica aplican todas las medidas de seguridad. Uso de mascarilla FFP2, gel hidroalcohólico, ventilación regular de las naves, prohibición de estrecharse la mano, de besarse, de darse por culo, añadía Jo riendo hace dos días, antes de que se le viniera esto encima. El doctor Caron le ha recetado Oseltamivir —el famoso Tamiflu— y mucho reposo. Son veintidós euros, señora Guerbette. Jo se ha dormido por la mañana. Y aunque no tiene hambre, he ido a comprar dos cruasanes de mantequilla a la panadería de François Thierry, sus preferidos, le he preparado un termo de café y se lo he dejado en la mesilla de noche, por si acaso. Me he quedado un momentín mirándolo dormir. Respiraba ruidosamente. Gotas de sudor brotaban de sus sienes, se deslizaban por sus mejillas e iban, silenciosas, a estrellarse y morir en su pecho. Le he visto arrugas nuevas en la frente, minúsculas arruguillas alrededor de la boca, como diminutas espinas; la piel empezando a descolgarse en el cuello, donde al principio de nuestra relación le gustaba que lo besara. He visto estos años en su rostro, he visto el tiempo que nos aleja de nuestros sueños y nos acerca al silencio. Y entonces, he encontrado guapo a mi Jo sumido en su sueño de niño enfermo, y me ha gustado mi mentira. He pensado que si el hombre más guapo del mundo, el más atento, el más «todo», apareciera aquí y ahora, no me levantaría, no me iría con él, no le sonreiría siquiera.

Me quedaría aquí porque Jo me necesita y una mujer necesita que la necesiten.

El más guapo del mundo no necesita a nadie porque tiene a todo el mundo. Tiene su belleza y el incontrolable apetito de todas las mujeres que quieren saciarse de él y acabarán por devorarlo y lo dejarán muerto, con los huesos bien chupados, brillantes y blancos, en la fosa de sus vanidades.

Al cabo de un rato he llamado a Françoise. Va a pegar un cartelito en el escaparate de la mercería. «Cerrado dos días por gripe». Después he puesto la información en mi blog.

Inmediatamente he recibido cien mensajes.

Se ofrecían para ocuparse de la mercería hasta que mi marido se recuperara. Me preguntaban la talla de Jo para hacerle jerséis, guantes y gorros de punto. Me preguntaban si necesitaba ayuda, mantas; una persona para cocinar y limpiar, una amiga para hablar, para afrontar este mal trago. Era increíble. Diezdedosdeoro había abierto las compuertas de una amabilidad sepultada, olvidada. Mis historias de cordoncillos, cintas e hilo pastelero habían creado, al parecer, un vínculo muy fuerte; una comunidad invisible de mujeres que, al tiempo que redescubrían el placer de la costura, habían reemplazado la soledad de los días por la alegría de ser de pronto una familia.

Llamaron a la puerta.

Era una mujer del barrio, una adorable ramita de árbol espigado, como la actriz Madeleine Renaud. Traía unas tagliatelle. Tosí. Tanta solicitud inesperada me asfixiaba. No estaba acostumbrada a que me dieran algo sin que lo hubiera pedido. Fui incapaz de hablar. Ella sonrió con dulzura. Son de espinacas y queso fresco. Fécula y hierro. Necesita fuerzas, Jo. Balbucí unas palabras de agradecimiento y se me saltaron las lágrimas. Inextinguibles.