Nos mentimos continuamente.

Sé muy bien, por ejemplo, que no soy guapa. No tengo unos ojos azules en los que los hombres se contemplan, en los que desean sumergirse para que te lances a salvarlos. No tengo talla de modelo; soy más bien tía buena, tirando a rolliza. De las que ocupan un asiento y medio. Tengo un cuerpo que los brazos de un hombre de tamaño medio no pueden rodear entero. No poseo la gracia de esas mujeres a las que susurran largas frases acompañadas de suspiros a modo de puntuación, no. Yo provoco más bien la frase breve. La fórmula cruda. El hueso del deseo, sin chicha; sin la grasa confortable.

Todo eso lo sé.

Y aun así, antes de que Jo llegue a casa, a veces subo a nuestra habitación y me planto delante del espejo del armario…, por cierto, tengo que recordarle que lo fije a la pared, si no, el día menos pensado se me vendrá encima durante mi «contemplación».

Una vez allí, cierro los ojos y me desnudo despacio, como nadie me ha desnudado jamás. Siempre siento un poco de frío; me estremezco. Cuando estoy completamente desnuda, espero un poco antes de abrir los ojos. Saboreo. Vagabundeo. Sueño. Imagino los cuerpos conmovedores, languidecientes, de los libros de pintura que había en casa de mis padres; y años después, los cuerpos más crudos de las revistas.

Luego levanto despacio los párpados, como a cámara lenta.

Miro mi cuerpo, mis ojos negros, mis pechos pequeños, mis michelines y mi bosque de vello oscuro y me veo guapa, y os juro que en ese instante soy guapa, incluso muy guapa.

Esa belleza me hace profundamente feliz. Enormemente fuerte.

Me hace olvidar las cosas feas. La mercería un poco aburrida. Las conversaciones superfluas y la Loto de Danièle y Françoise, las gemelas de la peluquería y centro de estética que está al lado de la mercería. Esa belleza me hace olvidar las cosas inmóviles. Como una vida sin aventuras. Como esta ciudad

espantosa, sin aeropuerto; esta ciudad gris de la que no se puede huir y a la que jamás llega nadie, ningún ladrón de corazones, ningún caballero blanco montado en un caballo blanco.

Arras. 42 000 habitantes, 4 hipermercados, 11 supermercados, 4 fast-foods, unas cuantas calles medievales, una placa en la calle Miroir-de-Venise que informa a los transeúntes y a los olvidadizos de que allí nació el popular policía Eugène-François Vidocq el 24 de julio de 1775. Y mi mercería.

Desnuda, tan guapa frente al espejo, tengo la impresión de que me bastaría mover los brazos para echar a volar, ligera, graciosa; para que mi cuerpo se uniera a los de los libros de arte que había en la casa de mi infancia. Sería entonces, definitivamente, tan hermoso como ellos.

Pero nunca me atrevo.

El ruido de Jo, abajo, siempre me sorprende. Un crujido en la seda de mi sueño. Me visto deprisa y corriendo. La sombra cubre la claridad de mi piel. Yo sé que hay una belleza rara bajo mi ropa. Pero Jo nunca la ve.

Una vez me dijo que era guapa. Hace más de veinte años y yo tenía algo más de veinte años. Iba preciosa, con un vestido azul, un cinturón dorado, un falso aire de Dior; quería acostarse conmigo. Su cumplido pudo más que mi precioso vestido.

Ya lo veis, nos mentimos continuamente.

Porque el amor no resistiría la verdad.