La casa está en silencio.

Papá duerme en la fresca habitación de la planta baja. La enfermera ha salido con su novio; es un hombretón con una bonita sonrisa, sueña con África, escuelas y pozos (¿un candidato para mi millón?).

Hace un rato, mi Vittorio Gassman y yo nos hemos tomado una infusión en la terraza en penumbra; su mano temblaba en la mía, sé que no soy una persona segura; viento sin duda, una ramita quizá; debo de estar muy intranquila ahora para un hombre, no lo puedo evitar.

Se ha levantado en silencio y me ha besado en la frente: no tardes mucho, Jo, te espero; y antes de ir a esperar en nuestro dormitorio una curación que no se producirá esta noche, ha puesto el CD de esa aria de Mozart que me gusta tanto, al volumen justo para que inunde la terraza pero no despierte al fantástico contratenor, al jugador tramposo de Monopoly y al casi Premio Nobel.

Y esta noche, como todas las noches, en un playback perfecto, mis labios abrazan los de Kiri Te Kanawa, articulan las conmovedoras palabras de la condesa Almaviva: Dove sono i bei momenti / Di dolcezza e di piacer? / Dove andano i giuramenti / Di quel labbro menzogner? / Perchè mai se in pianti e in pene / Per me tutto si cangiò / La memoria di quel bene / Dal mio sen non trapassò?[3]

Canto para mí, en silencio, el rostro vuelto hacia el mar oscuro.

Me aman. Pero yo ya no amo.