43 - 1998
Peterson metió el coche en el garaje de ladrillos y sacó las maletas. Jadeando, las dejó fuera, en el camino que conducía hasta la granja. Las puertas del garaje se cerraron con un clang tranquilizador. Un viento mordiente soplaba del mar del Norte, barriendo el llano paisaje del este de Inglaterra. Se subió el cuello de su chaquetón de piel de oveja.
Ningún signo de movimiento en la casa. Probablemente nadie había oído el suave zumbido del coche. Decidió dar una vuelta por los alrededores, para dar un vistazo y estirar las piernas. La cabeza le daba vueltas. Necesitaba un poco de aire. Había pasado toda la noche en un hotel de Cambridge, cuando la repentina sensación de desmoronamiento lo había invadido de nuevo. Durmió durante la mayor parte de la mañana, y bajó con la esperanza de comer algo. El hotel estaba desierto. Al igual que las calles. Había señales de vida en las casas cercanas, humo en las chimeneas, y el amarillo resplandor de las luces. Peterson no se detuvo a preguntar. Condujo a través de un triste y vacío Cambridge, y salió al sombrío y llano campo lleno de marjales.
Se frotó las manos, más con satisfacción que para mantenerlas calientes. Desde hacía tiempo, cuando la enfermedad lo había golpeado de nuevo fuera de Londres, había llegado al convencimiento de que nunca podría llegar hasta tan lejos. Las carreteras estaban embotelladas a la salida de Londres y luego, al día siguiente, al norte de Cambridge, extrañamente vacías. Había visto camiones volcados y graneros incendiados al norte de Bury St. Edmunds. Cerca de Stowmarket una pandilla intentó atacarle. Llevaban hachas y azadas. Lanzó el coche directamente por entre ellos, arrojando cuerpos por el aire como si fueran bolos.
Pero aquí la granja permanecía tranquila bajo las avanzantes nubes grises del este de Inglaterra. Hileras de árboles sin hojas marcaban los límites del terreno. Negros bultos colgaban del entramado de desnudas ramas, nidos de cuervos recortados contra el cielo. Caminó pesadamente cruzando el campo occidental, sintiendo las piernas débiles, el negro lodo pegándose a sus botas. A su derecha, las vacas se apretujaban pacientemente junto a una puerta, su aliento creando nubéculas en el aire, aguardando ser conducidas a su establo. La cosecha había sido efectuada hacía dos semanas… él lo había ordenado. Los campos estaban vacíos ahora. Dejémoslos descansar; hay tiempo.
Dio un rodeo cruzando los campos de remolacha hasta la vieja casa de piedra. Parecía engañosamente ruinosa. La única nota visible de algo nuevo era el invernadero de cristal adosado al sur. Los paneles de cristal llevaban embutida una tela metálica, eran completamente seguros. Hacía años, cuando había empezado todo aquello, se había decidido por un sistema totalmente subterráneo, completamente aislado. El invernadero disponía de agua filtrada y fertilizantes. Los depósitos de agua bajo los campos del norte contenían reservas para un año. El invernadero podía producir un razonable suministro de verduras durante largo tiempo. Eso, y la despensa guardada bajo la casa y el granero, proporcionaban unas amplias reservas.
Para hacer todos esos trabajos, por supuesto, había contratado obreros de ciudades alejadas. La enorme reserva de carbón procedía de Cambridge, no del más cercano Dereham. Las minas en los campos y a lo largo de la única carretera —que podían ser activadas a control remoto o mediante un sistema de detección— habían sido instaladas por un mercenario. Peterson había arreglado las cosas de modo que el hombre fuera contratado para una operación en el Pacífico inmediatamente después, y no había regresado. Los perros guardianes electrónicos que protegían la granja habían sido adquiridos en California y montados por un tipo de Londres. De este modo, nadie conocía exactamente la amplitud de la operación.
Sólo su tío lo sabía todo, y era un hombre más bien silencioso. Lo cual quería decir que era también una compañía bastante aburrida. Por un momento lamentó no haberse traído a Sarah. Pero ella no hubiera encajado demasiado allí, hubiera sido incapaz de soportar la soledad de los largos días. De todas las mujeres que había conocido el pasado año, Marjorie Renfrew era la única que podía haber encajado allí. Sabía algo de los trabajos de una granja, y había resultado ser inesperadamente sensual. Había comprendido su necesidad cuando llegó a su casa aquella noche, y lo había recibido con una instintiva pasión. Pese a ello, sin embargo, no podía imaginar el vivir con ella durante más de una semana. Hablaría y no pararía de ir de un lado para otro, molestando, criticándolo como una madre, alternativamente.
No, los únicos compañeros que podía imaginar para el inmediato futuro eran hombres. Pensó en Greg Markham. Era alguien en quien hubieras podido confiar que no te dispararía a la espalda en una cacería de venados ni saldría corriendo ante una serpiente. Una inteligente conversación y un silencio sociable. Buen juicio, y una cierta perspectiva.
Sin embargo, iba a ser difícil sin una mujer. Probablemente hubiera debido emplear más tiempo en aquello, no encerrarse tanto en los aleteantes entornos de Sarah. No importaba lo que hiciera el mundo para salirse de aquel cenagal, con los tiempos difíciles las actitudes suelen cambiar. Lo que la ciencia social llamaba a menudo «sexualidad libre», y que Peterson siempre había imaginado que era dar lo que el mundo debía a todos, dejaría de existir. Mujeres, mujeres de todas clases y formas y aromas. Como el resto de la gente, cambiaban también, por supuesto, pero como objetivos de un estilo secundario de vida más allá del frágil intelecto eran notablemente iguales, hermanas compartiendo la misma magia. Había intentado comprender su propia actitud en términos de teoría psicológica, pero lo había dejado correr convencido del simple y llano hecho de que vivir iba más allá de esas categorías. Las ideas no convenientes funcionaban. No se trataba de reforzar el ego ni de disimulada agresividad. No era tampoco una forma encubierta de alguna imaginada homosexualidad… había sentido una cierta inclinación hacia ello cuando joven y había descubierto que no era algo para él, no, gracias. Era algo que estaba más allá del nivel de la mera charla analítica. Las mujeres eran parte de esa ansia de devorar el mundo que siempre había sentido, una forma de mantenerse constantemente sensual pero nunca saciado.
De modo que durante el último año las había probado todas, había perseguido cualquier posibilidad. Desde hacía tiempo había sabido que estaba ocurriendo algo importante. La frágil pirámide con él cerca del vértice superior iba a desmoronarse. Había gozado de todo lo que pronto iba a pasar, las mujeres y todo lo demás, y ahora no sentía remordimientos. Cuando uno navega en el Titanic, es absurdo sacar billete de cubierta.
Se peguntó ociosamente cuántos futurólogos habrían tenido razón. Pocos, sospechaba. Sus etéreos escenarios raramente hablaban de respuestas individuales. Habían desviado incómodos la vista en aquel viaje al norte de África. Lo personal, comparado con las mareas de las grandes naciones, no era más que un detalle irritante.
Se acercó a la casa de piedra, notando aprobadoramente lo vulgar y destartalada que parecía.
—¡Ha vuelto usted, señor!
Peterson se giró bruscamente. Un hombre se acercaba, empujando una bicicleta. Un hombre del pueblo, observó rápidamente. Pantalones de trabajo, chaqueta descolorida, botas altas.
—Sí, he vuelto para quedarme.
—Oh, estupendo, estupendo. Es un buen puerto para los días que corren, ¿eh? Le he traído su tocino y su cecina, señor.
—Oh. Excelente. —Peterson aceptó las cajas—. ¿Lo pondrá usted en la cuenta? —Mantuvo su voz tan natural como le fue posible.
—Bueno, precisamente de eso quería hablar con la casa. —Hizo una inclinación de cabeza, señalando hacia la granja.
—Puede hablarlo conmigo.
—De acuerdo. Bien, tal como están yendo las cosas… apreciaría que el pago fuera diario, entienda.
—Bueno, no veo ninguna razón para que no sea así. Nosotros…
—Y me gustaría el pago en especies, si es posible.
—¿Especies?
—El dinero ya no vale para nada, ¿verdad? ¿Algunas de sus verduras, quizá? Lo que más me gustaría sería latas de comida.
—Oh. —Peterson intentó valorar al hombre, que le dirigía una estereotipada sonrisa, una sonrisa que tenía otras interpretaciones más allá de la simple amistad—. Supongo que podemos conseguir algo de eso, sí. No tenemos muchos alimentos enlatados, ya sabe.
—Sin embargo, nos gustaría, señor. —¿Había un ligero tono agresivo en su voz?
—Veré lo que podemos hacer.
—Sería estupendo, señor. —El hombre esbozó un breve gesto de llevar una mano a su frente, como si fuera un criado y Peterson el amo. Peterson se quedó allí de pie mientras el hombre montaba en su bicicleta y se alejaba pedaleando. Había habido el suficiente asomo de parodia en su gesto como para dar a toda la conversación una interpretación distinta. Observó al hombre salir de su propiedad sin volver la vista atrás. Frunciendo el ceño, se dirigió de nuevo hacia la casa.
Rodeó el seto, evitando el jardín, y cruzó el patio de la granja. Del corral le llegaron apagados y alegres cloqueos. Junto a la puerta, rascó su botas en el viejo rascador de hierro y luego se las quitó apenas cruzar el umbral. Se puso unas zapatillas y colgó su chaqueta.
La enorme cocina era cálida y bien iluminada. La había equipado con una moderna instalación pero había dejado el antiguo suelo de piedra, desgastado por siglos de uso, y la gran chimenea y el viejo banco de roble. Su tío y su tía estaban sentados a ambos lados del fuego en cómodas mecedoras de respaldo alto, tan silenciosos e inmóviles como los morillos de hierro del hogar. En su lugar a la cabecera de la mesa, la gran tetera redonda desaparecía bajo el almohadillado de su guardacalor. Roland, el factótum de la granja, estaba colocando silenciosamente una bandeja de panecillos, trocitos de mantequilla dulce, y un plato de mermelada de fresas de fabricación casera sobre la mesa. Avanzó hacia el fuego para calentarse las manos. Su tía, al verle, se sobresaltó.
—¡Oh, bendita sea, pero si es Ian!
Se inclinó y palmeó a su esposo en la rodilla.
—¡Henry! Mira quién está aquí. Es Ian, ha venido a vernos. ¿No es maravilloso?
—Ha venido a vivir con nosotros, Dot —respondió pacientemente su tío.
—¿Oh? —dijo ella, desconcertada—. Oh. ¿Dónde está entonces esa preciosa chica tuya, Ian? ¿Dónde está Ángela?
—Sarah —corrigió él automáticamente—. Se ha quedado en Londres.
—Hum. Una chica estupenda, pero un poco ligera. Bueno, tomemos el té. —Se quitó la manta que cubría sus piernas.
Roland avanzó y la ayudó a levantarse y dirigirse hacia donde estaba la tetera. Se sentaron todos en torno a la mesa. Roland era un hombre robusto, de movimientos lentos. Llevaba dos décadas con la familia.
—Mira, Roland, Ian ha venido a visitarnos. —Peterson suspiró. Su tía llevaba años senil; sólo su marido y Roland mantenían una cierta continuidad en su mente.
—Ian ha venido a vivir con nosotros —repitió su tío.
—¿Dónde están los niños? —preguntó ella—. Se están retrasando.
Nadie le recordó que sus dos hijos se habían ahogado en un accidente de navegación hacía quince años. Aguardaron pacientemente a que se completara el diario ritual.
—Bien, pues no les esperemos. —Tomó la pesada tetera y empezó a servir el fuerte y humeante té en las tazas de cerámica artesana a rayas azules y blancas.
Comieron y bebieron en silencio. Fuera, la lluvia que había estado amenazando durante todo el día empezó a caer, tímidamente al principio, repiqueteando contra las ventanas, luego con mayor firmeza. En la distancia, las vacas, alteradas por el golpetear de la lluvia sobre el techo de su cobertizo, mugieron su lamento.
—Está lloviendo —apuntó su tío.
Nadie respondió. A Peterson le gustaba aquel silencio. Y cuando hablaban, sus planas vocales propias del este de Inglaterra penetraban como un bálsamo en sus oídos, lentas y suaves. La canguro de su infancia había sido una mujer de Suffolk.
Terminó su té y se dirigió a la biblioteca. Pasó los dedos por la garrafita de cristal tallado, renunció a tomar una copa. El rítmico sonido de la lluvia quedaba ahogado por las pesadas contraventanas de roble. Habían sido bien construidas ocultando una plancha de acero. Había convertido el lugar en una fortaleza. Capaz de resistir un largo asedio. Los establos y los corrales poseían dobles paredes y estaban conectados con la casa mediante túneles. Todas las puertas eran dobles, con enormes cerraduras. Cada habitación era una armería en miniatura. Sacó un rifle de la pared de la biblioteca. Comprobó la recámara: aceitada y cargada, como había ordenado.
Escogió un cigarro y se dejó caer en su sillón de piel con brazos. Tomó un libro que había permanecido allí aguardando, un Maugham. Empezó a leer. Roland llegó y encendió la chimenea. El crujir de la madera alejó los residuos de frío de la habitación. Más tarde habría tiempo para revisar el almacenamiento de provisiones y establecer un plan alimentario. Nada de agua procedente del exterior, al menos durante un tiempo. No más viajes al pueblo. Se arrellanó más en el sillón, consciente de las cosas que aún había que hacer, pero que por el momento todavía no eran urgentes. Le dolían los miembros y se sentía aún invadido por oleadas de debilidad. Allí todavía era Peterson de Peters Manor, y dejó que esta sensación se infiltrara en él, proporcionándole una especie de relajación interior. ¿Era Russell quien había dicho que ningún hombre se sentía realmente cómodo lejos del entorno de su infancia? Había una cierta verdad en aquello. Pero el tipo del pueblo, precisamente ahora… Peterson frunció el ceño. Realmente, debían dejar de utilizar el tocino; cualquier cosa que pudiera estar contaminada por lo que caía de las nubes, al menos durante un tiempo. El hombre del pueblo probablemente sabía esto. Y debajo de sus modales de sí-señor había habido una clara amenaza. Había venido a negociar seguridad, no tocino. Dale un poco de comida enlatada, y se quedará contento.
Peterson se agitó inquieto en su sillón. Durante toda su vida no había dejado de moverse, pensó. Había abandonado su placentera existencia de caballero campesino para ir a Cambridge, y luego para meterse en el gobierno. Había utilizado todas las palancas que había encontrado para impulsarse hacia arriba. Sarah, evidentemente, era el caso más reciente y más claro, sin olvidar el propio Consejo. Todos habían ayudado. El propio gobierno, por supuesto, había seguido en buena medida la misma estrategia. La economía moderna y el estado del bienestar hipotecaban fuertemente el futuro.
Ahora se hallaba en un lugar que no podía abandonar. Tenía que depender de aquellos que había a su alrededor. Y de pronto fue inconfortablemente consciente de que aquel pequeño grupo de personas hasta entonces fácilmente manejables en la casa y en el pueblo eran agentes libres también. Una vez la sociedad empezaba a resquebrajarse, ¿en qué se convertía el orden que había mantenido al Peters Manor tranquilo y a salvo? Peterson permaneció sentado a la menguante luz del día y pensó, tamborileando con los dedos en el brazo de su sillón. Intentó seguir con su lectura, pero no consiguió centrar en ella su interés. A través de la ventana podía ver los roturados campos que se extendían hasta el horizonte. Un viento del norte agitaba las recortadas copas de los árboles. Estaba anocheciendo. El fuego chasqueaba.