8 - 14 de octubre de 1962
Gordon revisó el correo que había encontrado en su buzón. Publicidad de una nueva obra musical, Parad el mundo que me apeo, enviada por su madre. No era probable que pudiera asistir al estreno de la temporada en Broadway aquel año; la echó al cubo de la basura. Algo llamado los Ciudadanos Pro Una Literatura Decente le había enviado un opúsculo detallando los excesos de Los aventureros y del Trópico de Capricornio de Miller. Gordon leyó los fragmentos con interés. En el bosque de muslos entrelazados, naufragantes orgasmos y francos ejercicios gimnásticos, no pudo ver nada que pudiera corromper al cuerpo político. Pero el general Edwin Walker creía que sí, y Barry Goldwater hacía una brillante aparición como un sabio a través de una cuidadosamente elaborada advertencia acerca de la erosión de la voluntad pública a través del vicio privado. Todo ello mezclado con la habitual estúpida analogía entre Estados Unidos y la decadencia del Imperio romano. Gordon dejó escapar una risita y lo tiró también. Aquello era otra civilización completamente distinta, allí en el oeste. Ningún grupo censor hubiera solicitado jamás el apoyo del personal universitario en la costa Este; sabían que era inútil, un desperdicio de envíos postales. Quizás esos estúpidos de aquí pensaran que la analogía con el Imperio romano atraería a los universitarios. Gordon hojeó rápidamente el último ejemplar de la Physical Review, anotando los artículos que debería leer más tarde. Claudia Zinnes hablaba de cosas interesantes acerca de resonancias nucleares, con datos muy precisos; el viejo grupo de Columbia estaba haciendo honor a su reputación.
Gordon suspiró. Quizás hubiera debido quedarse en Columbia tras su doctorado, en vez de aceptar tan pronto el puesto de profesor ayudante. La Jolla era un lugar competitivo, lleno de energías, hambriento de fama y de «eminencia». Una revista local tenía una sección titulada «Una universidad en su camino a la grandeza», llena de bombo y platillos, con fotos de profesores inclinados sobre complicados instrumentos o rumiando sobre una ecuación. California en su camino a las estrellas, California siempre adelante, California cambia dólares por cerebros. Habían conseguido a Herb York, que había sido subsecretario del Departamento de Defensa, como primer canciller del campus. Y también habían venido Harold Urey, y los Mayer, y luego Keith Brueckner en teoría nuclear, un riachuelo de talentos que ahora se había convertido en un torrente. En tales aguas, un profesor ayudante tenía las mismas seguridades de empleo que un cebo al extremo de una caña.
Gordon recorrió los pasillos del tercer piso, contemplando los nombres en las puertas. Rosenbluth, el teórico de plasma que algunos consideraban que era el mejor del mundo. Matthias, el artista de las bajas temperaturas, el hombre que ostentaba el récord de superconductibilidad a las más altas temperaturas operativas. Kroll y Suhl y Piccioni y Feher, nombres que evocaban como mínimo una incisiva intuición, un cálculo brillante, un notable experimento. Y allí, al final del corredor embaldosado e iluminado como todos los demás: Lakin.
—Ah, recibió usted mi nota —dijo Lakin cuando respondió a la llamada de Gordon—. Estupendo. Tenemos que tomar algunas decisiones.
—¿Oh? —dijo Gordon—. ¿Por qué? —Y se sentó al otro lado del escritorio de Lakin, junto a la ventana. Fuera, los bulldozers estaban arrancando algunos de los eucaliptos preparando la construcción del nuevo edificio de química, gruñendo mecánicamente.
—Mi subvención de la Fundación Nacional para la Ciencia está a punto de ser renovada —dijo Lakin significativamente.
Gordon observó que Lakin no decía «nuestra» subvención de la FNC, pese a que tanto él como Shelly y Gordon eran todos investigadores sujetos a los mismos fondos. Lakin era el hombre que autorizaba todos los cheques, el I. P. como lo llamaban siempre las secretarias: el Investigador Principal. Aquélla era la diferencia.
—Pero la proposición de renovación no está prevista hasta Navidad —dijo Gordon—. ¿Debemos empezar a escribir tan pronto nuestros informes?
—No estoy hablando de escribir nuestros informes. Lo que me preocupa es: ¿acerca de qué vamos a escribir nuestros informes?
—Sus experimentos sobre spins localizados… —Lakin agitó la cabeza, con el ceño fruncido—. Están aún en un estadio exploratorio. No pueden utilizarse como informe base.
—Los resultados de Shelly…
—Sí, son prometedores. Un buen trabajo. Pero son convencionales, una simple proyección lineal de un trabajo anterior.
—Eso me deja a mí.
—Sí. Usted. —Lakin unió sus manos frente a él sobre el escritorio. El sobre del escritorio estaba ostensiblemente limpio, cada hoja de papel cuidadosamente alineada con las demás, los lápices ordenados paralelamente.
—Todavía no he conseguido nada claro.
—Le confié a usted el problema de la resonancia nuclear, junto con un excelente estudiante, Cooper, para acelerar las cosas. A estas alturas esperaba un conjunto completo de resultados.
—Sabe los problemas que hemos tenido con el ruido.
—Gordon, no le confié ese problema por accidente —dijo Lakin, sonriendo ligeramente. Su alta frente se frunció en una expresión de preocupada amistad—. Creí que sería un buen impulso para su carrera. Admito que no es precisamente el tipo de trabajo al que está usted acostumbrado. El problema de su tesis era más directo. Pero un resultado definido podría ser publicable en la Phys Rev Letters, y eso nos ayudaría mucho en nuestra subvención. Y a usted, en su posición en el departamento.
Gordon miró por la ventana, a las grandes máquinas que devoraban el paisaje, y luego de vuelta a Lakin. La Physical Review Letters era la revista de física de más prestigio en aquellos momentos, el lugar donde eran publicados los resultados más importantes apenas unas semanas después de haberse producido, antes que esperar a ser publicados en la Physical Review o en otras revistas de física menos importantes, mes tras mes. El flujo de información obligaba a los científicos a reducir sus lecturas a unas pocas revistas, puesto que todas ellas se hacían más y más gruesas. Era como intentar beber en la boca de una manguera de incendios. Para ahorrar tiempo uno empezaba a confiar en los resúmenes de la Physical Review Letters, prometiéndose leer con más calma todas las demás revistas cuando se dispusiera de un poco más de tiempo.
—Estoy de acuerdo con todo eso —dijo Gordon suavemente—. Pero todavía no dispongo de ningún resultado publicable.
—Oh, sí lo tiene —murmuró calurosamente Lakin—. Ese efecto del ruido. Es de lo más interesante.
Gordon frunció el ceño.
—Hace unos pocos días decía usted que era simplemente un fallo técnico.
—Ese día me mostré un poco temperamental. No aprecié completamente sus dificultades. —Pasó sus largos dedos por sus ralos cabellos, echándolos hacia atrás y revelando un blanco cuero cabelludo que contrastaba fuertemente con su intenso bronceado—. El ruido que descubrió usted, Gordon, no es una simple alteración. Después de pensar un poco en ello, creo que tiene que tratarse de un nuevo efecto físico.
Gordon lo miró incrédulo.
—¿Qué tipo de efecto? —dijo lentamente.
—No lo sé. Evidentemente, algo está perturbando el proceso normal de resonancia nuclear. Sugiero que lo llamemos «resonancia espontánea», simplemente para disponer de un nombre de trabajo. —Sonrió—. Más tarde, si comprobamos que es algo tan importante como sospecho, el efecto puede recibir su propio nombre, Gordon… ¿quién sabe?
—¡Pero Isaac, no lo comprendemos! ¿Cómo podemos darle un nombre como ése? «Resonancia espontánea» significa que algo dentro del cristal está ocasionando que el spin magnético varíe hacia uno y otro lado.
—Sí, eso es lo que hace.
—¡Pero no sabemos lo que está ocurriendo!
—Es el único mecanismo posible —dijo Lakin fríamente.
—Quizá.
—Todavía no está usted seguro de esa teoría suya de las señales, ¿verdad? —dijo Lakin sarcásticamente.
—Estamos estudiándolo. Precisamente ahora Cooper está tomando más datos.
—Eso son tonterías. Está malgastando usted el tiempo de ese estudiante.
—No a mi modo de ver.
—Me temo que su «modo de ver» no sea el único factor que intervenga en este caso —dijo Lakin, lanzándole una pétrea mirada.
—¿Qué significa eso?
—Posee usted poca experiencia en estos asuntos. Estamos trabajando a plazo fijo. La renovación de la subvención de la FNC es más importante que sus objeciones. No me gusta plantear el asunto tan brutalmente, pero…
—Sí, sí, usted mira por los intereses del grupo.
—No creo necesario que nadie termine las frases por mí.
Gordon parpadeó y miró por la ventana.
—Lo siento.
Hubo un silencio, roto tan sólo por el gruñir de los bulldozers, interrumpiendo la concentración de Gordon. Sus ojos se clavaron en un grupo de jacarandas que había más allá, y contempló como unas mandíbulas mecánicas se clavaban en una vieja cerca semipodrida y la arrancaban. Parecía como un corral, un antiguo elemento del viejo Oeste que estaba desapareciendo. Aunque por otra parte lo más probable era que se tratara de un remanente de los terrenos de la Marina que la universidad había adquirido, Camp Matthews, donde los soldados de infantería habían sido adiestrados para la guerra de Corea. Un centro de entrenamiento desaparecía, y otro ocupaba su lugar. Gordon se preguntó para luchar contra qué estaban siendo entrenados allí. ¿Contra los enigmas de la ciencia? ¿O contra las subvenciones?
—Gordon —empezó Lakin, su voz reducida a un tranquilo murmullo—. No creo que aprecie usted realmente el significado de este «problema de ruido» que tiene entre manos. Recuerde, no tiene que comprenderlo todo acerca de un nuevo efecto para descubrirlo. Goodyear descubrió accidentalmente cómo hacer caucho vulcanizado mezclando caucho con azufre en un horno caliente. Roentgen descubrió los rayos X mientras estaba realizando un experimento con descargas eléctricas en un medio gaseoso.
Gordon hizo una mueca.
—Eso no significa que todo lo que no comprendemos sea importante, sin embargo.
—Por supuesto que no. Pero crea en mi opinión en este caso. Este es exactamente el tipo de misterio que publicará la Phys Rev Letters. Y nos dará una buena imagen ante la FNC.
Gordon agitó la cabeza.
—Creo que se trata de una señal.
—Gordon, este año su puesto va a ser revisado también. Podemos promocionarle a un grado superior al de profesor ayudante. Incluso podríamos promocionarle a una titularidad.
—¿De veras? —Lakin no había mencionado que él también podía conseguir, burocráticamente hablando, una «nominación definitiva».
—Un buen artículo en la Phys Rev Letters tiene mucho peso.
—Oh, sí.
—Y si su experimento sigue sin producir nada concreto, me temo que no voy a disponer, lamentablemente, de muchos argumentos que presentar a su favor.
Gordon estudió a Lakin, sabiendo que no había nada más que decir. La suerte estaba echada. Lakin se reclinó en su sillón de ejecutivo, agitando la cabeza con controlada energía, observando el impacto de sus palabras. Su camisa de banlón comprimía un pecho atlético, sus pantalones de punto se ajustaban a unas piernas musculosas. Se había adaptado bien a California, extrayendo todo lo que podía de su clima y de su sol. Había sido un largo camino desde los atestados y oscuros laboratorios del MIT. Lakin era feliz allí, y deseaba gozar del lujo de vivir en una ciudad de ricos. Haría todo lo que fuera necesario por mantener su posición; deseaba quedarse allí.
—Pensaré en ello —dijo Gordon con voz inexpresiva. Al lado de Lakin, fuerte y musculoso, se sentía demasiado grueso, demasiado pálido, demasiado torpe—. Y seguiré reuniendo datos —terminó.
En el camino de vuelta del Campo Lindbergh, Gordon mantuvo la conversación en un seguro terreno neutral. Su madre no dejó de charlotear de los vecinos de la calle Doce cuyos nombres él ni siquiera recordaba, y mucho menos sus intrincados problemas familiares, sus matrimonios, sus nacimientos y muertes. Su madre suponía que captaría instantáneamente la importancia de la compra por parte de los Goldberg de una casa en Miami, al fin, y comprendería por qué su hijo Jeremy había preferido la Universidad de Nueva York antes que la Yeshiva. Todo aquello formaba parte de la enorme comedia de la vida. Cada episodio de aquel inacabable folletín tenía su significado. Algunos recibirían su merecido castigo. Otros, tras muchos sufrimientos, se harían acreedores de su recompensa final. En el caso de su madre, él representaba una recompensa, al menos en vida. Ella lanzó ohs y ahs a cada maravilla que cruzaban a la menguante luz del atardecer, mientras avanzaban por la carretera número 1 en dirección a La Jolla. Las palmeras que crecían libremente al borde de la carretera. La blanca arena de la Mission Bay, libre de gente y de basura. No era como Coney Island. Nada de aceras atiborradas de gente, nada de gritos y empujones. Una visión del océano desde monte Soledad, extendiéndose hasta el azul infinito, en vez de la visión gris que se terminaba en el revoltijo de Nueva Jersey. Ella se mostró impresionada ante todo, todo le recordaba lo que la gente decía de Israel. Su padre había sido un sionista ferviente, que siempre había contribuido económicamente a la causa. Gordon estaba seguro de que ella seguía haciéndolo, aunque nunca le había pedido que él lo hiciera también; quizá sentía que él necesitaba todo su gelt [1] para mantener su imagen profesional. Bueno, era cierto. La Jolla era un lugar caro. Pero Gordon dudaba de que ahora sintiera la necesidad de contribuir a las tradicionales causas judías. Su traslado desde Nueva York había cortado sus conexiones con todos aquellos rituales de leyes alimentarias y verdades talmúdicas.
Penny le había dicho que él nunca le había parecido demasiado judío, pero él sabía que eso era debido simplemente a la ignorancia de ella. Penny había crecido en un ambiente protestante blanco anglosajón, donde no le habían enseñado ninguno de los pequeños indicios reveladores. Claro que la mayor parte de la gente en California era probablemente igual de indiferente acerca de esos asuntos, lo cual convenía perfectamente a Gordon. Nunca le había gustado que los desconocidos hicieran suposiciones sobre él antes incluso de estrecharle la mano. Liberarse del claustrofóbico ambiente judío de Nueva York era una de las razones principales que le habían impulsado a venir a La Jolla.
Estaban acercándose a casa, girando hacia la calle Nautilus, cuando su madre dijo, demasiado casualmente:
—Esa Penny, deberías hablarme un poco de ella antes de conocerla, Gordon.
—¿Qué quieres que te diga? Es una chica californiana.
—¿Y eso qué significa?
—Que juega al tenis, camina por las montañas, ha estado cinco veces en México pero nunca ha ido más lejos hacia el este que Las Vegas. También practica el surf. Ha intentado que yo lo practique también, pero antes quiero recuperar mi forma física. Estoy haciendo de nuevo mis ejercicios de las fuerzas aéreas canadienses.
—Eso suena estupendo —dijo ella, dudosa.
Gordon la inscribió en el Surfside Motel, a dos manzanas de su apartamento, y luego la condujo a éste. Entraron en una habitación llena del aroma de un estofado cubano que Penny había aprendido a cocinar cuando compartía su habitación con una chica latinoamericana. Salió de la cocina, quitándose un delantal y con un aspecto más de ama de casa de lo que Gordon recordaba haberle visto nunca. Así que Penny estaba poniendo todo lo posible de su parte, pese a sus objeciones. Su madre se mostró efusiva y entusiasta. Se precipitó a la cocina para ayudarla con la ensalada, inspeccionando la receta del estofado de Penny y moviendo todos los cacharros. Gordon se dedicó al ritual del vino, que apenas acababa de aprender. Hasta su llegada a California no conocía otra cosa más que la cepa Concord. Ahora tenía una pequeña bodega comprada en Krug y Martini en un armario, y podía comprender la jerga acerca de cuerpo y bouquet, aunque en realidad no estaba muy seguro de lo que significaban esos términos.
Su madre salió de la cocina, puso la mesa con una rápida y resonante eficiencia, y preguntó dónde estaba el cuarto de baño. Gordon se lo dijo. Cuando se volvió hacia Penny captó su mirada y su sonrisa. Le sonrió también. Dejemos que tus píldoras anticonceptivas sean el estandarte de la independencia.
La señora Bernstein estaba más tranquila cuando regresó. Caminaba balanceándose más de lo que Gordon recordaba, su invariable ropa negra agitándose al compás mientras cruzaba la habitación. Tenía una mirada distraída. La cena empezó y transcurrió con pocas noticias en la conversación. El primo Irv se había dedicado a la lencería en algún lugar en Massachusetts, el tío Herb estaba haciendo dinero a manos llenas como de costumbre, y su hermana —aquí su madre hizo una pausa, como si de repente recordara que aquél era un tema que no debía ser tocado— seguía yendo con aquel grupo de chalados en el Village. Gordon sonrió; su hermana, dos años mayor que él y mucho más atrevida, estaba viviendo por su cuenta. Hizo una observación acerca de su arte, y de cómo era necesario un cierto tiempo para imponerse en los medios artísticos, y su madre se volvió hacia Penny y dijo:
—Supongo que tú también estás interesada en las artes, ¿no?
—Oh, sí —dijo Penny—. Literatura europea.
—¿Y qué opinas del nuevo libro del señor Roth?
—Oh —dijo Penny, evidentemente buscando ganar tiempo—. Creo que aún no he terminado de leerlo.
—Deberías hacerlo. Te ayudaría a comprender mucho más a Gordon.
—¿Eh? —dijo Gordon—. ¿Qué quieres decir?
—Bueno, querida —dijo la señora Bernstein, con un tono bajo y afectuoso—, podría darte alguna idea acerca de… bueno… creo que el señor Roth es, supongo que estarás de acuerdo conmigo, Penny, un escritor muy profundo.
Gordon sonrió, preguntándose si podía permitirse una franca risa. Pero antes de que pudiera decir nada Penny murmuró:
—Considerando que Faulkner murió en julio, y Hemingway el año pasado, supongo que eso pone a Roth en algún lugar entre los cien mejores novelistas americanos, pero…
—Oh, pero ellos escribían sobre el pasado, Penny —insistió la señora Bernstein obstinadamente—. Su nuevo libro, Liberándose, está lleno de…
En aquel punto, Gordon se echó hacia atrás en su silla y dejó vagar su mente. Su madre volvía a incidir en su teoría acerca del resurgimiento y la preeminencia de la literatura judía, y Penny estaba respondiéndole con precisión, tal como había predicho. Las teorías de su madre se confundieron rápidamente en su mente con los hechos revelados. Sin embargo, en Penny tenía a una terca oponente, que no estaba dispuesta a transigir para obtener la paz. Podía sentir la tensión aumentando entre ellas. No había nada que él pudiera hacer para detenerlo. El problema no era en absoluto la teoría literaria, se trataba de shiksa[2] contra amor materno. Observó el rostro de su madre ponerse tenso. Las arrugas de su rostro se hicieron más profundas. Podía intervenir, pero sabía lo que ocurriría entonces: su voz se haría más y más aguda sin que él se diera cuenta de ello, hasta que de pronto estaría hablando con la misma voz de un adolescente apenas salido de la Bar Mitzvah. Su madre siempre conseguía eso de él, desencadenar esa respuesta. Bien, esta vez iba a eludir esta trampa.
Las voces de las dos mujeres se hicieron más fuertes. Penny citó libros, autores; su madre los barrió con un gesto y un sonido despectivo, confiadamente persuadida de que unas cuantas clases en la escuela nocturna la autorizaban a tener opiniones indiscutibles.
Gordon terminó su comida, saboreó lentamente el vino, miró al techo, y finalmente intervino:
—Mamá, se te está haciendo tarde, con la diferencia horaria y todo eso.
La señora Bernstein hizo una pausa a media frase y le miró inexpresivamente, como si saliera de un trance.
—Simplemente estamos teniendo una pequeña discusión, querido, no necesitas ponerte tan nervioso. —Sonrió. Penny consiguió una pálida imitación de sonrisa. La señora Bernstein se llevó una mano a su peinado en forma de colmena, un castillo de pelo que resistía cualquier cambio. Penny se puso en pie y retiró los platos, haciendo más ruido del necesario. El opresivo silencio entre ellos se hizo mayor.
—Vamos, mamá. Será mejor que nos vayamos.
—Los platos. —Empezó a recoger los cubiertos.
—Penny se encargará.
—Oh, entonces…
Se levantó, se sacudió unas invisibles migas de pan de su lustroso traje negro, recogió su bolso. Descendió los peldaños exteriores a paso rápido, clump clump, más rápido al final, como si estuviera huyendo de una incierta batalla. Tomaron un atajo que Gordon conocía, sus pasos resonando a su alrededor. Las olas murmuraban en la playa, a una manzana de distancia. Dedos de bruma derivaban y se enroscaban bajo las luces de la calle.
—Bueno, ella es diferente, ¿no? —dijo la señora Bernstein.
—¿En qué?
—Bueno…
—No, realmente. ¿En qué? —Creía saberlo ya.
—Estáis… —hizo un signo, no confiando en las palabras: engarfió el dedo mayor por encima del índice, uniéndolos— así, ¿no?
—¿Es eso diferente?
—Allí donde nosotros vivimos sí lo es.
—Ya soy mayor.
—Hubieras podido decírmelo. Advertir a tu madre.
—Preferí que primero la conocieras.
—Tú, un científico.
Suspiró. Su bolso trazaba largos arcos mientras caminaban, que la inclinación de las luces de la calle transformaba en alargadas sombras. Gordon llegó a la conclusión de que ella se había resignado a lo inevitable.
Pero no:
—¿No has conocido a ninguna chica judía en California?
—Vamos, mamá.
—No estoy hablando de tomar clases de rumba o algo así. —Se detuvo en seco—. Esto es toda tu vida.
Él se alzó de hombros.
—Es la primera vez. Aprenderé.
—¿Aprenderás qué? ¿A ser algo distinto?
—¿No es demasiado obvio el que te muestres tan hostil hacia todas mis amigas? No se necesita demasiado análisis para comprender eso.
—Tu tío Herb diría…
—Al diablo el tío Herb. Filosofía de mangante.
—Qué lenguaje. Si le dijera que tú has dicho…
—Dile que tengo dinero en el banco. Comprenderá.
—Tu hermana, al menos tu hermana está cerca de casa.
—Sólo geográficamente.
—Tú no sabes.
—Está embadurnando lienzos con óleo para curar su psicosis. Eso. Su psi-co-sis.
—No.
—Es cierto.
—Estás viviendo con ella, ¿verdad?
—Por supuesto. Necesito practicar.
—Desde que murió tu padre…
—No empieces con eso. —Hizo un gesto cortante con la mano—. Escucha, has visto como son las cosas. Así es como seguirán siendo.
—Por el amor de tu padre, Dios dé descanso a su alma…
—No puedes… —estuvo a punto de añadir empujarme con un fantasma, y eso es lo que pensó, pero dijo— comprenderme ahora.
—¿Una madre no puede?
—Exacto, a veces no.
—Te lo digo, te lo suplico, no rompas el corazón de tu madre.
—Haré lo que crea mejor. Ella es lo que más me conviene.
—Ella es… una chica que hace eso, vivir contigo sin matrimonio…
—No estoy seguro de que yo lo desee tampoco.
—Y ella, ¿qué es lo que desea?
—Mira, ya lo descubriremos nosotros. Sé razonable, mamá.
—¿Tú me pides que sea razonable? ¿Qué me calle y me quede tranquila y me muera y no diga nada? No puedo quedarme aquí y contemplar como os hacéis arrumacos.
—Entonces no mires. Tienes que aprender a conocerme, mamá.
—Tu padre hubiera… —pero no terminó la frase. A la fría luz de la calle, se envaró—. Déjala. —Su rostro estaba rígido.
—No.
—Entonces acompáñame a mi habitación.
Cuando regresó a su bungalow, Penny estaba leyendo el Time y comiendo almendras.
—¿Cómo ha ido? —sonrió amargamente por una comisura de la boca.
—No vas a ser elegida Miss Israel.
—Tampoco lo pretendía. Jesús, he visto estereotipos antes, pero…
—Aja. Todas esas tonterías suyas acerca de Roth.
—No era eso exactamente lo que ella pretendía decir.
—No, no lo era —admitió él.
A la mañana siguiente su madre telefoneó desde el motel. Tenía intención de pasar el día paseando por la ciudad, viendo las cosas interesantes. Dijo que no deseaba robarle su tiempo en la universidad, así que iría sola. Gordon admitió que probablemente era lo mejor, puesto que tenía un día ajetreado ante él: una clase, un seminario, llevar al conferenciante del seminario a comer, dos reuniones del comité por la tarde, y una entrevista con Cooper.
Regresó al apartamento más tarde de lo habitual aquella tarde. Llamó al motel donde estaba su madre, pero no obtuvo respuesta, Penny llegó a casa y cenaron juntos. Ella estaba teniendo algunos problemas con el trabajo de su curso y necesitaba consultar algunos libros. A las nueve terminaron con los platos y Gordon desplegó parte de sus notas sobre la mesa del comedor para preparar sus próximas clases. Terminó cuando eran casi las once, y sólo entonces se acordó de su madre. Llamó al motel. Le dijeron que había dado órdenes de «no molesten», y que no deseaba que le pasaran ninguna llamada. Gordon pensó en ir hasta allí y llamar a su puerta. Pero estaba cansado, y decidió ir a verla a primera hora de la mañana siguiente.
Se despertó tarde. Se preparó un bol de cereales mientras revisaba sus notas para la clase de mecánica clásica, comprobando los pasos de los problemas que debería desarrollar. Estaba metiendo los papeles en su maletín cuando pensó en llamar al motel. De nuevo su madre ya había salido.
A media tarde su conciencia le estaba remordiendo. Regresó temprano a casa y lo primero que hizo fue dirigirse al motel. No hubo respuesta a su llamada. Fue a preguntar a recepción, y el empleado miró en la pequeña casilla del correo bajo el número de su habitación. El hombre extrajo un sobre blanco y se lo tendió a Gordon.
—¿Doctor Bernstein? Sí. Dejó esto para usted, señor. Pagó ya su cuenta.
Gordon abrió el sobre, sintiéndose aturdido. Dentro había una larga carta, repitiendo los temas de su última discusión con más detalle. No podía comprender cómo un hijo, tan devoto hasta entonces, podía herir a su madre de aquel modo. Se sentía mortificada. Aquello que él estaba haciendo era moralmente erróneo. Enredarse con una chica tan diferente, vivir así… un horrible error. Y hacer aquello por una chica como ella, ¡por una shtunk de chica! Su madre estaba llorando, su madre estaba llena de preocupación por él. Sabía que no podía hacerle cambiar fácilmente de opinión. De modo que iba a dejarle solo. Iba a dejar que recuperara por sí mismo su cordura. Ella estaría bien. Iba a ir a Los Ángeles a ver a su prima Hazel, Hazel que tenía tres espléndidos hijos y a la que no había visto en siete años. Desde Los Ángeles volaría de vuelta a Nueva York. Quizá dentro de algunos meses pudiera acudir a visitarle de nuevo. Mejor aún, quizás él decidiera ir a visitarla antes a ella. Ver a sus amigos en Columbia. Ir a ver a la gente de la vecindad, que se alegraría enormemente de verle, la gran personalidad de toda la manzana. Hasta entonces, no dejaría de escribirle y de esperar. Una madre siempre espera.
Gordon se metió la carta en el bolsillo y se dirigió a casa. Se la mostró a Penny, y hablaron un rato acerca de ello, y luego él decidió archivarla en la parte de atrás de su mente, enfrentarse a su madre mas tarde. Normalmente esas cosas se curaban por sí mismas, si se les daba un poco de tiempo.