10
John Renfrew pasó la mañana del sábado colocando una nueva estantería en la pared más larga de su cocina. Marjorie llevaba meses tras él para que lo hiciera. Sus ligeras insinuaciones acerca de que colocara las tiras de madera «cuando tuviera un poco de tiempo libre» se habían ido acrecentando lentamente hasta adquirir peso, convirtiendo el trabajo en una tarea inevitable libremente aceptada. Los mercados estaban abiertos tan sólo unos cuantos días a la semana —«para evitar las fluctuaciones en el aprovisionamiento», era la explicación habitual, dada por las noticias de la noche—, y con los cortes de energía, la refrigeración era imposible. Marjorie había empezado a poner las verduras en conserva, y estaba reuniendo una cantidad importante de frascos herméticos. Aguardaban por el momento en cajas de cartón las prometidas estanterías.
Renfrew reunió sistemáticamente sus herramientas, con el mismo cuidado que en el laboratorio. Su casa era vieja y ligeramente inclinada hacia un lado, como si estuviera dominada por algún invisible viento. Renfrew descubrió que su plomada, colocada en la parte superior de la pared, se desplazaba sus buenos ocho centímetros de ella al llegar a la parte inferior. El suelo estaba ondulado por una leve fatiga, como un colchón muy usado. Se apartó de las ladeadas paredes, cerró un ojo, y vio que las líneas de su casa se burlaban de los ángulos rectos. Invertías algo de dinero en un lugar, reflexionó, y todo lo que obtenías era un laberinto de jambas y vigas y cornisas, todo ello ligeramente fuera de sitio a causa del peso de la historia. Un ángulo fuera de lugar en aquel rincón, una diagonal falseada por aquel otro lado. Tuvo un repentino recuerdo de cuando era chico, mirando desde el embaldosado de piedra a su padre, que alzaba la vista hacia el enyesado del techo como preguntándose cuándo iba a caerse sobre sus cabezas.
Mientras estudiaba el problema, sus propios chicos iban de un lado para otro por la casa.
Sus pies resonaban en los arrimaderos de madera barnizada que enmarcaban las moquetas. Llegaron a la puerta delantera y salieron al exterior, jugando al escondite. Se dio cuenta de que para ellos debía exhibir la misma expresión preocupada de su padre, el rostro concentradamente fruncido.
Preparó sus herramientas y empezó a trabajar. El montón de planchas de madera en el porche trasero fue disminuyendo gradualmente a medida que iba cortándolas, formando el tramado necesario. Para encajarlas al techo tuvo que cortarlas oblicuamente con una sierra. La madera se astillaba bajo los dientes de la sierra, pero mantuvo la línea del corte. Johnny apareció, cansado de jugar al escondite con su hermana mayor. Renfrew lo puso a trabajar dándole las herramientas a medida que las necesitaba. A través de la ventana, una pequeña radio anunció que Argentina se había unido al club nuclear.
—¿Qué es un club nuclear, papi? —preguntó Johnny, con los ojos muy abiertos.
—Gente que puede arrojar bombas —respondió.
Johnny jugaba pasándose una lima por la yema del dedo pulgar, frunciendo el ceño ante las finas líneas blancas que quedaban en la piel.
—¿Yo puedo unirme también?
Renfrew hizo una pausa, se humedeció los labios, miró hacia un cielo de un color azul profundo.
—Sólo los estúpidos se unen a él —dijo, y siguió con su trabajo.
La radio detalló el rechazo de Brasil a una serie de acuerdos comerciales preferenciales que hubieran establecido una Gran Zona Americana con Estados Unidos. Había informes acerca de que los americanos habían votado a favor de un trato preferencial en las importaciones como parte de su programa de ayuda al problema de la floración en el Atlántico sur.
—¿Una floración, papi? ¿Cómo puede haber en el océano algo parecido a una flor?
—Se trata de otro tipo de floración —dijo Renfrew ásperamente. Tomó unas cuantas maderas bajo el brazo, y las llevó al interior.
Estaba lijando los ásperos bordes cuando Marjorie entró procedente del jardín para su inspección. Se había llevado consigo la radio accionada a pilas.
—¿Por qué la estantería sale más de abajo que de arriba? —preguntó a modo de saludo. Últimamente se llevaba la radio consigo a todas partes, observó Renfrew, como si no pudiera soportar estar a solas sin oír ningún ruido.
—La estantería está a plomo. Son las paredes las que están inclinadas.
—Da una impresión extraña. ¿Estás seguro…?
—Compruébalo tú misma. —Le tendió su nivel de carpintero. Ella lo colocó sobre unos de los bordes de la madera aún por lijar. La burbuja de aire se inmovilizó exactamente entre las dos líneas señaladas—. ¿Ves? Exactamente a nivel.
—Bueno, supongo que sí —concedió Marjorie, reluctante.
—No te preocupes, tus frascos no van a caerse. —Colocó varios de los frascos en uno de los estantes. Aquel acto ritual completaba el trabajo. El cuadriculado de madera destacaba en la cocina, pino funcional contra viejos paneles de roble. Johnny palpó tentativamente las hojas de madera, como si se maravillara de haber participado en aquella construcción.
—Creo que voy a dar una vuelta por el laboratorio —dijo Renfrew, recogiendo la sierra y el escoplo.
—Espera, todavía tienes que cumplir con tus deberes de padre. Tienes que llevar a Johnny a la caza del mercurio.
—Oh, infiernos. Lo había olvidado. Mira, creí que…
—Que ibas a pasarte la tarde haciendo bricolaje —terminó Marjorie por él, con un ligero tono de reproche—. Me temo que no.
—Bueno, mira, sólo voy a pasar un momento por allí a recoger unas notas, algo relativo al trabajo de Markham.
—Entonces mejor ve con Johnny. De todos modos, ¿no puedes dejar el laboratorio ni siquiera por un fin de semana? Creí que lo habías dejado todo arreglado ayer.
—Elaboramos un mensaje con Peterson. Acerca de los problemas oceánicos, en su mayor parte. Dejamos a un lado todo lo referido a la fermentación en masa de la caña de azúcar para la obtención de combustible.
—¿Qué hay de malo en ello? Quemar alcohol es más limpio que quemar ese horrible petróleo que nos están vendiendo ahora.
Renfrew se lavó las manos en la fregadera.
—Cierto. El problema estriba en que los brasileños cortaron buena parte de su jungla para crear campos de caña de azúcar. Eso disminuye el número de plantas que pueden absorber anhídrido carbónico del aire. Piensa un poco en ello, y descubrirás que eso explica las variaciones del clima mundial, el efecto de invernadero, las lluvias y todo lo demás.
—¿El Consejo decidió eso?
—No, no, los equipos investigadores de todo el mundo fueron quienes lo hicieron. El Consejo simplemente decide la política a seguir para enfrentarse a todos esos problemas. El mandato de las Naciones Unidas, poderes extraordinarios, y todo eso.
—Tu señor Peterson debe ser un hombre muy influyente.
Renfrew se alzó de hombros.
—Dicen que es pura suerte que el Reino Unido haga oír su voz. La única razón de ello es que seguimos manteniendo equipos de investigación trabajando en los problemas más visibles. De otro modo, tendríamos un asiento más apropiado al lado de Nigeria o de la Unión Vietnamita o de alguna otra nulidad.
—Lo que tú estás haciendo es algo…, «visible», ¿no?
Renfrew dejó escapar una risita.
—No, es más bien malditamente transparente. Peterson ha desviado alguna ayuda en mi dirección, pero lo está haciendo como una especie de travesura personal, me atrevería a apostar.
—Es muy considerado por su parte.
—¿Considerado? —Renfrew se secó las manos, pensativo—. Está interesado intelectualmente, eso puedo decirlo, aunque no es el tipo de intelectual de los que a mí me gustan. Digamos que se trata de una especie de acuerdo. Él se está divirtiendo un poco con ello, y yo recibo dinero a cambio.
—Pero tiene que pensar que vas a tener éxito.
—¿Tiene? Quizá. No estoy seguro de creerlo yo mismo.
Marjorie pareció desconcertada.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Es un magnífico experimento de física. No sé si podemos alterar el pasado. Nadie lo sabe. La física es un caos al respecto. Si no hubieran cerrado por completo los fondos para la investigación, estoy seguro de que habría montones de personas trabajando en el problema. Yo, aquí, he tenido la suerte de poder llevar a cabo los experimentos definitivos. Ésa es la razón. La ciencia, amor.
Marjorie frunció el ceño ante aquello, pero no dijo nada. Renfrew contempló su obra. Ella empezó a alinear rápidamente tarros en los estantes. Cada uno de ellos estaba sellado por una anilla de caucho y una abrazadera de metal. Dentro nadaban vagas formas vegetales. Renfrew encontró aquella visión muy apetitosa.
Bruscamente Marjorie se dio la vuelta de su trabajo, el rostro crispado por la preocupación, y dijo:
—Tú le estás engañando, ¿verdad?
—No, amor. Estoy… ¿cuál es la frase?… manteniendo en alto sus esperanzas.
—Él espera…
—Mira, Peterson está interesado en el problema. Yo no soy responsable por adivinar sus auténticos motivos. Cristo, la próxima vez lo querrás tener en el diván hablándonos de su infancia.
—No lo he conocido nunca —dijo ella rígidamente.
—Exactamente, esta conversación no tiene ningún sentido.
—Pero estamos hablando precisamente de ti. Tú…
—Alto. Lo que tú no te das cuenta, mi pequeña Mary, es que nadie sabe realmente nada acerca de esos experimentos. Todavía no puedes acusarme de alimentar falsas esperanzas en nadie. Y en cuanto a eso, Peterson parecía más preocupado que yo con la interferencia que estamos recibiendo, así que quizá lo haya calificado mal.
—¿Alguien está interfiriendo?
—No, no, algo está interfiriendo. Un montón de ruido no deseado. Lo filtraremos, sin embargo. Había planeado trabajar en ello esta tarde.
—La caza del mercurio —dijo Marjorie firmemente.
Conectó la radio, que aulló una cuña publicitaria: ¡Su amor es di-ne-ro, en el nuevo plan de trabajo compartido! Es cierto: una pareja compartiendo un trabajo puede ayudar a…
Renfrew la cortó.
—Por favor, vete un rato fuera de la casa —dijo significativamente.
Pedaleó hacia el Cav con Johnny. Pasaron junto a las granjas ocupadas por los intrusos y Renfrew hizo una mueca. Había ido a algunas de ellas, intentando encontrar a la pareja que había asustado a Marjorie. Le habían lanzado una hosca mirada y le habían dicho que se largara sin más contemplaciones. El alguacil tampoco había sido de mucha ayuda.
Mientras pasaban junto a las desmoronadas paredes de una granja, Renfrew captó el acre olor de humo de carbón. Alguien allí dentro estaba quemando material de baja calidad prohibido por la ley, pero no había ni la más ligera voluta azul para llamar la atención del alguacil. Aquello era típico. Se gastaban un buen dinero para suprimir la emisión visible, y luego recuperaban rápidamente el costo comprando combustibles barato: Renfrew había oído a gente, por otra parte respetable, alardeando de hacer precisamente esto, como niños dedicándose a algún delicioso vicio que sus padres les habían prohibido. Eran el mismo tipo de personas que arrojaban también sus botellas y latas en grandes montones en los bosques, en vez de preocuparse de que fueran recicladas. A veces pensaba que la única gente que obedecía las reglas era la clase media, cada vez menos numerosa.
En el Cav, Johnny vagabundeó por los oscuros corredores mientras Renfrew reunía algunas notas. Johnny insistió en ir luego hasta el Instituto de Astronomía al otro lado de la calle Madingley. El muchacho había jugado muy a menudo allí, y ahora que estaba cerrado apenas iba. Había enormes agujeros en la Madingley, allá donde los tanques habían tenido que acudir para sofocar los disturbios del 96. Renfrew se metió en uno de ellos y se manchó de barro toda la pernera. Pedalearon junto al largo y bajo edificio administrativo del instituto, con sus ventanales demasiado grandes, el tipo de edificio americano antiguamente popular, en la época de la riqueza petrolífera. Siguieron hasta el edificio principal, una construcción de arenisca color tostado del siglo XIX, con su anticuado domo astronómico en la parte superior de las plantas que albergaban la biblioteca, las oficinas, y los miradores de observación astronómica. Se deslizaron junto al pequeño domo del telescopio de noventa milímetros y luego más allá del cobertizo de reparaciones, donde las ventanas habían sido invadidas por las hierbas. Sus neumáticos escupieron piedrecitas mientras pedaleaban subiendo el largo sendero. Los batientes de color blanco brillante de las ventanas enmarcaban un negro interior. Renfrew daba la vuelta al sendero circular para descender por la suave pendiente hasta Madingley cuando las enormes puertas delanteras se abrieron de golpe. Un hombre de corta estatura miró al exterior. Llevaba un traje formal, con chaleco y corbata de ordenanza, bien anudada. Tendría unos sesenta años, y los estudió a través de unas gafas bifocales.
—Usted no es el alguacil —dijo el hombre, con viva sorpresa.
Renfrew, pensando que aquello resultaba obvio, se detuvo pero no dijo nada.
—¡Señor Frost! —gritó Johnny—. ¿No me recuerda? Frost frunció el ceño, luego su rostro se iluminó.
—Johnny, sí, hace años que no te veía. Venías a nuestras noches de observación tan regularmente como las estrellas.
—Hasta que ustedes dejaron de celebrarlas —acusó el muchacho.
—El instituto cerró —dijo Frost como disculpándose, doblándose por la cintura para situar su rostro al nivel del de Johnny—. No había dinero.
—Usted sigue aquí.
—Sí, es cierto. Pero nos han cortado la electricidad, y no se puede dejar entrar al público a un lugar donde uno puede caerse en la oscuridad.
—Incidentalmente, soy John Renfrew… el padre de Johnny —intervino Renfrew.
—Sí. Creí que era usted el alguacil. Le mandé aviso esta mañana —dijo Frost, señalando hacia la ventana cercana. El batiente estaba roto—. Entraron simplemente de una patada.
—¿Se llevaron algo?
—Un montón de cosas. Intenté conseguir que cambiaran los batientes, cuando pusimos alambre espinoso en el corredor de dentro. Les dije que la biblioteca era una invitación al alcance de cualquiera. ¿Pero iban a hacerme caso a mí, un simple ordenanza? No, por supuesto que no.
—¿Se han llevado el telescopio? —preguntó Johnny.
—No, carece casi por completo de valor. Arramplaron con los libros.
—¿Entonces podré seguir mirando por el telescopio?
—¿Qué libros? —Renfrew no podía llegar a imaginar qué referencias científicas podían tener valor ahora.
—Los ejemplares de colección, por supuesto —dijo Frost, con el orgullo propio de un celador—. Se llevaron una segunda edición de Kepler, una segunda de Copérnico, el original del atlas astrométrico del siglo XVI… en realidad todo. Eran especialistas, eso es lo que eran. Despreciaron los tomos más nuevos. También sabían distinguir las quintas ediciones de las terceras, sin tener que sacarlas de sus fundas protectoras. No es nada fácil, cuando uno trabaja apresuradamente y con una linterna de bolsillo.
Renfrew se sintió impresionado, principalmente porque era la primera vez que oía a alguien utilizar la palabra «tomos» en una conversación.
—¿Por qué iban con prisas?
—Porque sabían que yo iba a volver. Acababa de salir para mi paseo del atardecer, hasta el cementerio de víctimas de la guerra y vuelta.
—¿Vive usted aquí?
—Cuando el instituto cerró no tenía ningún lugar a donde ir —Frost se irguió con dignidad—. Somos varios. Antiguos astrónomos principalmente, rechazados por sus colegas. Viven abajo en el otro edificio… es más caliente en invierno. Estos ladrillos conservan el frío. Se lo diré, hubo un tiempo en el que las universidades se preocupaban por sus antiguos miembros. Cuando Boyle fundó el instituto, teníamos de todo. Ahora todo ha ido a parar a la basura, junto con el pasado, lo que importa es esta crisis, y…
—Mire, ahí viene el alguacil —señaló Renfrew, observando la distante figura en bicicleta, para cortar el chorro de lamentos académicos. Había oído tantas veces aquellas mismas palabras en los últimos años que habían dejado de causarle ningún efecto, excepto aburrimiento. La llegada del contable, jadeante y cansado, permitió a Frost sacar el único volumen que los ladrones no se habían llevado con ellos, una antigua edición de Kepler. Renfrew estudió por un momento el libro mientras Frost se dirigía hacia el alguacil, exigiendo una alarma general para atrapar a los ladrones, en la carretera si era posible. Las páginas eran secas y quebradizas, y crujían a medida que Renfrew las pasaba. Su prolongado contacto con los nuevos métodos de confeccionar libros le habían hecho olvidar cómo una línea de imprenta podía dejar la huella de su impresión al otro lado de la página, como si la prensa de la historia estuviera detrás de cada palabra. Las gruesas letras eran anchas, y la tinta de un negro profundo. Los amplios márgenes, los preciosos grabados celestes, el peso del volumen en sus manos, todo aquello parecía hablarle de un tiempo en el cual la confección de un libro era un hito en un supuesto camino hacia el porvenir, una presión hacia el futuro.
La multitud de padres tenía un aire festivo, hablando y riendo. Unos cuantos pateaban un balón de fútbol sobre el empedrado gris. Era una excursión, y también una forma de reunir algo de dinero para el renqueante ayuntamiento de Cambridge. Un funcionario había leído de tales búsquedas en las ciudades americanas, y el mes pasado Londres había iniciado una de ellas.
Descendieron a las cloacas, con brillantes linternas eléctricas horadando la oscuridad. Debajo de los laboratorios científicos y los emplazamientos industriales, los pasadizos de piedra eran lo suficientemente grandes como para que un hombre pudiera caminar de pie. Renfrew apretaba la mascarilla de aire contra su rostro, sonriéndole a Johnny a través de la transparente copa moldeada. Las lluvias primaverales habían limpiado el lugar; olía soportablemente. Sus compañeros cazadores se esparcieron ante él, zumbando excitadamente.
El mercurio era ahora un metal raro que valía mil nuevas libras el kilo. En los tiempos de alegre desperdicio a mitad del siglo, el mercurio comercial había sido arrojado despreocupadamente por canales y desagües. Era más barato por aquel entonces tirar el mercurio usado y comprarlo nuevo. Siendo como era el más pesado de los metales, se había ido depositando en los lugares más bajos del sistema de alcantarillado y acumulándose allí. Incluso la recuperación de un solo litro justificaba el esfuerzo.
Muy pronto se abrieron camino por conducciones más estrechas, apartándose de los demás. Sus linternas despertaban chispeantes reflejos en la alterada piel del agua atrapada en charcos.
—Hey, por aquí, papi —llamó Johnny. La acústica de los túneles daba a cada palabra un punto de resonancia. Renfrew se volvió y de pronto resbaló. Cayó en medio de la espuma de un charco, maldiciendo. Johnny se inclinó. El cono de luz de la linterna captó una quebrada línea de deslustrado mercurio. La bota de Renfrew había tropezado con la intersección de dos tuberías mal unidas. El mercurio brillaba como si estuviera vivo bajo la capa de agua. Lanzaba un cálido y tiznado reflejo, una delgada serpiente atrapada que valía un centenar de guineas.
—¡Un hallazgo! ¡Un hallazgo! —canturreó Johnny. Sorbieron el metal al interior de botellas a presión. Haber descubierto el luminoso metal levantó sus ánimos; Renfrew se echó a reír con impetuoso buen humor. Siguieron caminando, descubriendo cavernas inexploradas y oscuros secretos en los subterráneos, barriendo las curvadas paredes con rayos amarillentos. Johnny descubrió un nicho allá en lo alto, una oquedad en la pared amueblada con un mohoso colchón.
—El hogar de algún vagabundo, supongo —murmuró Renfrew. Encontraron cabos de velas y raídos libros de bolsillo.
—Eh, éste es de 1968, —dijo Johnny. Renfrew tuvo la impresión de que era pornográfico; lo arrojó boca abajo sobre el colchón.
—Deberíamos volver —dijo.
Usando el mapa que les habían dado, encontraron una escalerilla de hierro. Johnny salió el primero, parpadeando a la luz del sol de última hora de la tarde. Hicieron la cola como todos los demás para entregar la plateada sustancia que habían encontrado al Acompañador de la Caza. Siguiendo las teorías al uso, observó Renfrew, los grupos sociales eran ahora acompañados, no conducidos. Renfrew, un poco apartado, observó a Johnny charlar y avanzar arrastrando los pies y seguir todos los rituales de aproximación con otros dos chicos de la cola. Johnny estaba dejando atrás ya la edad en la que los padres influyen profundamente en él. Pronto iba a entrar en el mundo de la competición, con sus reglas inmutables: impresionar a los compañeros; desdeñar a las chicas; establecer su rol a medio camino entre los dominantes y los dominados; fingir una algo grosera pero necesariamente vaga familiaridad con el sexo y el funcionamiento de esos misteriosos órganos, raras veces vistos pero profundamente sentidos. Pronto debería enfrentarse a los devoradores problemas de la adolescencia… cómo desenvolverse con una chica y franquear las llamas que conducen a la edad adulta, evitando las trampas que la sociedad tiende por el camino. O quizá su más bien cínico punto de vista estuviera ya pasado de moda en la actualidad. Quizá la oleada de libertad sexual que había barrido a las generaciones anteriores hubiera hecho las cosas mucho más fáciles. De algún modo, sin embargo, Renfrew sospechaba que no era así. Peor aún, no podía pensar en nada directo que él pudiera esperar hacer sobre el asunto. Quizá confiar que la intuición del propio muchacho fuera el mejor camino. Porque, ¿qué guía podía ofrecerle a Johnny?
«Mira, hijo, recuerda una cosa… no hagas caso de ningún consejo». Podía ver los ojos de Johnny abrirse mucho, y al muchacho replicar: «Pero eso es una tontería, papá. Si hago caso de su consejo, tengo que hacer precisamente lo contrario de lo que tú me digas». Renfrew sonrió. Las paradojas brotaban por todas partes.
Una pequeña banda de estudiantes hizo mucho ruido ante el anuncio del resultado de la caza, varios kilos en total. Los muchachos lanzaron vítores. Un hombre cerca de ellos murmuró:
—Vivimos del pasado.
—Completamente cierto —añadió Renfrew secamente.
Tenía la sensación de que estaban recuperando los conocimientos y las materias del pasado, sin hacer absolutamente nada nuevo. Como el propio país, pensó.
Pedaleando de vuelta a casa en la bicicleta, John quiso pararse y ver el Bluebell Country Club, un nombre insuperablemente adecuado para un edificio de piedra del siglo XVIII cerca del Cam. En él, una cierta señorita Bell había instalado un hotel para gatos, para propietarios que estaban fuera. En una ocasión Marjorie había adoptado a un desagradable gato que Renfrew había alojado finalmente allí de forma permanente, pues no tenía corazón para simplemente arrojarlo al Cam. Las habitaciones de la señorita Bell olían a orina de gato y estaban permanentemente húmedas.
—No tenemos tiempo —le gritó Renfrew a Johnny como respuesta a su pregunta, y pedalearon más allá de la ciudadela de los gatos. A partir de ahí, Johnny pedaleó más lentamente que antes, con rostro inexpresivo. Renfrew lamentó haber sido demasiado brusco. Se dio cuenta de que aquello era algo que cada vez le ocurría con más frecuencia últimamente. Tal vez en parte su ausencia de casa, siempre trabajando en el laboratorio, lo hiciera mucho más sensible a la proximidad de Marjorie y de los chicos. O quizás había un momento en la vida de uno en el que te dabas cuenta de forma imprecisa de que te ibas volviendo cada vez más como tus propios padres, y que tus relaciones no eran totalmente originales. Los genes y el entorno tenían su propio ímpetu.
Renfrew divisó una curiosa nube amarilla ensanchándose sobre el horizonte, y recordó las tardes de verano que él y Johnny habían pasado contemplando a los escultores de nubes trabajar sobre Londres.
—¡Mira ahí! —exclamó, señalando. Johnny dirigió una mirada a la nube amarilla—. Los ángeles se están preparando para hacer pipí —explicó Renfrew—, como solía decir mi padre.
Impulsados por ese fragmento de historia familiar, ambos sonrieron.
Se detuvieron en una panadería en el King's Parade, la Fitzbillies. Johnny se convirtió en un hambriento escolar inglés cumpliendo valientemente con su deber. Renfrew consiguió obtener dos panes, no más. Una puerta más abajo la pizarra de un agente de prensa proclamaba, escrita con tiza, la terrible noticia de que el suplemento literario del Times había sido eliminado, una noticia que Renfrew consideró tan sólo algo menos interesante que la producción de plátanos en Borneo. Los titulares no daban ningún indicio acerca de si la supresión había sido debida a dificultades financieras o —lo cual le parecía mucho más probable a Renfrew— a la casi total ausencia de libros interesantes.
Johnny entró en tromba en la casa, provocando en respuesta el llanto de su hermana. Renfrew le siguió, sintiéndose un poco cansado por la bicicleta, y extrañamente deprimido. Se sentó en la sala de estar por un momento, intentando por una vez no pensar absolutamente en nada, y fracasando. Media habitación le parecía absolutamente no familiar. Antiguos pisapapeles de cristal, sospechosamente deslucidos, candelabros, rizadas pantallas estampadas con flores, una reproducción de un Gauguin, un cerdo de porcelana china extravagantemente listado en la chimenea, un bajorrelieve con cobre de una dama medieval, un cenicero beige de porcelana china representando un gato con una inscripción poética escrita con florida letra a todo su alrededor. Apenas un centímetro cuadrado que fuera realmente hermoso. Estaba registrando todo aquello cuando le llegó la persistente vocecilla de la inevitable radio de Marjorie, hablando ahora de Nicaragua. Los americanos estaban intentando obtener de nuevo la aprobación del heterogéneo racimo de gobiernos vecinos para abrir un nuevo canal. Competir con el de Panamá parecía algo extremadamente fácil, teniendo en cuenta que estaba embotellado más de seis meses al año. Renfrew recordaba una entrevista de la BBC acerca precisamente de este tema, en la cual el imbécil de Argentina o de algún otro país parecido había atacado al embajador americano acerca del porqué los americanos eran llamados americanos y los del sur de Estado Unidos no. La lógica fue desarrollándose gradualmente hasta incluir la suposición de que, puesto que los estadounidenses se habían apropiado del nombre de americanos, también podían apropiarse de cualquier nuevo canal. El embajador, poco habituado a las entrevistas por televisión, había respondido con una explicación racional. Hizo notar que ninguna nación sudamericana incluía la palabra «América» en su nombre, y que por lo tanto no podían reclamar nada al respecto. La trivialidad de su punto de vista, frente a la avalancha de energía psíquica del argentino, puso al embajador en lo más profundo de la apreciación general cuando los espectadores empezaron a telefonear dando sus opiniones sobre el tema. Ante lo cual el embajador permaneció en silencio ante la cámara, apenas sonriendo o haciendo muecas, o apretando los puños sobre la mesa ante él. ¿Cómo podía esperar tener algún impacto entre los media?
Se dirigió a la cocina, para encontrar a Marjorie arreglando de nuevo los frascos de conserva, por lo que parecía ser la tercera vez.
—¿Sabes?, de alguna manera, no parece estar derecha —le dijo, con una distraída irritación. Él se sentó en la mesa de la cocina y se sirvió un poco de café, que, como era de esperar, sabía más bien a pelo de perro. Siempre tenía el mismo sabor últimamente.
—Estoy seguro de que lo está —murmuró. Pero luego la estudió mientras ella disponía los cilindros de pálido ámbar, y por supuesto los estantes parecían un poco torcidos. Los había fijado partiendo de una exacta línea radial que se extendía directamente hasta el centro del planeta, geométricamente impecable y absolutamente racional, pero eso ya no importaba. Su casa se había movido y deformado a medida que habían ido pasando los años. La ciencia se estaba convirtiendo en algo frustrante en estos días. Aquella cocina era la auténtica referencia local, la invariable galileana. Sí. Observando a su esposa cambiar y mezclar los tarros, rigideces prusianas erguidas sobre maderas de pino, vio que ahora eran las estanterías las que estaban inclinadas; las paredes estaban bien.