25 - Julio de 1963

Gordon vio que iba a tener que pasar una buena parte del verano trabajando con Cooper. El examen de candidatura había sido un duro golpe. Cooper necesitó semanas para recobrar la confianza en sí mismo. Finalmente, Gordon tuvo que tener una sentada con él y hablarle de hombre a hombre. Decidieron establecer una rutina. Cooper estudiaría las cuestiones fundamentales todas las mañanas, para prepararse para un segundo examen. Durante las tardes y las noches tomaría datos. En otoño tendría los suficientes como para poder analizarlos con detalle. Por aquel entonces, con la ayuda de Gordon, Cooper podría enfrentarse a un segundo examen con algo más de confianza. Con un poco de suerte, a la llegada del invierno podría tener completos la mayor parte de los datos para su tesis.

Cooper escuchó, asintió, dijo muy poco. En algunos momentos parecía taciturno. Sus nuevos datos llegaban continuos y claros: sin señales.

Gordon sentía una desilusión cada vez que examinaba los libros de laboratorio de Cooper y veía las curvas normales y ordinarias. ¿Acaso el efecto podía aparecer y desaparecer simplemente así? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿O tal vez simplemente Cooper estaba desechando todas las resonancias que no encajaran con su tesis? Si uno está condenadamente seguro de que no está buscando nada, hay muchas probabilidades de que no lo vea aunque se le presente.

Pero Cooper lo registraba todo en sus blocs de notas, como hace todo buen experimentador. Los libros estaban embrollados, pero absolutamente completos. Gordon los examinaba diariamente, buscando inexplicables lagunas o anotaciones inconcretas.

Nada parecía fuera de lo normal.

Sin embargo, recordaba a los físicos de los años treinta que habían bombardeado sustancias con neutrones. Habían ajustado cuidadosamente sus contadores Geiger a fin de que, cuando se detuviera el bombardeo de neutrones, éstos se detuvieran también… a fin de evitar algunas fuentes de error experimental. Si hubieran dejado sus contadores en funcionamiento, hubieran descubierto que algunas sustancias emitían partículas de alta energía durante mucho tiempo después… radiactividad artificialmente inducida. Mostrándose cuidadosos se habían perdido lo inesperado, y se habían perdido también el premio Nobel.

El ejemplar de julio de Physics Today llevaba un artículo en la sección de «Investigaciones y Descubrimientos» que trataba de la resonancia espontánea. Había un extracto de los datos, tomados del artículo de la Physical Review Letters. Lakin era citado extensamente. El efecto, afirmaba, «promete mostrarnos un nuevo tipo de las interacciones que pueden ocurrir en los compuestos del Tipo III-V tales como el antimoniuro de indio… y quizás en todos los compuestos, si los experimentos son lo suficientemente sensitivos como para captar este efecto». No había ninguna mención de la aparente correlación entre los intervalos a los cuales aparecía la resonancia espontánea.

Gordon decidió atacar de nuevo el fenómeno de la «resonancia espontánea». La idea del mensaje tenía sentido para él —al menos, allí había algo—, pero la repulsa de sus colegas no podía ser ignorada. De acuerdo, quizá tuvieran razón. Quizás una serie de extrañas coincidencias lo llevaran a creer que había palabras codificadas en las señales del osciloscopio. En ese caso, ¿cuál era la explicación? Lakin temía que el concentrarse en la idea del mensaje pudiera oscurecer el auténtico problema. De acuerdo, digamos que Lakin tenía razón. Digamos que tenía toda la razón. ¿Qué otra explicación era posible?

Trabajó durante varias semanas en alternativas. La teoría que gobernaba el experimento original de Cooper no era particularmente profunda; Gordon la examinó profundamente, sopesando las suposiciones, rehaciendo las integrales, comprobando cada paso. Algunas ideas nuevas surgieron de todo ello. Las fue estudiando una a una, intentando hacerlas encajar con las ecuaciones y las estimaciones de orden de magnitud. La primitiva teoría dejaba de lado algunos términos matemáticos; los investigó, buscando formas en que pudieran dejar de pronto de ser despreciables y trastornaran toda la teoría. Nada parecía encajar con sus necesidades. Releyó los artículos originales, con la esperanza de encontrar algún nuevo indicio. Pake, Korringa, Overhauser, Feher, Clark… los artículos eran clásicos, inatacables. No había ninguna escapatoria visible de la teoría canónica. Estaba realizando algunos cálculos en su escritorio, esperando la llegada de Cooper para tener una charla con él, cuando sonó el teléfono.

—¿Doctor Bernstein? —preguntó la voz de la secretaria del departamento.

—Hum —dijo, distraído.

—Al profesor Tulare le gustaría verle.

—Oh, está bien. —Tulare era el presidente—. ¿Cuándo, Joyce?

—Ahora, si es posible.

Cuando Joyce le hizo pasar a la enorme y austera estancia, el presidente estaba leyendo lo que Gordon reconoció como un dossier personal. Los acontecimientos confirmaron pronto que se trataba del suyo.

—En pocas palabras —dijo Tulare—, tengo que decirle que su promoción por méritos ha sido, esto, sujeta a controversia.

—Creí que esto era algo automático. Quiero decir…

—Normalmente lo es. El departamento se reúne tan sólo para considerar las promociones del profesor ayudante a profesor adjunto, es decir a un puesto fijo, o de profesor adjunto a profesor titular.

—Oh, sí.

—Una promoción por méritos, como en su caso, de profesor ayudante escalón II a profesor ayudante escalón III, no requiere el voto de todo el departamento. Habitualmente pedimos la opinión del personal más antiguo en el grupo del candidato… en su caso, el grupo de resonancia de spin y estado sólido… para formarnos una opinión. Me temo…

—Lakin lo vetó, ¿no?

Tulare lo miró alarmado.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo ha dado a entender.

—No voy a discutir comentarios individuales. —Tulare pareció preocupado por un instante, luego se echó hacia atrás en su asiento estudiando la punta de su lápiz como si la solución estuviera ahí—. De todos modos, se dará cuenta usted de que… los acontecimientos… de los últimos meses no han inspirado mucha confianza en los miembros de la facultad compañeros suyos.

—Lo sospechaba.

Tulare inició una serie de reflexiones acerca de la credibilidad científica, manteniendo la discusión en un terreno lo suficientemente vago como para ser seguro. Gordon escuchó, deseando oír algo de lo que pudiera extraer alguna enseñanza. Tulare no era el tipo normal de administrador, enamorado de su propia voz, y su pequeño discurso era más un mecanismo de defensa que una conferencia. Pese a su anterior alarde, Gordon empezó a sentir que una extraña debilidad se apoderaba de sus piernas. Aquello era serio. Una promoción por méritos era pura rutina, sólo los casos realmente cuestionables se encontraban con problemas. La gran prueba era el salto de profesor ayudante a profesor adjunto, lo cual significaba la titularidad. Gordon había empezado como profesor ayudante I y había avanzado al II en menos de un año, lo cual era rápido; la mayor parte de los miembros de la facultad se pasaban dos años en cada escalón. Una vez alcanzara el ayudante III podía ser promocionado a adjunto I, aunque el camino normal era pasar por ayudante IV antes de dar el salto a la titularidad. Pero ahora no iba a dar el salto normal previsto de II a III en el tiempo estipulado. Aquello no iba a ser una buena nota para cuando tuviera que presentarse para su titularidad.

La frialdad había ascendido de sus piernas hasta su pecho cuando Tulare dijo:

—Naturalmente, tiene que ser usted muy prudente en lo que haga en todos los campos, Gordon. —Y se puso a discurrir acerca de la necesaria cautela que un científico tenía que tener siempre, la cualidad de mostrarse escéptico acerca de sus propios descubrimientos. Luego, increíblemente, Tulare se lanzó a recitar la historia de Einstein y del cuaderno de notas donde escribir todos los pensamientos que se le ocurrieran a uno, terminando con la frase—: Y Einstein dijo: «Lo dudo. Sólo he tenido dos o tres buenas ideas en mi vida». —Tulare dio una palmada en su escritorio con genuino buen humor, aliviado de haber sido capaz de convertir una entrevista difícil en algo más ligero—. De modo que entienda, Gordon… no toda idea es una buena idea.

Gordon sonrió débilmente. Le había contado esa misma historia a Boyle y a los Carroway, y ellos se habían echado a reír. Indudablemente la habían oído antes. Simplemente estaban riéndole el chiste a un joven miembro de la facultad que debía parecerles como un bufón.

Se puso en pie. Sus piernas apenas le sostenían. Se dio cuenta de que estaba respirando rápidamente, pero no había ninguna causa claramente discernible. Gordon murmuró algo a Tulare y se dio la vuelta. Sabía que su principal preocupación tenía que ser la promoción por méritos, pero en aquel momento en todo lo que podía pensar era en los Carroway y en sus sonrisas y en su propia enorme estupidez.