35 - 1998

Un murmullo de conversaciones acudió al encuentro de Peterson cuando abrió la puerta delantera. A través de la entrada del salón, al otro lado del pasillo de piedra, podía ver a la gente hablando rápidamente. Un estallido de risas, vasos entrechocando, la azucarada melodía de los nuevos ritmos latinos.

Se detuvo tan sólo un instante. Sin mirar ni a uno ni a otro lado, cruzó los cuadrados de mármol blancos y subió la amplia y curvada escalinata. Era generalmente cierto que la gente no te interceptaba si pasabas rápidamente por su lado, sin permitir que tu mirada se cruzara con la de nadie. Era perfectamente razonable que él estuviera allí, después de todo; era su propia casa. Algún invitado podía pensar que tanto él como Sarah estaban haciendo los honores de aquella maldita fiesta que él había olvidado por completo, y que Peterson iba a atender algún asunto doméstico arriba.

Avanzó silenciosamente por la gruesa alfombra, cruzando el descansillo. La puerta del cuarto de baño del vestíbulo mostraba una rendija de luz junto al suelo; probablemente había alguien dentro. Se quedaría en el dormitorio el tiempo suficiente para que se fuera, pero debía tener presente las corrientes de tráfico hacia uno y otro lado cuando se dirigiera hacia la salida. Iba a tener que seguir exactamente el mismo itinerario que a la ida; para alcanzar la salida trasera a través de la cocina debería cruzar toda la fiesta.

Cerró la puerta del dormitorio y se dirigió al armario. Una hilera de abrigos disimulaba con efectividad las dos maletas a todo el mundo excepto a los encargados de la limpieza anual en la primavera. Las sacó. Un poco pesadas, pero manejables. Las colocó en posición junto a la puerta y luego miró a su alrededor. En el lado opuesto, las tres largas ventanas georgianas mostraban un paisaje de techos puntiagudos. La mayoría de los edificios exhibía muy pocas ventanas iluminadas; recordó que era la hora del corte del suministro de energía. Otros estaban completamente a oscuras. ¿Celoso cumplimiento del deber, se preguntó, o gente que ya se había marchado de la ciudad? No importaba… no iba a dejar que estas cosas siguieran preocupándole. Entre las ventanas había espejos de cuerpo entero, enmarcados con terciopelo marrón que a su vez estaba enmarcado en negro; el último estilo de Sarah. Peterson vaciló, estudiando su reflejo. Su aspecto era aún un poco cansado, círculos blancos en torno a los ojos, pero básicamente se había recuperado. Se había marchado del hospital tan pronto como se había sentido capaz de sostenerse en pie. Había ido directamente a su oficina. El Consejo se hallaba en un estado de completa crisis, y nadie se había dado cuenta de su presencia mientras tomaba algunos documentos de sus archivos, dejaba algunas órdenes de último minuto por teléfono, y daba algunas instrucciones a su abogado. Revisó con sir Martin la situación general, y entonces se dio cuenta de que sus preparativos no habían sido tomados demasiado pronto. Las nubes estaban arrastrando claramente el material de la floración mucho más lejos y mucho más ampliamente. La forma nubosa era ligeramente distinta de la forma oceánica, pero ambas compartían el mismo efecto sobre la neuroenvoltura que Kiefer había descubierto hacía tan sólo unos días. Los datos de Kiefer eran de una gran utilidad, pero unas contramedidas efectivas resultaban todavía un problema para los laboratorios. Las nubes arrojaban el producto allá donde llovía. Las plantas terrestres resistían generalmente al mecanismo de la neuroenvoltura, pero no siempre. La celulosa de las plantas permanecía intacta, pero las partes más complejas eran vulnerables. Rápidas pruebas habían puesto a punto un método para limpiar algunas plantas, para frenar el proceso antes de que el producto pudiera difundirse a través de la piel de la planta. Lavar las plantas recolectadas con unas determinadas soluciones parecía factible, prometía un 70 por ciento de éxitos. Peterson pensó amargamente en Laura: «Oh, los vegetales y todo aquí es perfectamente fresco. Lo mejor de lo mejor. Lo traen directamente del campo cada día». Sí, y ahí era donde había atrapado aquella maldita cosa. En el tracto digestivo humano, atacaba indiscriminadamente a todos los tipos de procesos metabólicos… a veces de una forma fatal, si no se recibía a tiempo un tratamiento adecuado.

Nadie sabía cuáles podían ser los efectos más sutiles y secundarios en la cadena alimentaria. Los biólogos habían efectuado algunas proyecciones decididamente sombrías.

Y lo peor era que el mecanismo de las nubes estaba extendiendo mucho más rápidamente la floración. Puntos rojizos estaban apareciendo ya en el Atlántico Norte.

Con sorprendente energía, sir Martin estaba maniobrando con los recursos del Consejo, pero incluso él parecía preocupado. Estaban enfrentándose a un proceso exponencial, y nadie podía decir cuándo el efecto alcanzaría su saturación.

Peterson miró por última vez la habitación que lo rodeaba. Todo ello había sido modelado según sus costumbres, desde el elegante zapatero en forma de acordeón hasta su biblioteca artísticamente dispuesta, con su centro de comunicaciones oculto. Era una lástima tener que abandonarlo, realmente. Pero lo importante era irse antes de la embestida, y teniendo una razón plausible para estar algunos días ausente del Consejo. Recuperarse en algún hospital de las afueras podía ser una excelente excusa. Sir Martin lo había estudiado durante un largo momento cuando Peterson le anunció su partida, pero aquél era un riesgo inevitable. Los dos hombres se comprendían probablemente muy bien el uno al otro. Era una lástima que las cosas no hubieran ido mejor entre ellos, pensó Peterson, y abrió la puerta del dormitorio.

Alguien volvía abajo, descendiendo las escaleras tras un viaje al lavabo. Peterson aguardó hasta que quien fuera se hubo desvanecido al otro lado del vestíbulo de mármol. Acabó de abrir la puerta con el hombro y arrastró las maletas hasta el arranque de las escaleras. Cristo, eran pesadas. Nunca había pensado en la posibilidad de que pudiera hallarse enfermo cuando tuviera que realizar aquel movimiento.

Descendió las escaleras con suaves pasos, sujetando sólidamente el peso de las maletas y asegurando cada vez su equilibrio antes de dar el siguiente paso. Tenía que vigilar cuidadosamente dónde ponía los pies. La escalinata era inmensamente larga. Empezó a jadear. La música latina estalló de pronto, llena de sonido de trompetas que inundó sus oídos e hizo tambalearse su concentración. Por el rabillo del ojo captó un movimiento. Un hombre y una mujer, acercándose desde el salón. Bajó rápidamente los últimos tres peldaños, y estuvo a punto de resbalar en el encerado suelo.

—¡Ian! Dios mío, parece como si te fueras de viaje. Creí que Sarah había dicho que estabas en el hospital.

Pensó rápidamente. Una sonrisa, sí, eso era.

—De hecho, allí estoy —empezó, dando la vuelta al mismo tiempo a una esquina en dirección a un pequeño armario auxiliar. Tenía que quitar aquellas maletas del camino antes de que viniera alguien más—. Estoy en plena recuperación, de modo que me dije que era un buen momento para retirarme un poco de la vida pública. Ir a algún lugar en el campo para acabar de recobrarme, ya sabes.

—Oh, Cristo, sí —dijo el hombre—. Los hospitales de la ciudad son lo peor de lo peor. ¿Puedo ayudarte con eso?

—No, no, sólo es un poco de ropa. —Había metido las maletas en el armario, y ahora estaba cerrando firmemente la puerta.

—¿Sabes?, nosotros también estábamos buscando un lugar para, ya sabes, tener un poco de intimidad durante un cierto tiempo. —La mujer lo miró expectante. Era una de las amigas de Sarah, del tipo que no podía recordar con claridad de una ocasión a la siguiente. Se volvió para hacer un gesto escaleras arriba, sin duda pensando que la escasa imaginación de él necesitaba la ayuda de un diagrama. Vio la puerta de su dormitorio, abierta de par en par—. ¡Oh, eso será perfecto! Puede cerrarse por dentro, ¿verdad?

Peterson sintió una fría irritación.

—Creo que sería mejor que…

—No va a ser muy largo. No te importa, ¿verdad? Sí, te importa. Le importa, Jeremy. —Apoyó un pie en el peldaño inferior de las escaleras y miró al hombre que iba con ella, pasándole claramente el problema.

—Yo, realmente, Ian, sería muy, muy amable de tu parte, si nos ayudaras un poco en esto.

Peterson se sintió repentinamente febril y débil. Tenía que terminar rápidamente con todo aquello, liberarse. Había reaccionado automáticamente ante la idea de alguien utilizando su dormitorio para una estúpida fornicación, pero ahora se dio cuenta de que no valía la pena. Acababa de decirle adiós al lugar, después de todo.

—Sí, entiendo, id. No importa. —Fue capaz de decirlo incluso casi alegremente.

La pareja le dio las gracias y subió las escaleras con lo que a Peterson le pareció una deliberada lentitud. Miró al salón e inspiro profundamente varias veces. Podía tomar las maletas y desaparecer sin levantar comentarios con sólo…

Sarah. Le había visto mientras pasaba junto a un grupo de gente charlando. Iba sujeta del brazo a un hombre, e inclinó la cabeza en dirección a Peterson. Cruzaron los cuadrados de las baldosas del vestíbulo, como piezas de ajedrez avanzando. El caballero errante y la reina al ataque, pensó Peterson. Observó remotamente que ella llevaba uno de sus propios elegante trajes largos, una creación estampada con motivos selváticos, con un pañuelo de seda a juego anudado en torno a su cabeza y colgando artísticamente a su izquierda. Miró al hombre que iba con ella y sintió una fría conmoción. Era el príncipe Andrés. Jesús, no iba a empezar de nuevo con aquello. ¿O sí? Bien, ahora ya ni le importaba.

—¡Ian! ¿Ya has salido? ¡Oh, exquisito! —exclamó Sarah, tomando su mano.

—Sólo he venido a buscar algunas cosas. Van a trasladarme a un lugar en el campo. —Tendió una mano a Andrés—. Buenas noches, señor.

—¡Por el amor de Dios, Ian, no me llames señor aquí!

—Andrés nos invita al baile de la coronación… el pequeño. ¿No es encantador por su parte?

—Sí, mucho. ¿Cómo se encuentra su hermano, Andrés?

—Oh, no le visto desde hace una semana. Siempre está atareado ahora. Me alegra no tener su trabajo. De todos modos, está mejor preparado para él que el resto de nosotros.

—Oh, estoy segura de que podrías hacerlo magníficamente —murmuró Sarah. Andrés agitó la cabeza de una forma bamboleante.

—No. Lo dudo. A menudo me he preguntado si era debido al azar que el heredero tenga esta personalidad, o si tiene esa personalidad precisamente porque él es el heredero.

Peterson reprimió un movimiento nervioso de sus manos e intentó pensar en algo que decir. ¿Era irreal aquella conversación, o el irreal era él?

—Se está tomando su trabajo muy en serio —dijo suavemente—. Las veces que he consultado con él, ha ido directo al grano.

—Tiene sentido del humor, ya sabes —respondió Andrés, como si se disculpara por la severidad de su hermano. Parpadeó como un búho.

Peterson se dio cuenta de que Andrés estaba borracho, precisamente en el grado en que puede estar borracha la realeza sin suscitar comentarios. Lo cual quería decir bastante borracho. Sarah tiró de la manga de Peterson, arrastrándole hacia la fiesta. Él dudó por un instante, y luego la siguió. No deseaba que nadie se diera cuenta del tamaño o peso de las maletas que llevaba cuando se fuera. Era mejor ir con Sarah y Andrés y mezclarse con la multitud y desaparecer discretamente más tarde. Permitió a Sarah que le llevara de un lado para otro, presentándolo a alguna gente nueva que podía ser potencialmente útil a la carrera de ella. Sonrió, hizo inclinaciones de cabeza, habló muy poco. Gradualmente fue llegando a la convicción de que todo el mundo allí estaba colocado de alguna manera… borracho, repleto de droga, o simplemente histérico con una frenética energía. Y todos ellos estaban hablando también de las estupideces más superficiales. Había esperado un montón de preguntas acerca de la floración o de las nubes, pero absolutamente nadie le preguntó. Se descubrió a sí mismo observándolos desde un cierto distanciamiento. Tan elegantes e ignorantes como cisnes. Sin embargo, sabía que algunos de ellos debían estar atormentados por las dudas. De nuevo la sensación de irrealidad.

Pasó más de una hora antes de encontrar su oportunidad. Deseaba estar condenadamente seguro de que Andrés no viera las maletas, de modo que esperó hasta que Sarah estuvo agarrada al brazo de Andrés y empezó a contarle una de sus escandalosas historias. Entonces Peterson fue deslizándose de grupo en grupo, pareciendo participar en sus charlas pero de hecho no escuchando a nadie, observando tan sólo para ver si alguien importante se daba cuenta de su salida. En el momento preciso se dirigió rápidamente hacia el vestíbulo. Sacó las maletas. Mientras se volvía, la puerta de su dormitorio se abrió y un rostro enrojecido y de ojos turbios se asomó. Antes de que la mujer pudiera decirle algo, abrió de golpe la puerta de entrada y salió. No era la discreta partida que había imaginado, pero tampoco estaba tan mal. Ahí delante estaba Cambridge y entonces, por el amor de Dios, podría descansar.