18 - 24 de mayo de 1963
La zona de San Diego estaba creciendo y expandiéndose. Antes que seguir el caótico esquema de Los Ángeles, la más joven ciudad situada al sur eligió alentar a los patronatos de cuello blanco, las industrias «limpias» y los depósitos de cerebros. El más grande de esos depósitos de cerebros en la zona era la General Atomic, escasamente a kilómetro y medio de la bisoña universidad. Un considerable número de esos cerebros podían ser vistos nadando en aquellas aguas, buceando en problemas encargados y financiados por el gobierno. Notables nombres de Berkeley y del Caltech dedicaban agradables meses a llenar pizarras, mientras allá fuera las ardillas y los conejos de la General Atomic excavaban indolentemente sus madrigueras. Los animales formaban parte de un deliberado plan de los psicólogos para evocar el descanso, la quietud y el pensamiento profundo; el parecido con un filme de Disney podía ser algo accidental. El motivo ostensiblemente circular elegido por el arquitecto para las oficinas centrales de la General Atomic, con la ansiosamente cooperativa biblioteca en su centro, tenía una finalidad similar. Las calles circulares y los edificios recordaban las nociones orientales de realización, de serenidad, de descanso. Los curvados pasillos debían incrementar el contacto entre los investigadores. De hecho, sin embargo, la inescapable geometría significaba que nadie podía ver a más allá de seis metros de distancia en los curvados corredores. Eso tendía a evitar los encuentros accidentales de los científicos mientras iban de un lado para otro; desaparecían de la vista antes de que nadie pudiera reparar en ellos. Ir a casa o a la biblioteca significaba moverse radialmente, y por lo tanto no ver a nadie.
Como dijo Freeman Dyson aquel verano, «La distancia media de interacción aquí no es mayor que una portería de fútbol». Sin embargo, a menudo era suficiente; aquellos eran tiempos excitantes. Hacía tan sólo seis meses, el Mariner II había sobrevolado la superficie de Venus por primera vez. Gell-Mann y otros estaban explorando nuevas profundidades en la teoría de partículas. En abril, J. Robert Oppenheimer era nombrado vencedor del premio Fermi 1963 por la Comisión de Energía Atómica. Oppenheimer había sido, a los ojos de muchos científicos, la víctima propiciatoria pública de la era MacCarthy; había sido declarado un riesgo para la seguridad en 1954. Ahora, finalmente, el gobierno parecía estar compensando algo de su estupidez. A cambio, el resentimiento contra Edward Teller, que no había sabido defender a Oppenheimer, estaba empezando a menguar.
La sensación de apertura, de iniciar cosas nuevas, era ya un cliché en la escena política. El ambiente Kennedy era propicio al florecimiento de los media. El álbum de Vaughn Meader «La primera familia», que se burlaba del clan Kennedy, se había vendido rápidamente; el público tenía la sensación de que la burla era algo de lo más divertido. Los científicos, sin embargo, eran por su parte mucho más escépticos, fueran liberales o radicales, y estaban preocupados por el poco caso que Bobby Kennedy hacía generalmente de las sutilidades legales de las escuchas telefónicas. Pero el aumento del apoyo a la investigación científica parecía estarse convirtiendo ahora en un rasgo permanente, iniciándose con un repentino empujón tras el lanzamiento del Sputnik y ascendiendo de forma lineal. Todo el mundo sabía que habría un límite, pero no pronto; había mucho que hacer, y tan poca gente para hacerlo.
Freeman Dyson llegó a California cedido por el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, para trabajar en el proyecto Orión. Dyson poseía una inmensa reputación como físico teórico, y por ello fue invitado a dar uno de los últimos coloquios de primavera en el departamento de física de la Universidad de La Jolla. Gordon se sintió complacido por ello. Él tenía que dar el último coloquio del año, y tener a Dyson hablando antes que él acerca de algunas ideas especulativas podía apaciguar algunas de las reacciones hacia Gordon.
Dyson era delgado y de buen humor, y se movía con vivacidad ante la pizarra, como si estuviera sumido en un ligero trance, pensando intensamente en lo que deseaba decir y lanzando cada frase para que incidiera en un punto muy preciso. Un poco antes había sido muy cuidadoso corrigiendo a George Feher cuando éste lo presentó como «doctor». Dyson nunca había terminado su doctorado y ahora parecía ligeramente orgulloso de ello, con el orgullo inglés de ser, al menos en términos formales, un aficionado. Pero no hubo nada de aficionado en el coloquio de Dyson. Sus diapositivas eran claras, con gráficos precisos, algunos de ellos en color. Tenían ese profesional acabado aeroespacial que para Gordon subrayaba los agradables oropeles de la prosperidad; en sus días anteriores a su graduación en Columbia, los croquis hechos de cualquier manera y las diapositivas escritas a mano eran algo universal.
Dyson describió sus años de trabajo en el proyecto Orión, un plan para propulsar enormes espacionaves haciendo estallar bombas nucleares bajo ellas. El estallido golpearía a una «plataforma de empuje», que transferiría el golpe a través de amortiguadores a la nave en sí. La idea parecía al principio como un dibujo de Rube Goldberg, pero a medida que Dyson hablaba iba haciéndose plausible. La única forma de enviar cargas auténticamente grandes a través del sistema solar era utilizando impulsores nucleares de algún tipo. Orión era básicamente simple, y utilizaba algo en lo que ya éramos bastante buenos: la fabricación de bombas eficientes. ¿Por qué no utilizar la capacidad destructiva del hombre para algo útil? Dyson pensaba que un poderoso esfuerzo no solamente pondría al hombre en la Luna allá por 1970 —la meta de Kennedy—, sino incluso más allá, todo el camino hasta Marte. Los principios implicados en el proyecto habían sido probados en experimentos a pequeña escala, y funcionaban.
El problema, por supuesto, era el primer estadio: alzar la nave desde la superficie de la Tierra mediante una serie de explosiones nucleares en cadena.
—¿Pero no van a cubrirnos ustedes con residuos radiactivos? —preguntó una voz entre la audiencia del coloquio.
Dyson frunció los labios. Era un hombre compacto, y sus afilados rasgos parecieron ensartar el problema como si fuera una mariposa.
—Mucho menos de lo que lo están haciendo las pruebas atmosféricas que nosotros y la Unión Soviética estamos llevando a cabo actualmente. Calculamos que Orión añadiría no más de un uno por ciento al nivel de radiación con que los políticos —pronunció cuidadosamente la palabra— ya nos han obsequiado.
En este punto Dyson se volvió melancólico, como si pudiera sentir a Orión escapársele de las manos. Los periódicos ofrecían reportajes diarios de los acuerdos en la Limitación de Pruebas Nucleares; los rumores de Washington decían que el acuerdo oficial sería firmado en cuestión de meses. Si era así, incluso la pequeña dosis de radiactividad de Orión debería ser desechada. Al final de la hora, tras las ecuaciones y los gráficos, sus palabras adquirieron una cierta amargura. La historia prescindiría de Orión. Era posible que algún día se pudiera volar por encima de la atmósfera, una vez los hombres lograran poner a punto una forma segura de alcanzar una órbita con cohetes químicos. Pero incluso entonces, muchos de los residuos encontrarían finalmente su camino de vuelta a la atmósfera. Quizá no hubiera ninguna forma completamente segura de dominar nuestro talento para construir bombas. Quizá no hubiera ningún atajo hacia los planetas.
El aplauso que rubricó la sombría conclusión de Dyson fue prolongado. Hizo una ligera inclinación hacia su auditorio, y sonrió con ojos tristes.
Gordon dio el último coloquio del año. El público era incluso más numeroso que el de Dyson la semana antes, y más ruidoso. Gordon abrió su exposición con detalles del experimento, la historia del campo, diapositivas de las líneas normales de resonancia. Había compilado todos los resultados convencionales de Cooper hasta la fecha, y mostró como éstos confirmaban la teoría habitual. Fue una discusión satisfactoria pero relativamente carente de excitación. Gordon había decidido dejar el asunto así… ninguna referencia a los mensajes, ningún riesgo. Pero algo le hizo interrumpir en seco la sucesión de diapositivas. Murmuró:
—Sin embargo, hay algunos rasgos muy poco usuales en el ruido observado en nuestro trabajo… —Y ahí estaba ya, describiendo las interrupciones de las curvas de resonancia de Cooper, sus sospechas de que había un esquema definido bajo aquel ruido de fondo, luego la primera decodificación. Gordon utilizó el proyector de diapositivas, deslizando los rectángulos transparentes de modo que aparecieran a la vista de todos mientras hablaba, al tiempo que sus frases se hacían más rápidas, las palabras más secas, y su voz adquiría un cierto impulso. Mostró la descomposición del primer mensaje. Discutió las posibilidades de que un mensaje como aquél pudiera ser una casualidad, un accidente. De la atestada sala brotó entonces un murmullo sostenido. Describió sus esfuerzos por intentar descubrir una fuente local del ruido, su fracaso, y luego el segundo mensaje, Gordon no hizo mención de Saul y de la rejilla de 29 por 53; simplemente ofreció los datos. Las coordenadas AR 18 5 36 DEC 30 29.2 llenaron toda una diapositiva. Sólo entonces mencionó Gordon la «resonancia espontánea», concediéndole a Isaac Lakin todo el crédito por el término y la idea. Mantuvo su rostro inexpresivo y su voz suave y calmada mientras describía la «resonancia espontánea», daba las probabilidades estadísticas de que un efecto como aquél fuera consecuencia de un ruido al azar, y dejó las líneas repetidas de AR 18 5 36 DEC 30 29.2 en el proyector de diapositivas como mudo testimonio. Con tonos secos y precisos habló de sus reticencias hacia las señales procedentes del exterior, de las fluctuaciones de la «resonancia espontánea» —ahora utilizaba el término entre comillas, haciendo una pausa antes y después de las palabras como para rodearlas de una distinción verbal, al tiempo que sonreía muy ligeramente—, y caminó arriba y abajo delante de las pizarras, intentando recordar la actitud comedida de Dyson, la cabeza ligeramente inclinada.
La voz brotó de entre el público. Antes de que hubiera terminado la primera frase, la mayoría de las cabezas se habían vuelto para ver quién hablaba. Era Freeman Dyson.
—Supongo que se da cuenta usted de que Saul Shriffer ha organizado un buen follón con todo eso. Lo de la 99 de Hércules.
—Oh, sí —dijo Gordon, sorprendido. No había visto a Dyson entre el público—. Yo… yo no le autoricé…
—Y que nadie en la 99 de Hércules tiene ninguna posibilidad de responder todavía a nuestras estaciones comerciales de radio. Están demasiado lejos.
—Bueno, sí.
—De modo que, si se trata de un mensaje procedente de allí, tienen que estar utilizando un medio de comunicación más rápido que la luz.
La audiencia guardó silencio.
—Sí. —Gordon vaciló. ¿Debería apoyar la idea de Saul? ¿O mantenerse en su lugar? Dyson agitó la cabeza.
—La semana pasada hablé acerca de un sueño. Es bueno soñar… pero hay que asegurarse de despertar luego.
Una oleada de risas brotó de la multitud y cayó sobre Gordon.
Retrocedió dos pasos, casi sin darse cuenta. El propio Dyson pareció sorprendido por la reacción, y luego sonrió allá en su posición en medio del auditorio en forma de cuenco, su rostro ablandándose mientras contemplaba a Gordon, como si deseara eliminar el mordiente de su observación. Alrededor de Dyson, algunos estaban palmeándose las rodillas y echándose hacia delante y hacia atrás en sus sillas, como si algo hubiera liberado en ellos una tensión y ahora, a una señal de Dyson, estuvieran seguros de cómo reaccionar.
—No me propongo… —empezó Gordon, pero fue ahogado por las constantes risas—. Yo no… —Vio a Isaac Lakin de pie, a unas pocas sillas de distancia hacia la izquierda. Algunos ojos de entre el público se desviaron de Gordon a Lakin. Las risas murieron.
—Desearía hacer una declaración —dijo Lakin con voz potente—. Inventé la idea de la resonancia espontánea para explicar unos hechos poco usuales. Lo hice de una forma completamente honesta. Creo que está ocurriendo algo en esos experimentos. Pero todo esto del mensaje… —agitó una mano en un gesto de rechazo—. No. No. Es un absurdo. Denuncio en este mismo momento cualquier asociación de mi nombre con ello. No deseo que mi nombre aparezca mezclado con tales… tales afirmaciones. Dejemos que Bernstein y Shriffer hagan lo que quieran… yo no cooperaré con ello.
Lakin se sentó con decisión. Hubo algunos aplausos.
—No propongo decidir lo que significa todo esto —empezó Gordon. Su voz era tenue, y le costaba pronunciar las palabras. Miró a Dyson. Alguien estaba murmurándole algo a Dyson y sonriendo ampliamente. Lakin, observó Gordon, estaba sentado con los brazos cruzados ante su pecho, mirando fijamente con ojos llameantes al AR y DEC. Gordon se volvió y miró a las coordenadas que gravitaban sobre su cabeza, grandes y anchas e indiferentes—. Pero creo que hay algo aquí. —Se volvió hacia el público—. Sé que suena ridículo, pero… —El zumbido en el auditorio se mantuvo. Tosió, pero no poseía la vibrante cualidad de llamar la atención que habían tenido las retumbantes palabras de Lakin. El ruido se hizo más intenso.
—Ah, Gordon… —Se sorprendió al descubrir al director del departamento a su lado. El profesor Glyer alzó una mano hacia el público, y el murmullo cesó—. Ya sabemos rebasado el tiempo previsto, y hay programada otra conferencia en este mismo lugar. Si hay más, esto, más cuestiones, pueden ser formuladas en el café que será servido arriba, en el salón. —El director recibió unos cuantos discretos aplausos, que fueron ahogados por un murmullo de voces mientras el público se levantaba para salir. Alguien pasó cerca de Gordon, diciéndole a su compañero.
—Bueno, quizá Cronkite lo crea, pero… —Y el compañero se echó a reír. Gordon se quedó inmóvil con la espalda apoyada contra la pizarra, observándoles marcharse. Nadie subió a hacerle ninguna pregunta. En torno a Lakin se había formado un núcleo de gente murmurante.
Dyson apareció al lado de Gordon.
—Lamento que las cosas hayan ido de este modo —dijo—. No pretendía…
—Lo sé —murmuró Gordon—. Lo sé.
—Sólo que todo esto parece tan condenadamente increíble…
—Shriffer piensa… —empezó Gordon, pero decidió dejarlo correr—. ¿Qué opina usted del resto del mensaje?
—Bueno, francamente, no creo que sea un mensaje. No tiene sentido.
Gordon asintió.
—Esto, la prensa no le ha ayudado mucho precisamente, supongo que ya se habrá dado cuenta.
Gordon asintió.
—Bueno, iremos a tomar un poco de café, entonces. —Dyson se despidió con una incómoda inclinación de cabeza y se mezcló con la gente que salía. El coloquio se había trasladado al café con pastas que se había preparado escaleras arriba, y Gordon sintió que la tensión desaparecía de él, para ser reemplazada por el familiar sopor del final del día. Mientras recogía sus diapositivas, sus manos temblaban. Debería hacer más ejercido, pensó. Estoy en baja forma. Bruscamente, decidió saltarse la hora del café. Al infierno con todos ellos. Al infierno con aquel maldito hatajo de estúpidos.