26 - 7 de Julio de 1963
Durante el verano, el ritmo de sus días cambió. Penny empezó a irse a dormir más tarde, y Gordon se encontró despertándose antes que ella. Decidió someterse rigurosamente a sus ejercicios del programa de las Fuerzas Aéreas Canadienses, y el mejor momento para realizarlos era a primera hora de la mañana, en la desierta extensión de la playa del Wind'n Sea. Nunca le había gustado hacerlos en casa, especialmente cuando Penny estaba allí. Le gustaba bajar a la blanca arena que había sido limpiada por la marea nocturna y realizar sus ejercicios mientras la luz del sol empezaba a asomarse al este, por encima del monte Soledad. Luego corría hasta tan lejos como le era posible a lo largo de la playa. Cada ensenada era un pequeño mundo independiente, con las sombras acortándose a medida que el sol se iba alzando. La película de sudor que le cubría se enfriaba en las azuladas sombras y el denso aire del océano tenía un tangible peso acuoso cuando lo inhalaba, jadeante, las piernas resonando rítmicamente, bump, bump, bump, un vibrar que se transmitía a todos sus huesos, un curioso sonido en aquel aire, como trozos de madera cayendo sobre un suelo de roble. Había corrido así cuando era chico, en las sucias playas de Nueva Jersey. Su tío Herb lo llevaba allí a menudo, poco después de que su padre cayera enfermo. Cuando Jersey estaba superpoblada en verano, el tío Herb lo llevaba hasta Long Island en su Studebaker amarillo. Su madre siempre le había hablado de la gente que vivía allá, la Gente Que Había Comprado Sus Casas Frente A La Playa, como si fueran otra raza. La primera vez que tío Herb le llevó consigo, Gordon le preguntó si iban a visitar a algunos familiares, esperando que hubiera algún lazo de unión con aquella mítica gente. El tío Herb se había reído de aquella manera tan suya, rápida, resonante, no demasiado amistosa, y había zumbado: «Sí, voy a ir a visitar a míster Gatsby, ya sabes», y había dado una palmada en el costado del enorme coche amarillo, que había resonado metálicamente: bump. Gordon había permanecido sentado con el brazo fuera de la ventanilla durante todo el viaje, sintiendo la brisa del verano acariciar el negro pelo de su brazo. El pelo era más aparente aquel verano; Gordon lo comparaba con el de su tío Herb y descubría que había hecho notables progresos en sólo un año. Necesitó otros seis años antes de comprender la enigmática observación acerca de Gatsby. Por aquel entonces había leído el libro —ignorando la propuesta Malamud de su madre—, y apenas podía recordar ya mucho de las grandes casas de Long Island, o si alguna de ellas tenía una luz verde al extremo del embarcadero, o cualquier otro de aquellos detalles. Las playas, recordaba, eran pequeñas y pedregosas, un estrecho margen comprimido por las grandes propiedades. No había mucho que hacer. Los niños construían castillos de arena que sus padres aprobaban periódicamente, mirando por encima de sus libros de bolsillo en el resplandor amarillo-azulado del sol. Recordaba haber pensado que si Long Island era algo típico, la vida de los goyim, de los no judíos, debía ser triste. En contraste, el tío Herb lo llevó a algunos buenos combates de boxeo aquel verano, combates tan grandes y auténticos como jamás hubiera creído que fuera la vida. Bump, bump resonaban sus piernas, y ante él vio de nuevo el cuadrado blanco del ring, las dos figuras danzando y lanzándose puñetazos, una cabeza echándose hacia atrás al ser golpeada, el árbitro bailando un vals en torno a los dos hombres, gritos y silbidos y un caliente y cercano y salino olor de la líquida multitud.
«¿Has visto a ese tipo Alberts en el quinto asalto? —decía el tío Herb en el intermedio—. Parece como si fuera un saco de arena. Como un tipo buscando el botón del cuello de su camisa que se le ha caído. ¡Uf!» Y una vez decidido el combate: «¡Esos árbitros! Darle dos asaltos, ¿para qué tienen los ojos? No me gustaría ir de caza con ellos». Bump, bump, bump, y el salino olor de la multitud volvía y Gordon seguía corriendo en el ascendente sol, el aroma en las aletas de su nariz era el de la brisa marina a miles de kilómetros de Long Island, y lanzaba sus puños hacia delante mientras corría, uppercuts y reveses y directos a su propio ritmo, sus pies conectados con sus puños, jadeando fuertemente, un rostro lodoso e informe ante él, definiéndose ahora en el de Lakin mientras Gordon se preguntaba qué era aquello y al mismo tiempo le lanzaba dos de sus mejores golpes, una finta y un puñetazo al estómago y luego un directo a la mandíbula, rápido y fácil, luego unos cuantos más mientras pensaba en Lakin y empezaba a borrar a golpes de consciencia aquel ondulante rostro, pero resistió otros tres directos, sus nudillos impactando contra aquella brumosa imagen y la cabeza echándose hacia atrás una, dos, tres veces, bump, bump, bump, sí, el tío Herb lo había llevado a muchos lugares aquel largo verano mientras su padre estaba muriéndose… Gordon lanzó otros dos puñetazos al aire, apuntando a no sabía el qué… a fin de mantener su mente ocupada con peleas y playas y libros mientras su padre no decía nada, sonreía cuando le hablabas, nunca se quejaba, simplemente se apartaba de los demás para morir, de la forma en que lo hacían en la familia Bernstein, tranquilamente, sin alharacas, sin que nadie hiciera sonar las trompetas por ti, no por un Bernstein, bump, bump, bump, la arena de la playa estaba ahora caliente bajo sus pies, el sudor chorreaba sobre sus ojos, haciendo que le picaran, enturbiando la mañana, su garganta estaba seca. Jesús, había corrido un largo trecho. Los acantilados eran más altos allí. Había ido hasta más allá del embarcadero Scrips y bajado hasta la Playa Negra, una larga franja desierta bajo el Torrey Pines Park. Ahora estaba corriendo entre las sombras y mientras se limpiaba el sudor de sus ojos se dio cuenta de pronto de que estaba a punto de tropezar contra algo. Dio un salto, pensando que se trataba de un perro durmiendo, siguió corriendo por reflejo y miró hacia atrás. Una pareja. Las piernas entrelazadas. Los talones de la mujer apuntando al cielo. Cuatro ojos se clavaron en los suyos. Jesús, pensó, pero de algún modo aquello no le molestó demasiado. Era lógico: la playa desierta, una pareja excitada, un hermoso amanecer, el olor a sal. Pero eso quería decir que tenía que seguir corriendo un poco más. Démosles tiempo a terminar su bump, bump, bump. Realmente era una visión mejor para terminar su carrera que el amorfo rostro de Lakin, pensó Gordon. Lakin era un problema que él no podía resolver y quizá, pensó, era por eso por lo que estaba corriendo hasta tan lejos, para evitar que un auténtico puño se estrellara contra un auténtico rostro. Quizá sí, y quizá no. Había heredado del tío Herb aquel desprecio hacia un análisis demasiado profundo. Una forma de ser un potzer era preocuparse demasiado acerca de cosas como aquélla, sí. Gordon sonrió y se humedeció los labios y lanzó un par de puñetazos más, cortando el indiferente aire.
Saul Shriffer llamó a mediados de julio. Había terminado las observaciones de la 99 de Hércules, utilizando el radiotelescopio de Green Bank. Los resultados eran negativos. No llegaba ninguna señal coherente aparte el habitual chisporroteo estelar. Gordon sugirió utilizar frecuencias más altas y bandas más estrechas. Saul dijo que ya había intentado algunas. Sin mayores resultados a sus esfuerzos, no podía seguir utilizando más tiempo el instrumento. Los proyectos convencionales de investigación tenían prioridad. Hablaron durante algunos minutos de alternativas, pero no había ninguna. El grupo del Cavendish había rechazado la petición de Saul de algo de tiempo del telescopio. Saul dijo algunas palabras tranquilizadoras, y Gordon las aceptó mecánicamente. Cuando Saul colgó, Gordon sintió una inesperada depresión. Se dio cuenta de que, sin querer admitírselo, había estado manteniendo sus esperanzas en la idea de la escucha por radio. Aquella noche, cuando se reunió con Penny para cenar en el Buzzy's, no mencionó la llamada. Al día siguiente le escribió una carta a Saul pidiéndole que no publicara ningún resumen de la búsqueda por radio. Esperemos hasta que se produzca algo positivo, argumentó. Pero más que eso, Gordon deseaba mantenerse tranquilo. Quizá todo aquello desapareciera. Quizá finalmente se olvidara.
Cuando Penny fue a practicar un poco el surf a la playa Scrips, Gordon se sentó en la arena y miró. Hacía eso muy a menudo en los últimos tiempos… sentarse, pensar, dejar que los demás disfrutaran del verano. Le gustaba correr por la playa y sabía que debería intentar cabalgar las olas, ahora que tenía a alguien para enseñarle, pero algo se lo impedía. Observaba a las damas de La Jolla embadurnarse con sus carísimos bronceadores, y empezó a conocer los tipos: la gente que trabajaba al aire libre estaba pálida por encima de las rodillas, mientras que la que podía dedicar muchas horas a la playa gozaba de un color chocolate uniforme, una consumación cuidadosamente conseguida. Penny surgió de entre las olas, la tabla apoyada sobre la cadera, el pelo chorreando. Se dejó caer al lado de él, echó su pelo hacia atrás, miró de reojo su absorta expresión.
—De acuerdo —dijo finalmente—, suéltalo.
—¿Soltar qué?
—Oh, vamos, Gordon, Estás haciendo de nuevo tu imitación de un zombi.
Gordon se había enorgullecido siempre de ser directo en sus respuestas; ahora se encontró buscando algo que decir.
—Mira… he estado revisando las revistas en la biblioteca. Las revistas de astronomía, quiero decir. Mercury, Scientific American, Science News. La mayoría de ellas ignora olímpicamente el trabajo de resonancia planetaria de Saul. Incluso si lo mencionan, no reproducen la imagen. Y ninguna da las coordenadas de Hércules.
—Entonces publícalo tú.
Gordon agitó la cabeza.
—No servirá de nada.
—¿Desde cuándo empezaste a sentirte tan inferior?
—Desde los diez años —dijo Gordon, con la esperanza de desviar de alguna forma aquella conversación—. Cuando empecé a sospechar que no era Mozart.
—Oh.
—Yo era ese mito americano, el debilucho de cuarenta y cinco kilos. Esos anuncios de Charles Atlas, ¿recuerdas? Cuando iba a la playa, los fanfarrones no me pateaban arena al rostro… me pateaban directamente el rostro. La eliminación de los intermediarios.
—Oh. —Ella lo estudió, frunciendo el ceño—. ¿Sabes que esto es lo primero que me cuentas de todo ese asunto de Saul desde hace, veamos, un mes?
Él se alzó de hombros.
—De todos modos, ya nunca me cuentas nada.
—No quiero meterte en esto a fin de que la gente no pueda preguntarte nada al respecto. Así no tendrás que defenderme ante tus amigos. —Hizo una pausa—. O tratar con chiflados.
—Gordon, de todos modos me gustaría saber qué es lo que pasa. De veras. Si tengo que hablar con la gente de la universidad, me encuentro en inferioridad de condiciones.
El volvió a alzarse de hombros.
—No importa. De todos modos, es muy probable que me vaya de la Universidad de La Jolla.
—¿Qué?
Gordon le contó lo de no conseguir la promoción por méritos.
—Mira —terminó—, trabajar como profesor ayudante es siempre arriesgado. Puede que tengas que irte si las cosas no resultan bien. Ya te he hablado otras veces de eso, recuérdalo.
—Sí, bueno, finalmente… —Miró hacia el núcleo urbano de La Jolla, el rostro inexpresivo—. Quiero decir, a la larga, si no publicas…
—Ya he publicado —murmuró él defensivamente, en un soplo.
—Entonces, ¿por qué?
—Ese asunto con Lakin, No puedo investigar en un grupo con dos tipos que me caen bien, Feher y Schultz, y uno con el que soy incompatible, Lakin. Las personalidades son…
—Creía que los científicos estabais por encima de todas esas disputas. Eso es lo que me dijiste en una ocasión.
—Esto es más que una disputa, ¿acaso no te das cuenta?
—Ja.
—Lakin pertenece en cuerpo y alma a la vieja escuela. Es escéptico. Piensa que estoy buscándole deliberadamente problemas. —Fue enumerando motivos con sus dedos—. Quizá todo sea debido a que se está haciendo viejo y se siente un poco inseguro, no sé. Pero infiernos, no puedo trabajar en un grupo dominado por un tipo así. Ya te lo he comentado antes.
—Ah. —Su voz tenía un filo cortante—. De modo que hemos hablado antes de todo esto.
—Oh, Cristo.
—Me alegro de que me estés confiando todos estos problemas. Tus problemas.
—Mira… —abrió las manos, un gesto amplio—, no sé qué voy a hacer. Simplemente estaba diciéndotelo.
—Eso significará abandonar La Jolla. Abandonar California, donde he vivido toda mi vida. Si eso ocurre, dame al menos unos cuantos minutos para pensármelo, ¿de acuerdo?
—Claro. Claro.
—Pero sigues pudiendo quedarte aquí, ¿no? La elección es tuya.
—Sí. Decidiremos juntos.
—Estupendo. ¿Justa y equitativamente? ¿De forma abierta? ¿Sin ninguna abstención por tu parte?
—Un hombre, un voto.
—Eso es lo que me temo.
—Una persona, un voto.
—Eso está mejor.
Gordon se tendió boca arriba y abrió un arrugado ejemplar del Time contra el intenso sol. Intentó olvidar las bullentes alternativas en su cabeza y concentrarse en un artículo de la sección científica sobre las misiones Apolo a la Luna. Avanzaba lentamente; una década de leer el denso lenguaje de la física le había robado toda velocidad de lectura. Por otra parte, le hacía más consciente del estilo.
Gradualmente empezó a tener la impresión de que las animadas simplicidades del Time ocultaban más de lo que revelaban. Estaba rumiando este punto cuando notó una sombra sobre él.
—Sí, te he reconocido —dijo una ronca voz de hombre. Gordon parpadeó a la brillante luz del sol. Era Cliff, en traje de baño, y llevando un cartón de seis botellas de cerveza. Gordon se sentó bruscamente.
—Creía que vivías en California del Norte.
—¡Eh! ¡Cliffie! —Penny se había dado la vuelta y lo había visto—. ¿Qué haces aquí? —Se sentó también.
Cliff se puso de cuchillas en la arena, mirando a Gordon.
—Dando un paseo. Es mi día libre. Encontré un trabajo en Oceanside.
—¿Y nos has visto aquí? —dijo Penny alegremente—. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí? ¿Por qué no me has telefoneado?
—Sí —dijo Gordon secamente—, es una notable coincidencia.
—Hace poco más de una semana. Conseguí el trabajo en dos días.
Cliff estaba de cuclillas, no sentado en la arena si no apoyado en su cartón de cervezas con las dos manos metidas entre sus piernas y sus posaderas sólo a unos centímetros de la playa, Gordon recordó haber visto a los japoneses en aquella misma postura durante horas, en alguna película, en algún lugar. Era una pose curiosa, como si Cliff no deseara sentarse realmente con ellos.
Penny seguía hablando, pero Gordon no escuchaba. Estudiaba a Cliff, su cuerpo indolente tostado por el sol, y buscaba algo detrás de sus ojos, algo que explicara aquella improbable coincidencia. No la creía ni por un instante, por supuesto. Cliff sabía que Penny practicaba el surf, y aquélla era la mejor playa más cercana. La única cuestión interesante ahora era si Penny sabía también que aquello iba a producirse.
No había ninguna señal entre ellos, ninguna pequeña sonrisa inexplicable, ningún gesto, ninguna falsa nota que Gordon pudiera captar. Pero eso no significaba mucho… él nunca había sido bueno en ese tipo de cosas. Y mientras los observaba hablar con su lenta y fácil gracia, tuvo la impresión de que eran tan parecidos, tan familiares a esos miles de películas y anuncios de cigarrillos, y tan extraños a la vez. Gordon permaneció sentado, blanco como la barriga de un pez en comparación, un blando y sucio alabastro con mechones de pelo negro. Sintió un lento fluir de emociones, una oleada de sentimientos a los que ni siquiera podía poner nombre. No sabía si todo aquello no sería algún juego gracioso y elaborado que ellos dos estaban jugando, pero si lo era…
Gordon se puso bruscamente en pie. Penny lo miró. Sus labios se abrieron sorprendidos en una expresión de desconcierto. Él se debatió buscando las palabras, algo que llenara el vacío entre el conocimiento y la sospecha, algo que fuera correcto, y finalmente murmuró:
—No, no os preocupéis por mí.
—Hey, chico, yo…
—Juegos de goyim. —Gordon agitó una mano como despedida, el rostro enrojecido. Las palabras habían brotado de él más amargas de lo que había pretendido.
—Gordon, vamos, de veras… —empezó Penny, pero él se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas, casi corriendo. Oyó su voz por encima del rumor de las olas, pero era cada vez más débil y finalmente desapareció. De acuerdo, pensó, no ha sido un final a lo Gran Gatsby, pero me ha sacado de ese… de ese…
Sin terminar la frase, sin desear pensar más en nada de aquello, echó a correr hacia las distantes colinas.