15 - 1998
Gregory Markham se inmovilizó con las manos detrás de su espalda, el gris de sus raíces dándole un aire remoto y solemne. El apagado zumbido del laboratorio le parecía un ruido cálido, el preocupado charloteo de los instrumentos que, aunque sólo fuera por sus impredecibles fallos e idiosincrasias, se parecían a menudo a ajetreados trabajadores mortales. El laboratorio era una isla de sonido en el pacífico cascarón del Cavendish, dirigiendo todos los recursos que quedaban. El Cav había sido la sede de la era moderna, utilizando el trabajo de Faraday y Maxwell para crear el sumiso milagro de la electricidad. Ahora, meditaba Markham, en su centro sólo quedaban unos cuantos hombres intentando alcanzar el pasado, nadadores contra corriente.
Renfrew avanzó entre los bancos y pasillos de instrumentos, yendo de un problema a otro. Markham sonrió ante la energía del hombre. En parte procedía de la tranquila presencia de Ian Peterson, que permanecía reclinado hacia atrás en una silla y estudiaba la pantalla del osciloscopio donde se reflejaba la señal principal. Renfrew se agitaba, consciente de que detrás de la velada calma de Peterson el hombre nunca perdía su ojo atento.
Renfrew llegó a toda prisa junto al osciloscopio central y lanzó una mirada al danzante revoltijo de ruido.
—¡Maldita sea! —dijo vehementemente—. Esa maldita cosa no va a desaparecer por mucho que hagamos.
—Bueno, no es absolutamente necesario que siga mandando usted nuevas señales mientras yo estoy mirando —condescendió Peterson—. Simplemente me detuve para ver cómo iban las cosas.
—No, no. —Renfrew alzó torpemente los hombros bajo su chaqueta marrón. Markham observó que los bolsillos de la chaqueta estaban repletos de componentes electrónicos, aparentemente metidos allí y olvidados—. Ayer todo fue bien. No hay ninguna razón por la que hoy no tenga que ser lo mismo. Transmití esa parte astronómica sin problemas durante tres horas consecutivas.
—Debo decir que no veo la necesidad de transmitir eso —dijo Peterson—, considerando la dificultad de enviar lo realmente importante…
—Es para ayudar a cualquiera que lo reciba al otro lado —dijo Markham, adelantándose un paso. Mantuvo su rostro resueltamente neutro, aunque de hecho estaba distantemente divertido ante la forma en que los otros dos hombres parecían alcanzar inmediatamente una zona de desacuerdo, como si fueran arrastrados hacia ella—. John cree que eso puede ayudarles a saber dónde es más fácil detectar nuestro haz. Las coordenadas astronómicas…
—Comprendo perfectamente —le interrumpió Peterson—. Lo que no comprendo es por qué no dedican ustedes sus períodos de tranquilidad al material esencial.
—¿Cómo cuál? —preguntó rápidamente Markham.
—Decirles lo que estamos haciendo, y repetir toda la información relativa al océano, y…
—Hemos hecho todo eso hasta el agotamiento —estalló Renfrew—. Pero si ellos no pueden recibirlo, ¿qué infiernos…?
—Mire, mire —dijo Markham suavemente—, hay tiempo suficiente para hacerlo todo, ¿no? ¿De acuerdo? Cuando el ruido descienda, la prioridad exclusiva será enviar ese mensaje suyo del banco, y luego John puede…
—¿No lo han enviado todavía? —exclamó Peterson sorprendido.
—Oh, no —dijo Renfrew—, aún no he terminado con el otro material, y…
—¡Bien! —Peterson pareció excitado ante aquello; se puso rápidamente en pie, y caminó enérgicamente por el reducido espacio ante los imponentes armarios grises de los instrumentos—. Les dije que había encontrado una nota… cosa muy sorprendente, debo admitirlo.
—Sí —concedió Markham. Había habido considerable agitación cuando apareció Peterson aquella mañana, exhibiendo el amarillento papel. De pronto, todo el asunto les había parecido algo tremendamente real a todos ellos.
—Bien —prosiguió Peterson—, estaba pensando acerca de intentar… esto… ampliar el experimento.
—¿Ampliar? —preguntó Renfrew.
—Sí. No envíen el mensaje.
—Por los clavos de Cristo —fue todo lo que pudo decir Markham.
—Pero, pero ¿no ve usted que…? —La voz de Renfrew se apagó.
—Pensé que podía ser un experimento interesante.
—Seguro —dijo Markham—. Muy interesante. Pero provocará una paradoja.
—Ésa es mi idea —dijo rápidamente Peterson.
—Pero una paradoja es precisamente lo que no queremos —dijo Renfrew—. Enviará al infierno todo el asunto.
—Ya le expliqué eso —dijo Markham a Peterson—. El interruptor colgado a medio camino entre el abierto y el cerrado, ¿recuerda?
—Sí. Comprendo eso perfectamente bien, pero…
—¡Entonces no sugiera absurdos! —gritó Renfrew—. Si desea usted alcanzar el pasado y saber que lo ha conseguido, mantenga sus manos quietas.
—La única razón —dijo Peterson, con una calma glacial— de que ustedes sepan esto es porque yo fui al banco en La Jolla. La forma en que yo veo todo el asunto es que yo he confirmado su éxito.
Hubo un incómodo silencio.
—Oh… sí —murmuró Markham, para llenar la pausa. Tuvo que admitir que Peterson tenía razón. Era precisamente el tipo sencillo de comprobación que él o Renfrew debieran haber intentado. Pero habían sido educados para pensar en experimentos mecánicos, llenos de instrumentos que operaban sin intervención humana. La noción de pedir una señal confirmatoria simplemente no se les había ocurrido. Y ahora Peterson, el ignorante administrador, había probado que todo el esquema era correcto, y lo había hecho sin ninguna clase de pensamiento complicado en absoluto.
Markham inspiró profundamente. Era embriagador, darte cuenta de que estabas haciendo algo que jamás se había realizado antes, algo más allá de tu propia comprensión, pero innegablemente real. A menudo se había dicho que la ciencia te ponía en una especie de contacto con el mundo muy distinto al contacto que podría darte cualquier otra cosa. Esta mañana, y aquella simple hoja de Peterson habían hecho el milagro, pero de una forma extrañamente distinta.
El triunfo de un experimento se producía cuando alcanzabas una nueva meseta de conocimiento. Con los taquiones, sin embargo, no disponían de una auténtica comprensión. No tenían más que aquella simple nota en un trozo de amarillento papel.
—Ian, sé cómo se siente. Sería condenadamente interesante omitir su mensaje. Pero nadie sabe lo que eso puede significar. Puede impedirnos conseguir lo que usted desea… hacer llegar la información acerca del océano.
—¡Condenadamente exacto! —subrayó Renfrew, y se volvió hacia el aparato.
Peterson entrecerró los párpados, como si estuviera sumido en profundos pensamientos.
—Un buen tanto. ¿Saben?, por un momento pensé que aquí podía haber alguna forma de aprender algo más sobre todo esto.
—Podríamos —admitió Markham—. Pero a menos que hagamos tan sólo lo que comprendemos…
—Correcto —dijo Peterson—. Fuera las paradojas, de acuerdo. Pero después… —Su rostro adquirió una expresión soñadora.
—Después, seguro —murmuró Markham. Era extraño, pensó, cómo los jugadores habían invertido allí sus papeles. Se suponía que Peterson era el administrador prepotente, exigiendo resultados por encima de todo lo demás. Y sin embargo, ahora era Peterson quien deseaba empujar hacia delante los parámetros del experimento y descubrir alguna nueva física.
Y oponiéndose a ello estaban Renfrew y él mismo, de pronto inseguros de lo que podía producir una paradoja. Abundaban las ironías.
Una hora más tarde, los puntos más sutiles de la lógica se habían desvanecido, como solían hacer a menudo, ante los resbaladizos detalles del propio experimento. El ruido emborronaba la plana pantalla del osciloscopio. Pese al concienzudo trabajo de los técnicos, la agitación en el experimento no disminuía. A menos que lo hiciera, el haz de taquiones sería inútilmente difuso y débil.
—¿Sabe? —murmuró Markham, echándose hacia atrás en su silla de laboratorio de madera—. Creo que su material del Caltech podrá hacer algo aquí, Ian.
Peterson alzó la vista del dossier con un sello de CONFIDENCIAL en rojo cruzando su tapa que estaba leyendo. Durante las pausas, había seguido trabajando en los papeles que llevaba en su maletín.
—¿Eh? ¿Cómo?
—Esos cálculos cosmológicos… son un buen trabajo. De hecho, muy brillante. Universos arracimados. Ahora, supongamos que alguien dentro de uno de ellos está enviando hacia fuera señales de taquiones. Los taquiones pueden salir fuera de esos universos más pequeños. Todo lo que los taquiones tienen que hacer es cruzar el horizonte de sucesos de la microgeometría cerrada. Luego estarán libres. Escaparán de las singularidades gravitatorias, y nosotros podremos captarlos.
Peterson frunció el ceño.
—Esos… microuniversos… ¿son otros… otros lugares donde se puede vivir? ¿Qué pueden estar habitados?
Markham sonrió.
—Seguro. —Sentía la serena confianza de un hombre que siempre ha trabajado las matemáticas hallando las soluciones. Era esa despreocupada certeza que brota de la primera comprensión de todas las ecuaciones de campo de Einstein, arabescos de letras incomprensibles llenando tenuemente toda la página, una fina telaraña. Parecían insustanciales cuando uno las veía por primera vez, una hilera de garabatos. Sin embargo, seguir los delicados tensores a medida que se contraían, a medida que los superíndices se emparejaban con los subíndices, colapsándose matemáticamente hasta convertirse en entidades clásicas concretas potencial; masa; fuerzas vectoriales en una geometría curva, ésa era una experiencia sublime. El puño de hierro de lo real, dentro del guante de terciopelo de unas etéreas matemáticas. Markham vio en el rostro de Peterson el vacilante asombro que flota sobre las personas cuando luchan por visualizar ideas que están más allá de las confortables tres dimensiones y las certezas euclidianas que constituyen su mundo. Tras las ecuaciones había inmensidades de espacio y polvo, materia muerta pero furiosa sometida a la voluntad geométrica de la gravedad, estrellas como cabezas de fósforos estallando en una vasta noche, destellos anaranjados que iluminaban tan sólo un delgado anillo de planetas recién nacidos. Las matemáticas eran quienes habían edificado todo aquello; las imágenes que llevaban los hombres dentro de sus cabezas eran útiles pero burdas, dibujos animados en un mundo que era tan sutil como la seda, infinitamente más suave y variado. Una vez uno había visto esto, lo había visto realmente, el hecho de que podían existir mundos dentro de los mundos, que podían medrar universos dentro del universo propio, no era tan difícil de aprehender. Las matemáticas ayudaban a sostenerlo a uno.
—Creo —dijo Markham— que ésa puede ser una explicación para el anómalo nivel de ruido. No es generado técnicamente, en absoluto, si es que estoy en lo cierto. De hecho, el ruido procede de los taquiones. La muestra de antimoniuro de indio no está simplemente transmitiendo taquiones, también los está recibiendo. Hay un fondo de taquiones que no hemos tenido en cuenta.
—¿Un fondo? —preguntó Renfrew—. ¿Procedente de dónde?
—Veámoslo. Probemos el correlacionador.
Renfrew hizo algunos ajustes y se apartó del osciloscopio.
—Eso debería conseguirlo.
—¿Conseguir qué? —preguntó Peterson.
—Éste es un analizador de coherencia en circuito cerrado —explicó Markham—. Recoge y elimina el genuino ruido de la muestra de indio, el ruido de la onda de sonido, quiero decir, y deja intactas todas las señales procedentes del fondo errático.
Renfrew miró intensamente la pantalla del osciloscopio. Una compleja forma ondulada osciló a través de la escala.
—Parece ser una serie de impulsos generados a intervalos regulares —dijo—. Pero la señal decae en el tiempo. —Señaló a una línea fluida que se desvanecía en el nivel de ruido a medida que se acercaba al lado derecho de la pantalla.
—Completamente regular, sí —dijo Markham—. Aquí hay un pico, luego una pausa, luego dos picos juntos, luego nada de nuevo, luego cuatro casi uno encima del otro, luego nada. Extraño.
—¿Qué creen que es? —preguntó Peterson.
—No un ruido de fondo ordinario, eso está claro —respondió Renfrew.
—Es coherente, no puede ser natural —dijo Markham.
—No —era Renfrew—. Más bien parecido a…
—Un código —terminó Markham—. Tomemos nota de algo de esto. —Empezó a escribir en un bloc—. ¿La imagen es a tiempo real?
—No. Simplemente lo ajusté para tomar una muestra del ruido en un intervalo de cien microsegundos. —Renfrew avanzó hacia los mandos del osciloscopio—. ¿Prefieres otro intervalo?
—Espera a que termine de copiar éste.
—¿Por qué no simplemente lo fotografiamos? —preguntó Peterson. Renfrew lo miró significativamente.
—No tenemos película. Hay escasez, y la prioridad no la tienen los laboratorios en estos días, ya sabe.
—Ian, tome nota de esto —dijo Markham.
Al cabo de una hora, los resultados eran obvios. El ruido era de hecho la suma de varias señales, cada una de ellas sobreponiéndose a las demás. Ocasionalmente aparecía un tartamudeante grupo de impulsos, sólo para ser tragado en una tormenta de rápido zangloteo.
—¿Por qué hay tantas señales contrapuestas? —preguntó Peterson.
Markham se alzó de hombros. Frunció la nariz en un esfuerzo inconsciente por remontar sus gafas. Aquello le dio una no intencionada expresión de enorme y repentino desagrado.
—Supongo que es posible que procedan de un lejano futuro. Pero también me gusta la idea de los universos de bolsillo.
—Yo no me apoyaría mucho en una nueva teoría astrofísica —dijo Renfrew—. Esos tipos especulan con las ideas como los bolsistas con las acciones.
Markham asintió.
—Estoy de acuerdo, a menudo toman un granito de verdad y lo hinchan como si fuera un grano de arroz metido en agua intelectual. Pero esta vez tienen algo a su favor. Hay fuentes inexplicadas de emisión infrarroja, muy lejos entre las galaxias. Los microuniversos podrían tener ese aspecto. —Unió sus dedos formando como una tienda y los miró sonriendo, su gesto académico favorito. En momentos como ése era reconfortante tener un toque de ritual al que poder acudir—. Este osciloscopio tuyo muestra un centenar de veces el ruido ordinario que esperabas, John. Me gusta la idea de que no somos los únicos, y aquí hay un fondo de señales de taquiones. Señales de distintos tiempos, sí. Y de esos universos microscópicos también.
—Sin embargo, vienen y van —observó Renfrew—. Aún puedo seguir transmitiendo durante una fracción del tiempo.
—Estupendo —dijo Peterson. Llevaba un rato sin hablar—. Siga con ello, entonces.
—Espero que los tipos allá en 1963 no hayan empleado el detector de sensibilidad para estudiar este ruido. Si se mantienen enfocados a nuestras señales, que tienen que mantenerse por encima de este ruido de fondo cuando estamos transmitiendo adecuadamente, todo irá bien.
—Greg —musitó Peterson, los ojos remotos—, hay otro asunto.
—¿Oh? ¿Cuál?
—No deja de hablar usted de los universos más pequeños dentro del nuestro y de cómo estamos captando sus mensajes de taquiones.
—Correcto.
—¿No es eso un poco egocéntrico? ¿Cómo sabemos que nosotros, a nuestra vez, no somos un universo de bolsillo dentro del universo de alguien?
Gregory Markham se escabulló del Cav a primera hora de la tarde. Peterson y Renfrew seguían siendo incapaces de resistir el aguijonearse mutuamente. Peterson se sentía obviamente atraído por el experimento, pese a su automático hábito de distanciarse. Renfrew apreciaba el apoyo de Peterson, pero seguía pidiendo más. Markham encontraba cómico el complicado ballet entre los dos hombres, principalmente debido a que en realidad era inconsciente. Con su forma de hablar típica de la oratoria, ambos se peleaban a la primera divergencia. Si Renfrew hubiera sido simplemente un hijo de obrero, sin duda se hubiera llevado perfectamente con Peterson, puesto que cada uno hubiera sabido cuál era su papel ordenado por los tiempos. Siendo sin embargo un hombre nadando en las exóticas aguas académicas, Renfrew no tenía puntos de referencia. La ciencia tenía una forma propia de originar tales conflictos. Uno podía salir de la nada y conseguir un gran logro sin haber aprendido ninguno de los nuevos hábitos sociales. La estancia de Fred Hoyle en Cambridge había sido un caso ejemplar. Hoyle había sido un astrónomo moldeado al viejo estilo del excéntrico-buscador-de-la-verdad, avanzando controvertidas teorías y echando a un lado los fríos y racionales hábitos cuando no encajaban con su talante. Renfrew podía muy bien revelarse como un Hoyle, un esforzado salmón nadando todo su camino contracorriente, si su experimento tenía éxito. La mayor parte de los científicos surgidos de entornos humildes adoptaba por aquel entonces un exterior afable, neutral; era más seguro. Renfrew no lo hacía así. Los grandes equipos modernos de investigación dependían para su progreso de bien organizadas y cuidadosamente calculadas operaciones a gran escala cuya estabilidad exigía un mínimo de trastornos —ésa era la jerga— «en relaciones interpersonales». Renfrew era un solitario con una psique de papel de lija. Lo más sorprendente era que Renfrew era enormemente cortés con la mayor parte de la gente; sólo el deliberado exhibicionismo de los símbolos de clase de alguien como Peterson lo sacaba de sus casillas. Markham había observado que las fricciones de clase llevaban décadas empeorando en Inglaterra, y captaba atisbos de ello en cada una de sus ocasionales visitas. La época parecía fortalecer el sentimiento de clase, para gran confusión de los condescendientes marxistas que tendían a aceptar los densos programas gubernamentales. La explicación le parecía clara a Markham: en la pronunciada cuesta económica, posterior a los años prósperos del petróleo del mar del Norte, la gente marcaba cada vez más sus diferencias a fin de mantener vivo su sentimiento de valía. Nosotros contra ellos era algo que agitaba la sangre. Mejor jugar ese antiguo y derivativo juego que enfrentarse a la tenaza gris del próximo futuro.
Markham se alzó de hombros, rechazando aquellos pensamientos, y caminó a lo largo del sendero peatonal que conducía a las solemnes torres de la ciudad. Él era un americano y por lo tamo estaba exento de los sutiles rituales de clase, no era más que un visitante con un pasaporte temporal. Un año aquí lo había habituado a las diferencias del idioma; las frases típicamente británicas que aparecían en medio de sus lecturas ya no le hacían volver los ojos atrás para releer el párrafo en busca de algún error de interpretación. Ahora reconocía el escéptico arco de las cejas de Peterson alzándose y su seco «¿Hummm?» como una bien estudiada arma social. El preciso y elegante tono de voz de Peterson en palabras como «asentimiento» o «socialmente» era a todas luces mucho mejor que el mecánico graznido de los administradores americanos, que llamaban a cualquier información una «entrada de datos», siempre estaban «orientando un problema», sometían sus proposiciones como un «paquete» pero no siempre «lo compraban», y entablaban «diálogo» con su público; si uno ponía objeciones a ese deliberado charloteo robótico, su respuesta era siempre que se trataba tan sólo de «una cuestión semántica».
Markham metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y apresuró el paso. Llevaba varios días agotándose con elusivos cálculos de física matemática, y deseaba un largo paseo en solitario para que le ayudara a desembarazarse de su irritación. Pasó ante un edificio en construcción, donde chimpancés vistiendo monos llevaban ladrillos de un lado para otro y hacían todo el trabajo pesado. Era notable lo que el trastear con el ADN había conseguido en los últimos años. Mientras se acercaba a una cola para el autobús, algo llamó su atención. Un hombre negro con zapatillas de tenis estaba de pie al final de la cola, los ojos bailoteando, la cabeza bamboleándose como si estuviera manejada por hilos. Markham se acercó a él y murmuró:
—Hay un bobby al otro lado de la esquina —y siguió su camino. El hombre se quedó helado.
—¿Eh? ¿Qué? —Miró alocadamente a su alrededor. Echó una ojeada a Markham. Una vacilación, luego se decidió… echó a correr en dirección opuesta. Markham sonrió. La táctica estándar era aguardar hasta que llegara el autobús, y la atención de la cola se centrara en subir a él. Entonces agarrabas los bolsos de unas cuantas mujeres, y salías corriendo a toda velocidad. Antes de que la gente hubiera podido centrar en ti su atención, ya estabas a varias calles de distancia. Markham había visto aquella maniobra en Los Ángeles. Se dio cuenta, un poco apesadumbrado, de que tal vez no la hubiera reconocido si el hombre no hubiera sido negro.
Bajó por High Street. Las manos de los mendigos aparecieron como por arte de magia cuando vieron su chaqueta americana, y luego desaparecieron rápidamente cuando él frunció el ceño. En la esquina de St. Andrews y Market estaba la peluquería de Barrett, con un cartel proclamando: «Barrett está dispuesto a afeitar únicamente a los hombres que se sienten incapaces de afeitarse a sí mismos». Markham se echó a reír. Se trataba de un chiste privado de Cambridge, una referencia a la astucia de Bertrand Russell y los matemáticos de hacía un siglo. Aquello lo devolvió al problema que estaba preocupándole, a la maraña de razonamientos que rodeaban los experimentos de Renfrew.
La pregunta obvia era: «¿Pero y qué pasa con Barrett? ¿Quién puede afeitar al pobre viejo Barrett?» Si Barrett era capaz de afeitarse a sí mismo, y si el cartel era cierto, entonces no era capaz de afeitarse a sí mismo. Y si Barrett no podía afeitarse a sí mismo, entonces, según el cartel, era capaz de afeitarse a sí mismo. Russell había imaginado esta paradoja, y había intentado resolverla inventando lo que él llamaba un «metacartel» que decía: «Barrett queda excluido del tipo de hombres a los que se refiere el primer cartel». Eso arreglaba el problema para Barrett, pero en el mundo real las cosas no eran tan sencillas. La sugerencia de Peterson de aquella mañana, acerca de no enviar el mensaje referente al banco, había alterado a Markham más de lo que había querido evidenciar. El problema con la teoría de los taquiones era que aquella idea del lazo causal no encajaba con nuestra propia percepción del tiempo avanzando hacia delante. ¿Qué ocurriría si ellos no enviaban el mensaje del banco? El nítido pequeño lazo, con flechas yendo del futuro al pasado y de vuelta de nuevo, se desmoronaba. No había seres humanos en ello. El objetivo de la moderna teoría física era hablar acerca de la realidad como algo independiente del observador… al menos mientras fuera dejada de lado la mecánica cuántica. Pero si Peterson se hallaba implicado en el lazo causal, tenía la posibilidad de cambiar de opinión en cualquier momento, y cambiar todo el maldito asunto. ¿Podía realmente? Markham hizo una pausa, mirando a través del cristal coloreado a un muchacho haciéndose recortar su ambarino pelo. ¿Existía el libre albedrío humano en aquel rompecabezas?
Las ecuaciones eran mudas. Si Renfrew tenía éxito, ¿cómo cambiarían las cosas a su alrededor? Markham tuvo una repentina y aprensiva visión de un mundo en el cual la floración del océano simplemente no se había producido. El y Renfrew y Peterson saldrían del Cav para descubrir que nadie sabía de qué estaban hablando. ¿Floración del océano? Resolvimos eso hace años. Así que se convertirían en unos chiflados, un curioso trío compartiendo una ilusión común. Sin embargo, para ser consecuentes, las ecuaciones decían que enviar el mensaje no podía tener unos efectos tan grandes. En primer lugar, no podían anular la auténtica razón de enviar los taquiones. De modo que tenía que haber un esquema consistente, en el cual Renfrew siguiera teniendo su idea inicial y contactara al Consejo Mundial, y sin embargo…
Markham agitó la cabeza para liberarse de aquellos pensamientos, sintiendo un extraño estremecimiento recorrer todo su cuerpo. Había algo más profundo allí, alguna laguna crucial en física.
Se apartó rápidamente de la barbería, turbado. Una partida de críquet se estaba desarrollando perezosamente a lo largo de la tarde en el gran terreno en forma de tarta conocido como el Lugar de Parker. El matemático G. H. Hardy había contemplado a otra gente jugar allí mismo, hacía un siglo. Y a menudo, pensó Markham, había haraganeado también por aquellos lugares a lo largo de la tarde, exactamente como él lo estaba haciendo ahora. Markham podía comprender la motivación del juego, pero no los detalles. Nunca había comprendido la jerga del cricket, y todavía era incapaz de darse cuenta de cuándo se realizaba una buena jugada. Caminó por detrás de las hileras de espectadores, sentados en sus sillas de lona, y se preguntó qué hubieran pensado los espectadores de críquet de hacía un siglo de la Inglaterra de hoy. Sospechaba, sin embargo, que, como la mayor parte de la gente incluso hoy, hubieran supuesto que el mañana sería aproximadamente igual al presente.
Markham giró hacia Regent Street y pasó el jardín botánico de la universidad. Más allá había una escuela de niños. Disponiendo las normas y gracias de las clases superiores, según una antigua frase real. Cruzó el arco de la entrada y se detuvo en el tablero de anuncios de la escuela. Los siguientes alumnos han perdido sus posesiones personales. Serán llamados al Estudio del Prefecto el jueves día 4 de junio.
No «se ruega que se presenten». Nada de innecesarios circunloquios: simplemente una afirmación directa. Markham podía imaginar la breve conversación. «Lo siento, yo…».
«Castigo estándar. Cincuenta líneas, con su mejor caligrafía. Me las traerá mañana en el recreo». Y el estudiante saldría murmurando: A partir de ahora seré más cuidadoso con mis cosas personales.
El hecho de que el estudiante pudiera utilizar una de las recientes máquinas vocoescritoras para casi todo su trabajo en la escuela no importaba; el principio persistía.
Era extraño cómo se mantenían las formas, cuando todo lo demás —edificios, política, fama— se desmoronaba. Quizá fuera aquélla la fuerza de aquel lugar. Había como una intemporalidad allí, demasiado frágil como para que el seco aire de California pudiera mantenerla. Ahora que había llegado el pleno verano, los amaneramientos de las escuelas y facultades parecían todavía más antiguos, una rebanada de tiempo caduco. Descubrió que su propio espíritu se elevaba ante el final del interminable invierno, con las lluvias de primavera.
Sintió que su mente se despegaba del problema de los taquiones, buscando refugio en aquella confortable aura del pasado. Se dio cuenta de que todo era diferente para él, allí. Los ingleses eran peces nadando en aquel mar del pasado. Para ellos era como una presencia palpable, una extensión viva, comentando los acontecimientos como un susurro a medias oído desde un escenario. Los americanos contemplaban el pasado como un paréntesis en el torrente de frases del presente, un apartado, algo independiente del fluir general.
Caminó de vuelta hacia las facultades, dejando que sus sensaciones acerca de las presiones del tiempo se infiltraran en él. Él y Jan habían estado en la mesa de profesores en varias de aquellas facultades, la experiencia anglófila definitiva. La placa conmemorativa que brillaba como mercurio, y los tazones descascarillados en el borde. En la sala de descanso de madera pulida, los dorados marcos contenían ceñudos retratos de los fumadores de la universidad. En el gran salón comedor, Jan se había mostrado sorprendida al descubrir la evidente segregación: los de Eton en una mesa, los de Harrow en otra, los alumnos de las escuelas públicas en una tercera, y finalmente, los graduados de las escuelas estatales y todos los demás en una heterogénea última mesa. Para un americano llegado a una tal ciudadela de la educación, tras décadas de feroz política de igualdad-a-toda-costa, todo aquello parecía extraño. Allí persistía una confianza en las ventajas heredadas, e incluso la idea de que un sistema como aquél era también una virtud heredada. El pasado resistía. Uno podía estar rabiosamente al día, conocer absolutamente todos los tugurios de moda de los placeres carnales, y sin embargo permanecer tranquila y confortablemente sentado en las sillas del coro en la capilla del King's College, escuchando a los querubines con gorgueras isabelinas hacer vibrar las vidrieras emplomadas con sus agudos. Parecía como si en un cierto confuso sentido el pasado estuviera aún allí, que todos ellos estuvieran conectados a él, y que la percepción del futuro como algo tangible viviera también en el presente.
Markham se relajó por un momento, dejando que la idea derivara fuera de su subconsciente. Caminar era el suave ejercicio que su mente necesitaba; había utilizado antes sus efectos. Algo… algo acerca de la realidad necesitando ser independiente del observador… Alzó la vista. Una enorme nube amarillenta, avanzando rápida y baja sobre las grises torres, apretaba las sombras contra los flancos de la iglesia de St. Mary. Las campanas repiqueteaban una cascada de sonido a través del momentáneamente frío aire; la nube parecía estar sorbiendo el calor de la brisa.
Observó los remolineantes dedos de neblina que se disolvían sobre su cabeza en el rastro de la nube. Luego, bruscamente, lo captó. El quid del problema era el observador, el tipo que tenía que ver objetivamente las cosas. ¿Quién era él? En mecánica cuántica, las propias ecuaciones no te decían nada acerca de en qué sentido fluía el tiempo. Una vez efectuabas una medición, había que pensar en el experimento en curso como en algo que generaba probabilidades. Todo lo que las ecuaciones podían decirle era cuan probable podía ser un acontecimiento «posterior». Ésa era la esencia del cuanto. La ecuación de Schródinger podía hacer que las cosas evolucionaran hacia delante en el tiempo, o hacia atrás. Sólo cuando el observador metía su dedo y efectuaba una medición surgía algo que fijaba la dirección del flujo del tiempo. Si el todopoderoso observador medía una partícula y la hallaba en una posición x, entonces la partícula recibía un pequeño empuje del observador, por el hecho mismo de la observación. Ése era el principio de incertidumbre de Heisenberg. Uno no podía decir exactamente cuánto del empuje había sido proporcionado por el observador a la infeliz partícula, de modo que en un cierto sentido su posición futura era incierta. La ecuación de Schródringer describía el abanico de posibilidades acerca de dónde podría aparecer la partícula a continuación. Las probabilidades aparecían bajo la imagen de una onda, moviéndose hacia delante en el tiempo y haciendo posible que la partícula apareciera en varios lugares diferentes en el futuro. Una onda de probabilidad. La vieja imagen de la bola de billar, en la cual la partícula se movía con certidumbre newtoniana hasta su siguiente punto, era simplemente falsa, engañosa. La localización más probable de la partícula era, de hecho, exactamente la misma que en la posición newtoniana… pero eran posibles otros caminos. Muy poco probables, cierto, pero eran posibles. El problema surgía cuando el observador volvía a meter su dedo y efectuaba una segunda medición. Encontraba la partícula en un lugar, no diseminada en un conjunto de lugares posibles. ¿Por qué? Porque el observador se consideraba esencialmente a sí mismo newtoniano… un «medidor clásico», según el modo de hablar técnico.
Markham sonrió ampliamente mientras giraba por King's Parade arriba. Había una trampa en esa argumentación. El observador clásico no existía. Todo en el mundo era regido por la mecánica cuántica. Todo se movía de acuerdo con ondas de probabilidad. De modo que el masivo e intocado experimentador era empujado a su vez. Recibía un empuje de incierta intensidad de la ultrajada partícula, y eso significaba que el observador también era regido por la mecánica cuántica. El formaba parte del sistema. El experimento era mayor, y más complejo, que las simples ideas del pasado. Todos formaban parte del experimento; nadie podía quedar separado de él. Uno podía hablar acerca de un segundo observador, mayor que el primero, que no resultara afectado por el experimento… pero eso simplemente llevaba el problema un paso más allá. El último recurso consistía en considerar a todo el universo como el «observador», de modo que todo se convirtiera en un sistema coherente, pero eso significaba que uno tenía que resolver inmediatamente el problema completo del movimiento del universo, sin dividirlo en experimentos separados más convenientes.
La esencia del problema era, ¿qué es lo que hace que la partícula aparezca en un solo lugar? ¿Por qué elige uno de los posibles estados y no todos? Era como si el universo tuviera varias formas posibles de actuar, pero que algo le hiciera elegir una en particular.
Markham se detuvo, estudiando la vertiginosa altura de la Great St. Mary. Un estudiante se asomó allá arriba, una minúscula cabeza contra el cielo azul.
¿Cuál era la analogía correcta?
El haz de taquiones planteaba el mismo problema. Si sus ideas eran correctas, había una especie de onda de probabilidad viajando hacia delante y hacia atrás en el tiempo. Estableciendo una paradoja se conseguía convertir la curva en un lazo, fijando el sistema en una especie de atónito frenesí, incapaz de decidir hacia qué estado decantarse. Algo debía efectuar la elección. ¿Había alguna analogía allí, algún tipo de observador inmóvil, que hacía que el tiempo fluyera hacia adelante en vez de hacia atrás?
Si era así, entonces la paradoja tenía una respuesta. De alguna manera, las leyes de la física tenían que proporcionar una respuesta. Pero las ecuaciones permanecían mudas, inescrutables. Como era siempre el caso, la cuestión básica que respondían las matemáticas era el cómo, no el porqué. ¿Había que hacer intervenir pues al movedor inmóvil? ¿Y quién era… Dios? Era posible.
Markham agitó frustrado la cabeza. Las ideas zumbaban como enjambres de abejas, pero no podía atraparlas. Bruscamente gruñó y cruzó por entre una fila de estudiantes en bicicleta, entrando en Bowes & Bowes.
La sección de novedades era cada vez más escasa; el negocio editorial estaba en crisis, acosado por la oleada de la televisión. Una mujer en la caja registradora atrajo su atención; muy sexy. Pero estaba más allá de las posibilidades de su edad, pensó amargamente. Estaba llegando al estadio en el que las ambiciones casi siempre superaban las posibilidades de éxito.
El asunto de los taquiones volvió a preocuparle mientras se dirigía a casa, cruzando el Cav y las piscinas. Una extensión de césped, llamada Lammas Land, Tierras del Primero de Agosto, por alguna antigua razón, probablemente derivada de la fiesta de recolección de la cosecha, se extendía ante él en la húmeda y cálida tarde. Todo parecía como inmóvil, como si el año se hubiera detenido al final de la larga cuesta que había trepado para escapar del invierno, y ahora estuviera dudando antes de empezar a descender por el otro lado. Se volvió hacia el sur, hacia Grantchester, donde el reactor nuclear era aún un edificio en construcción. Parecía como si con todos los retrasos nunca fueran a terminar la pelota de squash que formaba el aislamiento del reactor. Las praderas que lo rodeaban eran una bolsa de paz rural. Las vacas se refugiaban en la oscura sombra de los árboles agitando sus colas para alejar a las moscas. Había amodorrados sonidos, el reclamo de palomas torcaces, el zumbido de un avión, murmullos y chasquidos. El aire estaba lleno con el aroma de cardos, milenrama, hierba cana, tanaceto. Los colores brotaban entre la densa hierba: el amarillo de la manzanilla, el azul de las campánulas, el escarlata de la pimpinela a la que había dado fama la literatura.
Jan estaba leyendo cuando llegó a casa. Hicieron perezosamente el amor en el dormitorio de arriba con los postigos cerrados, empapando las sábanas. Más tarde, la imagen de la mujer en Bowes & Bowes destelló en su medio adormiladamente. Un intenso olor almizcleño flotaba en el aire. El largo día se arrastraba hasta casi las diez, rechazando la noche. Markham recordó, mientras se dedicaba a unos rápidos cálculos a la pálida luz del anochecer, que en algún lugar del planeta alguien debía estar pagando por esos largos días de verano un alto precio en heladas noches de invierno. Las deudas se compensan, pensó. Y mientras contemplaba aquel anochecer, tuvo la sensación de que otro anochecer mucho más largo se estaba acercando.