«La muerte es lo más terrible, y mantener la obra de la muerte es lo que más fortaleza exige».

Hegel

El propio autor de Madame Edwarda ha llamado ya la atención sobre la gravedad de su libro. Sin embargo, me parece oportuno insistir en ello en razón de la ligereza con la que se acostumbra a considerar los escritos que tratan de la vida sexual. No es que tenga la esperanza —o la intención— de cambiar nada. Pero pido al lector de mi prefacio que reflexione un instante sobre la actitud tradicional que suele adoptarse ante el placer (que, en el juego de los sexos, alcanza la intensidad del delirio) y el dolor (que la muerte apacigua, ciertamente, pero que, antes, conduce a lo peor). Un conjunto de condicionamientos nos lleva a concebir del hombre (de la Humanidad) una imagen tan alejada del placer extremo como del dolor extremo: las prohibiciones más comunes recaen unas sobre la vida sexual y otras sobre la muerte, de tal manera que una y otra forman un dominio sagrado que emana de la religión. Lo más penoso empezó cuando tan sólo las prohibiciones relativas a las circunstancias de la desaparición del ser quedaron marcadas por un aspecto grave, mientras aquellas relativas a las circunstancias de la aparición —toda la actividad genética— fueron tomadas a la ligera. No voy a protestar contra la tendencia profunda del gran número: es la expresión de un destino que quiso que el hombre se riera de sus órganos reproductores. Pero esa risa, que acusa la oposición del placer y del dolor (el dolor y la muerte son dignos de respeto, mientras que el placer es irrisorio, destinado al desprecio), determina también su parentesco fundamental. La risa deja de ser respetuosa, y es el signo del horror. La risa es la actitud de compromiso que adopta el hombre en presencia de un aspecto que le repugna, cuando ese aspecto no parece grave. Asimismo, el erotismo, considerado con gravedad, trágicamente, lo trastoca todo.

Quiero ante todo precisar hasta qué punto son vanas esas afirmaciones triviales, según las cuales la prohibición sexual es un prejuicio del que ya es hora de deshacerse. La vergüenza, el pudor, que acompañan al sentimiento profundo del placer, no serían sino pruebas de falta de inteligencia. Sería como decir que deberíamos hacer al fin tabla rasa y volver al tiempo de la animalidad, de la libre devoración y de la indiferencia hacia las inmundicias. ¡Cómo si la humanidad entera no proviniera de grandes y violentos movimientos de horror seguidos de atracción, a los cuales se vinculan la sensibilidad y la inteligencia! Pero, sin querer oponer nada a la risa que provoca la indecencia, podemos remitirnos, en parte, a un aspecto que sólo la risa propone.

En efecto, la risa justifica una forma de condena deshonrosa. La risa nos encamina hacia donde el principio de una prohibición, de necesarias e inevitables decencias, se convierte en obtusa hipocresía, en incomprensión de lo que está en juego. La extrema licencia, cuando se asocia a la diversión, va siempre acompañada del rechazo a tomar en serio —quiero decir: a lo trágico— la verdad del erotismo.

El prefacio de este librito, donde el erotismo se presenta sin ambages, abriéndose a la conciencia de un desgarramiento, me brinda la ocasión de hacer un llamamiento que desearía fuera patético. No es que me sorprenda de que el espíritu se vuelva la espalda a sí mismo y pase a ser, en su obstinación, la caricatura de su verdad. Después de todo, si el hombre necesita la mentira, ¡allá él! El hombre, quien, quizás, tiene su orgullo, es ahogado por la masa humana… Pero, en definitiva, jamás olvidaré lo que de violento y maravilloso hay en la voluntad de abrir los ojos, de ver cara a cara qué ocurre, qué hay. No sabría qué ocurre si no conociera el placer extremo, si ignorara el extremo dolor.

Entendámonos. Pierre Angélique se cuida de decirlo: nada sabemos, y vivimos en la profundidad de la noche. Pero, cuando menos, podemos ver lo que nos engaña, lo que nos impide conocer nuestra miserable aflicción, y —para ser más exactos— lo que nos impide saber que la alegría es lo mismo que el dolor, lo mismo que la muerte.

Aquello de lo cual nos desvía esa gran risa, que suscita la licenciosa diversión, es la identidad del placer extremo y del dolor extremo: la identidad del ser y de la muerte, del saber que se estrella en esa deslumbrante perspectiva y de la oscuridad definitiva. Sin duda, podremos finalmente reírnos de esa verdad, pero, esta vez, con una risa absoluta, que no se detendrá ante el desprecio de lo que pueda resultar repugnante, pero cuyo asco nos envilecerá.

Para llegar al borde del éxtasis, donde nos perdemos en el goce, debemos ponerle siempre un límite inmediato: el horror. Al aproximarme al momento en el que el horror me arrebatará, el dolor de los demás, o el mío propio, no sólo puede hacerme llegar al estado de goce que se desliza hacia el delirio, sino que no existe forma alguna de repugnancia en la cual no discierna una afinidad con el deseo. No es que el horror se confunda con la atracción, pero, si no puede inhibirlo, destruirlo, ¡el horror refuerza la atracción! El peligro paraliza, pero si es menos fuerte, puede excitar el deseo. Sólo llegamos al éxtasis en la perspectiva, aunque lejana, de la muerte, de lo que nos destruye.

Un hombre difiere de un animal en que ciertas sensaciones le hieren y le anulan en lo más íntimo. Estas sensaciones varían según el individuo y las maneras de vivir. Pero la vista de la sangre y el olor del vómito, suscitando en nosotros el horror de la muerte, nos hacen conocer a menudo un estado de náusea capaz de afectarnos aún más cruelmente que el dolor. No soportamos esas sensaciones asociadas al vértigo supremo. Ciertas personas prefieren la muerte al contacto de una serpiente, aunque sea inofensiva. Hay un territorio en el que la muerte ya no significa tan sólo la desaparición, sino el movimiento intolerable en el que desaparecemos a pesar nuestro, cuando, a toda costa, deberíamos no desaparecer. Es precisamente este a toda costa y este a pesar nuestro lo que determina el momento del goce extremo y del éxtasis innombrable, pero maravilloso. Si nada hay que nos supere, que nos supere a pesar nuestro y que a toda costa no deba producirse, no alcanzamos el momento insensato hacia el que tendemos con todas nuestras fuerzas y que, al mismo tiempo, rechazamos con todas nuestras fuerzas.

El placer sería despreciable si no fuese esa superación aterradora, que no es tan sólo propia del éxtasis sexual y que los místicos de distintas religiones, y en particular los cristianos, también conocieron. El ser nos es dado en un intolerable desbordamiento del ser, no menos intolerable que la muerte. Y corro en la muerte, al mismo tiempo que nos es dado nos es retirado, debemos buscarlo en el sentimiento de la muerte, en esos momentos intolerables en los que nos parece que morimos, porque el ser en nosotros ya no está ahí sino por exceso, cuando coinciden la plenitud del horror y la del goce.

Incluso el pensamiento (la reflexión) sólo se consume en nosotros mediante el exceso. Fuera de la representación del exceso, ¿qué significa la verdad, si no vemos lo que excede a la posibilidad de ver, lo que resulta intolerable ver, como, en el éxtasis, lo que es intolerable gozar? ¿Si no pensamos lo que excede a la posibilidad de pensar[2]…?

Tras esta reflexión patética, que se aniquila a sí misma en un grito, al zozobrar en la intolerancia de sí misma, volvemos a encontrar a Dios. Es el sentido, es la enormidad de este libro insensato: este relato pone en juego, en la plenitud de sus atributos, a Dios mismo; y este Dios, es, sin embargo, una mujer pública, igual a todas las demás. Pero lo que no ha podido decir el misticismo (desfallecía en el momento de decirlo), lo dice el erotismo: Dios no es nada si no es superación de Dios en todos los sentidos; en el sentido del ser vulgar, en el del horror y en el de la impureza; en definitiva, en el sentido de nada… No podemos añadir impunemente al lenguaje la palabra que supera las palabras, la palabra Dios; tan pronto como lo hacemos, esta palabra, superándose a sí misma, destruye vertiginosamente sus límites. Lo que es no retrocede ante nada. Está allí donde es imposible esperarla: ella misma es una enormidad. Cualquiera que tenga la más ligera sospecha se calla de inmediato. O, buscando la salida, y aun sabiendo que se apuñala a sí mismo, busca en sí aquello que, pudiendo aniquilarla, la hace parecida a Dios, parecida a nada[3].

En esta vía inenarrable, en la que nos conduce el más incongruente de todos los libros, podría, no obstante, suceder que aún quede algo por descubrir.

Por ejemplo, la felicidad…

El júbilo se encontraría precisamente en la perspectiva de la muerte (enmascarado bajo el aspecto de su contrario, la tristeza).

No me siento en absoluto inclinado a pensar que la voluptuosidad sea lo esencial en este mundo. El hombre no está limitado al órgano del goce. Pero este inconfesable órgano le enseña su secreto. Puesto que el goce depende de la perspectiva deletérea abierta[4] al espíritu, es probable que trampeemos e intentemos acceder al gozo aproximándonos lo menos posible al horror. Las imágenes que excitan el deseo, o provocan el espasmo final, suelen ser sospechosas, equívocas: si lo que vislumbran es el horror, o la muerte, lo hacen siempre en un modo simulado. Incluso en la perspectiva de Sade, la muerte se remite al otro, y el otro es ante todo una deliciosa expresión de la vida. El territorio del erotismo está condenado a la astucia. El objeto que provoca el movimiento de Eros se presenta como otro del que es. Tanto es así que, en materia de erotismo, son los ascetas los que tienen razón. Los ascetas dicen que la belleza es la trampa del diablo: de hecho, sólo la belleza hace tolerable una necesidad de desorden, de violencia e indignidad, que es la raíz del amor. No puedo examinar aquí con detalle delirios cuyas formas se multiplican y de los que el amor puro nos da a conocer disimuladamente el aspecto más violento, que lleva a los límites de la muerte el exceso ciego de la vida. Sin duda, la condenación ascética es grosera, cobarde y cruel, pero se acomoda al temblor, sin el cual nos alejamos de la verdad de la noche. No hay razón para dar al amor sexual una predominancia que sólo corresponde a la vida entera, pero, si no lleváramos la luz al punto mismo donde cae la noche, ¿cómo nos sabríamos —tal como ocurre— hechos de la proyección del ser en el horror? ¿Cómo, si zozobra en el vacío nauseabundo que a toda costa debía evitar…?

¡Nada es, sin duda, más temible! ¡Cuán irrisorias deberían parecemos las imágenes del infierno en los pórticos de las iglesias! ¡El infierno es la idea vaga que Dios nos da involuntariamente de sí mismo! Pero, a escala de la pérdida ilimitada, recobramos el triunfo del ser, quien no tuvo más que acomodarse al movimiento que lo hace perecedero. El ser se invita a sí mismo a la terrible danza, cuya síncopa es el ritmo danzante, y que debemos tomar como es, conociendo tan sólo el horror al que se acomoda. Si no nos atrevemos a entrar en el baile, el suplicio no tiene límites. Y jamás dejará de atosigarnos este suplicio: si nos faltara, ¿cómo podríamos vencerlo? Pero el ser abierto sin reserva —a la muerte, al suplicio, al júbilo—, el ser abierto y muriente, doloroso y dichoso, aparece ya en su velada luz: esta luz es divina. Y el grito que este ser profiere, con la boca torcida quizás, es un inmenso alleluya, perdido en el silencio sin fin.

Georges Bataille