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Tengo diez años. Las piernas me arden con los calcetines demasiado largos. La verja del parque a mi derecha hace que el sol zigzaguee en mi cara. Voy corriendo, doblo una esquina y resbalo con algo. Doy con la boca contra el bordillo de la acera y empiezo a sangrar a chorros. Detrás de mí hacen su aparición Vincent Clarence y su banda de gángsteres de primaria. He perdido el gorro que mi padre me trajo de San Francisco.

—Te dijimos que no queríamos volver a verte por aquí. Te vamos a dar una buena tunda, cabrón.

Cuando me golpean, no siento nada. Tengo la vista puesta en una ventana, al otro lado del callejón, una ventana casi abierta por completo y con las cortinas corridas, que dejan ver tan solo una cómoda y un espejo colgado de la pared. Me pegan en la cara y en el estómago, pero por más que lo intentan, no logran que me caiga al suelo. Estoy apoyado contra la pared y soy como una estatua. Soy un muro. No me pueden mover.

—¡Traed los palos!

Alguien trae unos listones de madera que se rompen en cuanto golpean por primera vez contra mis huesos. Detrás de esa ventana podría haber un prado, un campo abierto de hierba y flores, un cielo claro y despejado, podrían estar el mar y las gaviotas. Y podría estar San Francisco, adonde mi padre me llevará en su próximo viaje. Detrás de una ventana abierta puede haber cualquier cosa. Y me pregunto, durante un segundo, por qué Vincent Clarence y su banda me están pegando.

Una vez, mi padre me dijo que yo sería un gran hombre.

Que yo cambiaría el mundo.

Al otro lado de la ventana aparece una mujer rubia. Se mira en el espejo y suelta su melena, que le cae por la espalda mientras la sangre sale disparada de mi piel. Se desabrocha la blusa y no comprueba si alguien puede verla por la ventana, la deja sobre la cama y se quita el sostén. Son los primeros pechos que veo. Astillas de los listones rotos se me clavan en la carne. No sé por qué, pero quiero tocar y besar esos pechos perfectos y redondos y acurrucarme entre ellos para dormir. Su piel es blanca y delicada. Se quita la falda, pero el alféizar de la ventana no me deja ver nada más. Desaparece. Y la imagen de su desnudez se me queda grabada en la retina, imborrable, imperecedera. Al otro lado de la ventana, ella podría ser la belleza más perfecta. Caigo al suelo, por fin.

—Si vuelvo a verte por aquí, te pasará algo peor. ¡Vamos, chicos!

La mujer vuelve a la ventana vestida con un camisón y me ve tirado en el callejón.

—¡Dios mío! ¡No te muevas, ahora bajo!

Solo para que lo sepas, acaban de empezar los años cincuenta y Al Capone ya está muerto. Vincent dice que es su sobrino y por eso cuando me hace algo nunca le delato.

—Muchacho, ¿qué te ha pasado?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Quiénes eran esos niños que te estaban pegando?

—No lo sé.

—Deja que vaya a por el botiquín.

Al cabo de un rato, vuelve y me limpia las heridas con unas cuantas gasas, me echa alcohol para que no se me infecten y me da un beso en la frente.

—¿Cómo te llamas?

—Colin.

—Colin. Encantada, me llamo Mary.

Miro a mi alrededor y me siento mal por haberle mentido. No me llamo Colin.

—¿Es usted famosa?

—Un poco. Soy actriz.

—Creo que no he visto ninguna de sus películas, lo siento.

—No importa. Creo que eres un poco pequeño para ir a verlas.

—Gracias por ayudarme.

—De nada. Puedes volver a verme cuando quieras.

Mi padre me dice que más me vale que los otros hayan quedado peor que yo. A mi padre no le gustan los cobardes. Por eso le digo que han tenido que salir corriendo. Estamos cenando, mi padre corta el asado y yo le digo:

—Papá, ¿cómo era la cárcel?

A mi madre se le cae algo al suelo. Mi padre se detiene y deja el tenedor con un trozo de asado suspendido en el aire un momento.

—¿Por qué quieres saberlo?

—¿Hablaste alguna vez con Al Capone?

—No.

—¿Por qué?

—Nadie quería tener que ver mucho con él. Era un hombre muy rudo, te podías meter en problemas si le mirabas mal. Me mantuve muy alejado de él.

—Dicen que Vincent Clarence es sobrino de Al Capone.

—Al Capone no tenía ningún sobrino.

No conocí a mi padre hasta que tuve cinco años. Se había juntado con la gente indebida y le mandaron a la cárcel a San Francisco. Allí estuvo encerrado con Al Capone. Luego le soltaron. Siempre fue un hombre raro, distante y frío, pero no era violento, jamás levantaba la voz, ni decía nada inapropiado. Mi madre le quería mucho.

Esos días, sueño con los senos de Mary y me masturbo por primera vez.

—¿Por qué no puedo ver ninguna de tus películas?

—No son apropiadas para ti. Son de adultos.

—Pero, Mary, yo quiero verlas.

—Eres un cielo, Colin. Algún día te dejaré ver alguna.

Mary está sentada con las piernas cruzadas. Fuma un cigarrillo con filtro rosa, lo levanta con dos dedos y se lo lleva delicadamente a la boca, dejando una mancha de carmín rojo en el filtro. Me mira con sus ojos azules y no puedo quitarle la mirada de encima. Su pelo rubio es como un destello dentro de la habitación. Los carteles de sus películas cuelgan de las paredes y me miran, todos y cada uno de ellos, la cara de Mary una y otra vez sobre mí. Mary toma té, y yo, un vaso de leche.

—Mi padre conoció a Al Capone.

—¿En serio?

—Sí, estuvo en la cárcel con él.

—¿Tu padre estuvo en La Roca?

—No lo sé. Mary.

—Dime.

—El día que los chicos me pegaron, te vi desnuda, por la ventana.

—¿Y te gustó?

—Sí. Mucho. ¿No estás enfadada?

—No, me gusta que a la gente le guste mi cuerpo.

Mary echa su silla hacia atrás y pone una pierna sobre mí. Siento un bulto en mis pantalones a punto de estallar. Sus piernas son suaves, largas y muy femeninas. Tiene las uñas de los pies pintadas de rojo. Se levanta un poco la falda.

—¿Te gustan mis piernas?

—Sí.

—Algún día, te enseñaré más.

San Francisco es ruidoso y sucio. La gente se empuja por la calle y todos parecen llevar prisa. Es una ciudad inmensa y mire a donde mire siempre hay un puesto de periódicos o un policía. Mi padre me lleva a la carrera agarrado bien fuerte de la mano, recorremos varias calles y nos metemos en un bar oscuro donde la música jazz se impone a la voz de mi padre, dirigiéndose al camarero:

—¿Está Tony?

—¿Quién?

—Tony. Le llaman de Florida.

Es una contraseña. Los hombres que a mi alrededor se emborrachan en sus mesas de madera no reparan en nosotros cuando cruzamos el bar y nos metemos por una puerta del fondo en una habitación muy pequeña, iluminada solamente por una bombilla. Hay una mesa y varios hombres sentados a ella.

—Tony, perdona el retraso.

—No pasa nada, hombre. ¿Este es tu chaval?

—Sí.

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Alfred.

—No le haga caso, siempre se está inventando nombres.

—No te preocupes, los niños son así. Escucha, pequeño, tu papá tiene que salir a hacer un recado para el tío Tony. ¿Quieres quedarte aquí con nosotros y aprender a jugar al póquer?

—¡Claro!

Mi padre y Tony se alejan de la mesa y Tony le da un sobre a mi padre.

—No me falles. Que ese cabrón lo pague.

Mi padre se marcha y a mí me traen un vaso de zumo. El ambiente de la habitación está muy cargado. El señor Tony me enseña todo lo que hay que saber del póquer y me da un cuarto de dólar para que lo apueste en la partida. Las paredes de la habitación tienen grietas, y el humo de los cigarros hace que me maree. Me doy cuenta de que hay algo en lo que no me había fijado: un cartel de película enmarcado, colgado de la pared. Es un cartel que ya he visto antes. Es Mary dentro de la cabina de un avión, un caza americano de la Segunda Guerra Mundial.

—Señor Tony, ¿conoce usted a Mary?

—Claro que conozco a Mary, he producido muchas de sus películas. ¿Cómo la conoces tú?

—Es amiga mía. Vive cerca de mi casa.

—¿Has visto alguna de sus películas?

—No, señor.

—Claro, eres muy pequeño. ¿Sabes lo que son las películas para adultos?

—No del todo.

—Son películas donde jovencitas como Mary se acuestan con hombres.

—¿Mary se acuesta con hombres?

—¡Adoro a este crío! Hijo, todas las mujeres se acuestan con hombres.

Sigo mirando el cartel de la pared hasta que la música del club se va apagando. El ruido de clientes, medio borrachos, que salen del local ahoga las risas que produce la partida de póquer, de la que ya estoy aburrido. Una de las camareras, una chica de pelo moreno y muy corto, con unos labios muy grandes, me prepara la cena. Como en silencio, en el local vacío. Entonces, la puerta de la calle se abre de par en par y mi padre entra por ella, sudando, jadeando y mirando a su alrededor. La camarera le hace un gesto con la cabeza, indicándole la habitación del póquer. Mi padre entra, no lleva su sombrero y tiene la camisa ligeramente manchada de sangre. Pero no es su sangre.

Varios años después, empiezo a trabajar en la tienda del señor Goldman, un judío hijo de puta que me tiene todo el día detrás del mostrador de pie y que siempre tiene algo supuestamente ingenioso que decir. A Vincent Clarence le metieron en la cárcel las navidades pasadas por robar en una casa y agredir a un policía que trató de detenerlo. Yo sigo visitando a Mary, prácticamente a diario. En cuanto salgo de la tienda, corro hasta su casa. Sigue igual de preciosa, los años no han pasado para ella.

Cuando me abre la puerta va vestida con una bata, que deja ver sus pechos y sus piernas suaves y firmes. Tiene un pitillo en la mano, con su filtro de dama.

—Hoy es el día, Mary. ¿Voy a poder verla?

—Así es. Lo tengo todo preparado. ¿Quieres beber algo primero?

—No, quiero verla ya.

—Pasa.

Su casa es como mi propia casa. He dormido muchas noches en su sofá, he cocinado para ella y hemos estado hablando hasta tarde en la sala de estar. Ahora la mesa de madera y las cuatro sillas han desaparecido para dejar espacio a una pantalla de proyección y a un viejo proyector. El sofá está pegado a la pared, de tal forma que es como estar en el cine. Mary coloca la película en el proyector y lo enciende. Me hace un gesto con la cabeza para que me siente y yo me siento.

—¿La vas a ver conmigo?

—Claro.

Mary se sienta a mi lado y la película comienza. He visto pocas películas en mi vida. Mary aparece en pantalla, vestida con una falda muy corta y una blusa casi transparente y habla con un hombre alto y fornido sobre unas joyas robadas. El hombre empieza a quitarle la ropa. Es la primera vez que le veo el pubis a Mary, perfectamente depilado. Cuando aparece desnuda en la pantalla, Mary agarra mi mano con suavidad y la desliza bajo su bata, entre sus piernas.

—Te has convertido en todo un hombre, Colin. A tu edad, la mayoría de los chicos ya lo han hecho.

Yo me dejo llevar. Imito al hombre de la película y acaricio el interior de sus muslos. Mary comienza a gemir en voz baja, se recuesta sobre mí y desabrocha los botones de mi pantalón. Aprieta sus labios rojos y suaves en torno a mi miembro y siento una tremenda sacudida cuando empieza a chuparla con fuerza. Me lanzo sobre ella y empiezo a pasar mis labios por sus pechos, tal como había imaginado el día que Vincent Clarence y su banda me pegaron. Empezamos a hacer el amor en el sofá y después acabamos en el suelo. La película termina y le pido que ponga otra. Y después otra. Vemos todas sus películas y hacemos todo lo que aparece en ellas. Y cuando ya estamos exhaustos, me dice al oído:

—Es la primera vez que me acuesto con un hombre por amor.