1
Alice levanta la mirada y trata de ver algo en la oscuridad, siente el frío en los huesos y se estremece un instante. No hay ningún sonido, salvo el leve rumor de pisadas y su respiración. Es como caminar consigo misma en un espacio indefinible, vacío. Empieza a soplar el viento y la joven Alice se estremece, aprieta la mano contra su bufanda y espera a que pase el frío. Pero el frío no pasa, parece ser eterno. La imposibilidad de ver más allá de sus propias manos le pone nerviosa y decide hacer un alto.
Sentada en la arena, busca en su mochila y saca una botella de agua. Bebe con avidez, pero deja lo suficiente para el camino de regreso. Consulta su cronómetro, marca cero horas, cuarenta minutos, doce segundos. Alice suspira y se tumba en la arena. El cielo es una masa de nubes verdosas. El desierto es un oasis en una tierra dominada por la locura. Alice se siente bien, tumbada en la arena.
Suena la alarma del cronómetro. Alice se sobresalta y mira a su alrededor con un cuchillo en la mano. Se da cuenta de que se trata de la alarma y mira el cronómetro. Marca cuatro horas, cincuenta y dos minutos, veintisiete segundos.
—Mierda, me he dormido.
La oscuridad es profunda pero no insondable. Alice se levanta y estira su espalda. Su figura se recorta un instante ante el resplandor de un rayo. No se oye explosión alguna, no hay truenos, pero sí rayos. Lo que no significa nada bueno. Alice saca algo de su mochila que parece una raqueta y se palpa el cuerpo con ella. Suena un pitido, breve, ausente y vacío. Alice sonríe, su cuerpo está limpio, aún. Respira profundamente y sus pechos se levantan cuando se llenan sus pulmones. Para cualquier merodeador que pueda estar vagando por el desierto, Alice puede parecer una presa fácil. Es bella y vaga sola y sin rumbo aparente. Es una tentación demasiado fuerte para dejarla pasar. Para cualquiera que se atreviese a intentarlo, sería lo último que haría en su vida.
A Alice le gustaría poder pintar lo que ve: el desierto, la arena blanquecina, las nubes verdes, el resplandor. Le gustaría poder transmitir esa visión que, a su manera, es hermosa. Pero ahora tiene que darse prisa. Las botas se le hunden en la arena mientras camina lo más deprisa que puede. Avanza unos metros y otro sonido surge del interior de su macuto, se sobresalta de nuevo y rebusca entre sus cosas hasta encontrar una pequeña radio.
—¿Dónde estás?
—Estoy bien, me he retrasado.
—Estábamos preocupados, nos temíamos lo peor. ¿Necesitas ayuda?
—No, solo me he quedado dormida. Llegaré en treinta minutos.
—Puedo enviar un grupo a buscarte, dame tus coordenadas.
—No te preocupes, Adze. Estaré bien.
La comunicación se corta. Alice guarda la radio y sonríe de nuevo. La imagen de Adze en su cabeza es como un placebo. Consulta el mapa y sigue adelante. Cualquier otra persona se perdería en el desierto. Se quita las botas y camina descalza, sintiendo la arena suave contra su piel, la tranquilidad de sentirse sola. Luego se desnuda completamente. Su cuerpo es una hermosa obra de arte, tiene unas curvas delicadas, sus pechos son generosamente grandes y su melena castaña le cae por la espalda. Camina con los ojos cerrados.
Y entonces, encuentra un lobo. Alice aguanta la respiración, mirando fijamente al animal. Este le devuelve la mirada. Es un lobo muy grande, casi como un oso, y tiene el morro muy alargado y las orejas puntiagudas. Desnuda frente al lobo, Alice se siente muy vulnerable. Se enfada consigo misma por haber sido tan estúpida y siente miedo. El lobo sigue ahí, sin moverse, mirándola con sus ojos oscuros. Alice trata de no temblar. El animal empieza a avanzar hacia ella sin perder de vista sus movimientos, acerca su hocico hacia ella y la huele. El aliento del animal en su piel hace que a Alice se le erice todo el vello. El lobo se inclina un poco ante ella, agachando el cuello y dejando el lomo a la altura de sus manos. Así que ella, sin pensarlo, acerca la mano y le acaricia. Es suave y está limpio. Alice se calma y deja de temblar. El lobo se acerca un poco más a ella hasta que tumba todo su cuerpo junto a la chica. Alice se recuesta un poco sobre el pelaje del lobo. Y entonces, sin saber cómo, se da cuenta. El lobo no está enfermo, igual que ella. Ninguno de los dos ha cedido al cáncer. La radio suena de nuevo y esta vez es el lobo el que se sobresalta. Alice se levanta con cuidado y recoge la radio.
—¿Alice?
—Sí.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, sigo en camino.
—Deberías haber llegado hace horas.
—Lo sé, me he entretenido.
—¿Estás otra vez paseando?
Adze sabe lo que suele hacer Alice en el Mar de la Tranquilidad, lo que antes era el desierto del Sahara. Sabe que camina desnuda y que se deja acariciar por la arena.
—Vuelve cuanto antes.
—Adze, no te lo vas a creer. He encontrado un lobo. Está sano y es pacífico.
—¿Está contigo?
—Sí.
—¿Podrías traerlo?
Alice se da la vuelta y ve que el lobo se ha marchado.
—No, se ha ido.
—No te preocupes. Ven, por favor.
—Estaré allí enseguida.
La primera vez que vio ese desierto, Alice decidió llamarlo Mar de la Tranquilidad. Su abuela le había contado que había un sitio llamado así en la Luna. Y este lugar era para ella exactamente igual. Un oasis de paz dentro del desierto.
Alice se viste. El cronómetro marca siete horas, tres minutos y cuarenta y dos segundos. Lo detiene y vuelve a marcar cero, cero, cero. Se gira y busca de nuevo al lobo, pero no hay ni rastro. Saca la pistola de su mochila y la guarda mientras se ajusta la chaqueta y se pone en camino.
Y al cabo de un rato, escucha una explosión.