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Llueve.
En estos días es cuando más necesita dormir. El frío casi no le deja ni respirar, le dobla por la mitad y le obliga a mantenerse quieto para conservar el calor. Fuera, la lluvia produce un sonido parecido al chasquido de un látigo, como si fuera cuero frotado a gran velocidad, como un golpe seco que retumba en el eco del cráneo. Sobre la piedra el sonido aún es soportable, pero sobre el metal de los edificios y la chatarra, parece un grito de dolor. Apenas puede aguantarlo.
La lluvia ácida ha acabado derritiendo las estructuras más poderosas, pero por alguna razón que su mente es incapaz de determinar, la roca de la zona se muestra imperecedera ante la amenaza de las precipitaciones. Por eso, vivir en cuevas es más lógico. Por eso el futuro significa la vuelta al pasado: a las cuevas, a encender el fuego frotando madera o roca, al frío y a la soledad del lobo que caza en solitario. Ahora, la lluvia ácida y sus chasquidos no le dejan dormir. Es inútil determinar si es de noche o de día. Aquí siempre está oscuro, el tiempo se ha detenido en un idílico momento entre el atardecer y la noche profunda, y el paso de los días ha dado lugar a un único día eterno. Siempre es el primer y único día del resto de su vida.
Ahora hay un incendio a unos kilómetros de la cueva y la lluvia aviva las llamas. Se dedica a rescatar frases ingeniosas que ha escuchado a lo largo de su vida. Expresiones que alguna vez le hicieron gracia como «peor que pegarle a un padre con un calcetín» o «Le reconocería incluso de espaldas y con el culo abierto». Esa era su favorita. Mientras las va recordando, se va riendo. No es precisamente una buena herramienta para curar el insomnio, pero al menos se olvida de que fuera llueve ácido del cielo.
Lo bueno de los ríos es que el agua nunca se queda quieta. Sigue corriendo y no se detiene en ningún momento. Y lo bueno de los ríos, además, es que los hay pequeños. Tan pequeños que no llegan a contaminarse. Hace tiempo había visto el mar y le pareció repulsivo. Los pequeños ríos y manantiales, sin embargo, son la única fuente de agua que queda en el planeta. Así que cada mañana lo primero que hace es ir al río y comprobar si la lluvia ácida lo ha estropeado. Hoy llena un par de botellas de litro y las guarda en su mochila. El agua helada en la cara le despeja y le deja listo para otro día de supervivencia. De fondo, el contorno retorcido y malogrado de la ciudad. Se acerca a un risco y arranca con las manos una enredadera negra. No hay duda de que esas plantas están vivas. La naturaleza no está tan muerta como parece. Y se está comiendo los restos de la ciudad.
A cada paso que da sobre el asfalto pisa una de esas plantas negras. Las enredaderas impiden que la lluvia ácida destruya todos los edificios y los convierte casi en rocas. Levanta la vista hacia el cielo y ve el reloj, el imponente túmulo que ahora corona la ciudad de Londres. Las agujas se han caído y la lluvia ha derretido gran parte de la superficie. El edificio del Parlamento ya no es reconocible más que por la torre del reloj. Casi no ve más allá de sus propias manos, pero la idea de la destrucción le reconforta cuando piensa que la alternativa es peor: el vacío.
Todos los días, camina por la ciudad, trazando un mapa mental del nuevo aspecto del mundo. Cada día, espera oír la voz de alguien. Hace tanto que no escucha una voz humana que se obliga a hablar en voz alta. Para no olvidarse de lo que es un ser humano. Hoy, mientras camina, se cae al suelo de rodillas, con la mano en el estómago. Cierra los ojos con fuerza y se sienta un instante. La muerte crece dentro de él. No cree que vaya a vivir mucho tiempo más. Se dice eso mismo cada día. Desde los últimos diez años. Demasiado tiempo sin saber que hay más cosas en el mundo aparte de la soledad. Se levanta y sigue su camino, con una mano sujeta a la pistola que lleva en el pantalón. Es un fantasma de pelo negro y tiene los ojos tan hundidos que parece una calavera.
—Espero que cuando me muera no me entere de nada.
A lo lejos, entre la niebla, ve una luz distante, intermitente. Si fuese parte de un incendio, lo sabría. Está seguro de que debe de ser una vela. ¡Tiene que ser una maldita vela! Así que corre, atraviesa lo que fue el centro de Londres, Picadilly Circus, y avanza en dirección a la luz. Cuando llega, encuentra en el suelo una vela encendida. ¡Encendida recientemente!
—¡Hay alguien! ¡Aquí hay alguien! ¡Hola! ¡Hola!
No responde nadie. Su propio eco rebota contra las rocas y las paredes quemadas, y cuando oye su voz siente asco y tiene que agacharse y vomitar. La boca le sabe a muerte, a algo podrido. Va a vomitarse a sí mismo, a vomitar el cáncer, a vomitar hasta que se cure. La idea le hace gracia, así que se ríe mientras sigue vomitando. Piensa en vomitar sus propias tripas, en escupir sangre y en cagarse encima mientras se muere de una vez. A lo mejor vomita porque se da asco, pero le da igual, le gusta sentirse enfermo. Le gusta sentir algo, por pequeño o asqueroso que sea. A lo mejor hay alguien y le está viendo vomitar.
—¿Estás ahí?
No. Si hubiera alguien, ya habría ido a ayudarle. O a lo mejor, si hay alguien, le importa una mierda que muera entre su propio vómito. A lo mejor es un bastardo que quiere verle morir. O a lo mejor disfrutará comiéndose lo que quede de él. Vomita. A lo mejor no ha estado todo este tiempo solo. A lo mejor se ha convertido en una presa. Para de vomitar y ve que ha vomitado sobre la vela.
—¿Mamá?