Nadie enseña el camino al gorila anciano. La humanidad del gorila nos inquieta más que la deshumanización de muchos que comen con cuchara, cuchillo o tenedor. Se sienta, paciente, fija la vista en un objeto concreto y se aísla del mundo. ¿Reflexiona o sueña? En todo caso, calla para que no lo pongan a trabajar. Juan, como la insigne Dian Fossey de Gorilas en la niebla, sentía fascinación por estas criaturas señoriales. Nadie les enseña el camino.

No podía decirse lo mismo de muchos humanos con apariencia de gorilas. Aunque tampoco quisiesen que los pusieran a trabajar. El liderazgo de Karume quedaba ratificado horas antes del inicio de la llamada Conferencia de todos los Pueblos de África, expansión ostentosa de la iniciativa de PAFMECA. Accra, la capital de la distante Ghana, albergó durante nueve días delegaciones de los países, presentes y futuros, del continente y sus islas. Kwame Nkrumah ejerció de anfitrión y motor del encuentro. Su fiel George Padmore —un nombre que cobraría sentido, para Juan, no mucho después— asumió la organización con eficacia y pragmatismo. Nadie que aspirase a figurar en la elite política podía perdérselo. Los ojos de nuestro ciego mundo de finales de los 50 estaban puestos en Accra. Más ciego, o cuando menos obnubilado, se mostraba el propio Juan, que ignoró las invitaciones a viajar hasta allí con el TANU o el ASP porque sólo pensaba en abordar al señor Banda y rogarle, previo pago de una interesante comisión, que le encargara unas cajas de ese feni que lo había conducido hasta las puertas del cielo para, sin solución de continuidad, arrojarlo a las calderas del infierno.

En Accra se plantaron las raíces del continente idílico que Nyerere ansiaba. Del 5 al 13 de diciembre, trescientos delegados que representaban a doscientos millones de personas parieron un decálogo que, cincuenta años después, cualquier varón o hembra descendiente de los anteriores suscribiría. Accra defiende los derechos humanos frente al colonialismo, ensalza el sufragio universal sin distinción de raza o sexo, y acusa de países imperialistas a Gran Bretaña, Francia, Bélgica, España, Italia y Portugal. El punto más polémico de su decálogo es, sin duda, el último: «Que la Conferencia de todos los Pueblos de África en Accra declara su completo apoyo a los luchadores por la libertad en África, a aquellos que recurren a medios pacíficos de no violencia y desobediencia civil, así como a aquellos que están llamados a tomar represalias contra la violencia para conseguir la independencia nacional y la libertad de las gentes. Donde tal represalia sea precisa, la Conferencia condena las legislaciones que tachen de criminales a aquellos que luchan por su libertad e independencia». Juan, tras leerlo, tiró el periódico. Las tesis Mau-Mau, las ideas de Anna Wyatt, acababan de ser legitimadas.

Accra sirvió, también, para que Nkrumah y Padmore tomaran el testigo de Nyerere, Khamis y Chiume en la cuestión de Zanzíbar. De allí salieron los líderes del ASP y el ZNP pegados con la cola del Comité para la Libertad. 1959 estaba llamado a ser el año de la concordia. Y así comenzó. Karume y Babu iniciaron una gira por el archipiélago, dando mítines en los que se proclamaba la lucha compartida. Uhuru, el término de moda. Los desalojos de campesinos disminuyeron, el boicot a los negocios árabes perdió gas. La tensión política y racial menguó hasta extremos que no se recordaban. Se habló de armonía y, en algún punto del continente, alguien sugirió la fusión de ambos partidos.

Mientras tanto, liberado de otras obligaciones, Juan se centró en su viaje a Dar con Saba. Compró para él una maleta, ropas adecuadas y útiles de estudio. Los dos desembarcaron hechos un pincel y una brocha, dadas las claras diferencias anatómicas entre uno y otro. Nyerere dejó a un lado sus tareas para recibirlos. Saba irá a Pugu, anunció adelantándose a una entrevista que tuvo como estrambote un pero y una prueba de buena fe.

—No hay reservas, Guan, sobre la entrega y la listeza de Saba. Pero ¿estás seguro de su buen corazón?

—Con cultura, lo tendrá —la educación como basamento de la filantropía.

—Dios te oiga.

Juan contraatacó poniendo verde a los impulsores del famoso artículo diez de la resolución de Accra. Él había vivido una guerra incivil. No quería eso para nadie. Nyerere replicó que no hacía suyo aquel número diez y que el TANU bregaría por la paz.

—Vigila a tu gente y a las gentes de tu gente, Julius, que tú no eres el partido —concluyó Juan.

De vuelta a Unguja, sin Saba, el clamor popular transmitía un supuesto brindis entre Karume y Babu al sur de la isla, en Makunduchi. Juan también encontró un motivo para celebrar. Se desayunó con la noticia de que las cajas de feni habían llegado. Metió en un zurrón media docena de botellas, el libro de Stanley y la comida que le improvisó Wema, partiendo hacia Tumbatu. El irreverente y hermético shirazi que había en él se encerró en su modesta morada. Otros le dan al opio, escribe. Deseaba retornar a los avernos de pesadilla, a los edenes irreproducibles a los que el alcohol lo conducía. Deseaba, en el fondo, rescatar su mala sombra y averiguar de una vez por todas quién era y cuál era su misión.

Regresaría de Tumbatu, tras dos cortísimas semanas de melopea física y mental, con una sentencia arrancada a su sombra enemiga, en una lucha desigual que acabó en nocaut: «La Muerte es, no te quepa duda, la mejor jugadora de bao. Está tan segura de su victoria que te dejará la vida entera de ventaja».

Y ahora, ¿qué?, se dijo. Karume ya no necesitaba de John Cross. Tampoco Muhsin requeriría los servicios de Bin Said. Con Saba en Pugu, quedaba el modélico Joni. Un niño agradable, que pronto congenió con Aisha, adquiriendo la condición de compañero de estudios y hermano pequeño. Ella se mostró obsequiosa. Joni reunía tantas virtudes que, sin dificultad, se amoldaba a cada uno de esos papeles sin perder por ello el norte. Como una esponja, asimilaba cuanto entraba en el radio de acción de sus sentidos. Daba igual que se tratase de un problema matemático, una cuestión de lógica, un juego o una máxima digna de su enciclopedia personal. Su comprensión, su memoria y su poder de razonamiento superaban con creces los de cualquier hombre o mujer que Juan hubiese conocido. Para él, Saba era un seguro de vida firmado por Aisha sin saberlo. Joni, en cambio, adquirió por derecho la condición de ahijado.

Llegó abril a Stone Town. Las propuestas urbanísticas de Kendall y Mill estaban en boca de todos. Ng’ambo dejaría de ser «el otro lado» con la desaparición del canal interior. Zanzibar Town emergería de aquel suelo fangoso, desprovisto de barcazas y mosquitos, convertida en una ciudad. Los elitistas protestaban, sin éxito. 1959 adquiría tintes de modernidad, y una expresión de esa modernidad fue la segunda conferencia de PAFMECA, celebrada justamente allí. Nyerere acudió a la cita. Esta vez visitaba el archipiélago con luz y taquígrafos. Mucho habían cambiado las cosas en Tanganica y ahora contaba con afines en buena parte de la prensa. Los representantes del ZNP y del ASP prolongaron su idilio entre vítores al Comité para la Libertad y llamamientos que voceaban el espíritu de Accra. Nyerere declaró entonces que un africano no se define por el color de su piel. Africano es aquel que hizo de África su hogar y lucha por los derechos de su país.

Las cámaras y los bolígrafos se perdieron, sin embargo, la visita de Juan. Fue durante un receso, con la discreción característica. Hasta ahí, ninguna novedad. La novedad la constituía su acompañante, un chavalillo que aún no había cumplido los diez años. Joni. Modoso y repeinado, traía en la mano una hoja de periódico en la que destacaba una foto del líder del TANU. Pretendía que se la dedicase. Julius pensó y repensó qué escribirle, para decantarse por un proverbio masái: «La tierra no es un regalo de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos». Acto seguido, le contó una anécdota que muy pocos conocían y tenía que ver con aquella instantánea. Había sido tomada en las elecciones al LEGCO. No las más recientes, de febrero, sino las de septiembre del año anterior. Julius se encuentra en el Arnautoglo Hall, depositando su voto junto a un hombre mayor llamado Mzee Mshume Kiyate, un pescadero de Kariakoo que viste gorro musulmán, abrigo y kanzu —la clásica túnica blanca—. Pues bien, aquel buen señor se había topado con Nyerere un día que éste se dirigía al mercado desde su casa, en el barrio de Magomeni. Iba por algo que dar de comer a sus hijos, pero sus pocas monedas no alcanzaban para casi nada. Eran los tiempos en que se había visto forzado a dejar su empleo de enseñante y no cobraba un ochavo del partido por expreso deseo suyo. Mshume Kiyate lo halló cabizbajo y se interesó, pensando que su preocupación respondería a los avatares de la política. Julius, ensimismado, le confesó la verdad. El pescadero metió la mano en su bolsillo y le entregó doscientos chelines, suficiente para proveerse de comida una larga temporada. No aceptó, de ningún modo, la negativa de Julius. Era su contribución a la causa de la libertad, porque de poco serviría un líder muerto de hambre por muy católico que fuese.

Una historia que encantó a Joni. Julius pudo comprobar el desparpajo con que se desenvolvía, su manejo del vocabulario, la altura de sus opiniones. Sabía detalles de la biografía de Nyerere que éste había olvidado. Lo que no olvidó fue que Juan le había hablado de un chico de Pwani que era una joya con el bao.

—¿Eres tú el llamado a ser mejor jugador de África? —le preguntó directamente.

—Disfruto de las enseñanzas del señor Cross y me gusta el soro —también sabía el nombre del juego en la región zanaki—, pero no entra en mis planes perder el tiempo de estudio compitiendo.

Julius aplaudió el comentario, lo retó a una partida y cayó derrotado. Admitió con modestia que, de haber sido Joni uno de sus hermanos, la idea de estudiar se habría desvanecido y jamás habría viajado a Kampala, Tabora, Edimburgo, Nueva York, Accra o Zanzibar Town. Cuidaría ganado, en Butiama. Joni, antes de levantarse de la mesa y partir, agradeció la hora larga brindada por Julius y pidió disculpas.

—¿Por qué te disculpas? Has ganado en buena lid.

—Considero una descortesía vencer a un invitado que no tendrá la oportunidad de resarcirse de la derrota —contestó Joni.

—En ese caso, ¿por qué no te has dejado ganar?

—Porque considero una mentira la victoria regalada y yo nunca miento.

La conferencia de Zanzíbar fue un éxito y PAFMECA pronto se convertiría en PAFMECSA, añadiendo la ese de sur a la ya impronunciable sigla. La unidad y la concordia que se respiraban recomendaron la reconciliación entre Cross y Bin Said, escenificada a las puertas de la mansión de este último gracias a la umbría y al protocolario «próspero camino lleves», proveniente de una silueta que podía pasar por cualquiera.

Sin los lastres de la política, John Cross sacó de Karume el apoyo para pactar con los árabes una campaña de promoción educativa, construyendo escuelas. Muchas eran las carencias entonces. En esta materia, todos los caminos de Zanzíbar conducían a la misma Roma de gesto sonriente, bonachón, barba blanca, de espino, y perímetro abdominal tan eminente como la longitud de su nombre: Sheikh Abdullah Saleh al-Farsy. Un zanzibarí de cuarenta y siete años que no aparentaba, ni mucho menos, ser más joven que Juan. Un musulmán con fama de poeta, historiador y maestro. Había ejercido el cargo de inspector general de las escuelas primarias de Zanzíbar —los británicos no solían emplear el topónimo Unguja— y Pemba entre 1949 y 1952. En ese momento era director de la Escuela Árabe de Grado Medio. John Cross acudió a su despacho buscando una colaboración que le abriera más de una puerta y salió de él dando un portazo. Aquel hombre, criado a los pechos del sultanato y de los sucesivos gobernadores, no entendía de alianzas entre árabes y africanos, educación generalizada, integración racial en los colegios ni ninguna otra subversión del orden natural de las cosas.

—Quiere usted hacer escuelas, pues hágalas. Pero no ponga en el mismo montón el Corán y la Biblia —mantenía, imperturbable, su falsa bonhomía—. Y cuídese de enseñar más de lo debido a los pobres que no pueden ni deben aspirar a salirse del tiesto del campesinado, la servidumbre y el porteo de mercaderías, porque no fabricará médicos ni profesores, sino desgraciados. Cada uno en su papel, señor mío, que todos son dignos a los ojos de Alá.

John Cross, como era de suponer, no se amilanó. Tomando datos del censo facilitados por Richard Hill, barrió Unguja de norte a sur, plantando la bandera escolar. Nungwi, Kidoti, Matemwe, Makoba, Donge Mchangani, Kinyasini, Upenja, Mwera —con un orgulloso Karume de introductor—, Jendele, Kitogani, Fumba, Jambiani —ganándose a los antiguos líderes del ZNP—, Makunduchi y Kizimkazi constituyeron la primera fase. John Cross costeaba la edificación, dotaciones y profesorado. Las autoridades locales seleccionaban al maestro, siempre y cuando se garantizase que la formación elemental y la coránica no recayeran en la misma persona. John se reservó el nombramiento de un consejo constituido por tres enseñantes —un inglés, un africano y un árabe— para examinar los progresos del alumnado.

A finales de agosto, diez locales estaban construidos. No pudieron, sin embargo, entrar en funcionamiento. A Jambiani, «el sitio de la daga», el único punto del este meridional en el que el arrecife se corta, facilitando el paso de embarcaciones, llegó un emisario con un telegrama. Juan lo salpicó de argamasa al abrirlo. Se le rogaba que se pusiera en contacto con Kanyama Chiume, en Dar, por un asunto extremadamente grave.