Aquel que valora más el camino que la meta. El auténtico viajero. No recuerdo quién, si Leguineche o Reverte, pero uno de los dos opina que a un auténtico viaje hay que ir informado, llorado, solo, ligero de equipaje, con espacio para la improvisación y con sentido del humor.

Durante un buen puñado de meses, Juan adquiere la personalidad del auténtico viajero. Rescata la Leica y la curiosidad, dispuesto a familiarizarse con un archipiélago que empezaba a dominar como las estrías de su rostro y un continente que hasta la fecha había ignorado. Destaca en su duodécimo cuaderno el 7 de diciembre de 1941. Y no lo hace porque ese día los japoneses tuviesen la desdichada ocurrencia de atacar Pearl Harbour, metiendo a los americanos del norte en la guerra, sino porque había mojado sus pies en el lago Victoria, la fuente del Nilo en la mitología anglosajona, descubierto por el explorador John Hanning Speke como quien descubre la vacuna para la malaria o la malaria misma.

En el periodo que va de noviembre de 1941 a diciembre de 1943, las idas y venidas serán constantes. Se patea Unguja y las islitas de alrededor, Pemba, Tanganica, Kenia y llega hasta las siempre conflictivas Somalia y Uganda. John Cross adopta distintas personalidades y fisonomías, desgasta el traje del color de la leche manchada y aprende a calzarse unas botas, convirtiéndose en un tragador de leguas. No habrá modo de transporte ni compañía que se le resista. Ya sea en burro, caballo, coche o avioneta, recorre las extensísimas tierras profanadas por el hombre blanco y las escasas todavía vírgenes. Explora el valle del Rift, cuna de los más admirados parques naturales de la actualidad, que entonces eran más naturales que parques. Las gentes y los animales lo enseñan a amar África, escribe.

Nairobi se convierte en el centro de su no tan pequeño mundo. Repudiado el hotel Norfolk, se aloja en el Stanley, uno bien situado que pasaría a la historia por su café Thorn Tree, montado alrededor de una enorme acacia que aventureros y transeúntes usaban para dejarse mensajes. Se aficiona al golf practicando con el caddie que lo enseñó a dar sus primeros golpes. Un joven despierto, con una conversación cargada de ironía, que se convirtió en su informador y consejero. Era un kikuyu alto y fibroso, perteneciente a uno de los clanes desplazados de sus tierras por los colonos ingleses. Leyendo el relato de Juan, le adjudiqué la cara de Tiger Wood y así sigo imaginándomelo. Vivía en los suburbios de la ciudad, en un lugar miserable, pero jamás perdía la sonrisa. Una sonrisa ácida, de Gioconda, que se adaptaba como un guante a su rostro afilado. Se apellidaba Kubai y tenía nombre, pero prefería el «Chico» que empleaban los ingleses para darle órdenes. A él y a todo el servicio africano.

—Nací con un nombre pegado a una tierra y me quitaron las dos cosas —sus disertaciones no tenían desperdicio—. Ahora soy Boy. Pero llegará el día en que vuelva a rescatar mi nombre. Entonces diré, orgulloso, que soy un Kubai.

Boy le presenta a Sophie y a Charles, dos europeos sin prejuicios que solían compartir aperitivo en el bar del club y despellejar a cuanto «bicho con dinero» se pusiese a tiro. Acabó intimando con ambos. Moderó los viajes y se embarcó en el secano de los negocios. Charles D. Hutt, un leguleyo que abandonó Oxford por un lío de faldas aristocráticas, se ocuparía de sus finanzas. Eran muy distintos, en la apariencia y en las ideas. Quizá los uniese la solidaridad de los exiliados del amor; quizá, las ansias de triunfo. Las simples ganas de llenarse los bolsillos hasta reventar las costuras, quizá. Juan comprobó la verdad que esconde el dicho que reza «dinero llama a dinero». Bastaba con comprar propiedades de colonos que tiraban la toalla y venderlas a otros que arribaban con ilusión, huyendo de un mundo en guerra. Comprar y vender, así de fácil. Aséptico, sin riesgo.

El riesgo, en cambio, vino de la mano de Sophie Tauber, una casada que superaba a empellones la crisis de los treinta. Hubo un tiempo en que Nairobi era conocida por la ligereza de cascos de sus gentes. Los matrimonios abúlicos inventaron el intercambio de parejas mucho antes que los modernos directivos estadounidenses de la generación del baby boom. La cónyuge insatisfecha se encaprichó de uno de los palos de golf de Juan, sometiéndolo a un acoso que lo ruborizaba. Boy lo pinchaba por ello.

—Mr. Cross, es la primera vez que veo un hombre que no se vanagloria de ser la diana de los disparos amorosos de una mujer.

Sucumbió. Sophie era suiza, menuda y sensual a lo Veronica Lake. Y, para colmo de males, llevaba el apellido Tauber por Francis Tauber, el más importante vendedor de armas de fuego de la colonia y uno de sus tiradores de prestigio. Un tipo huraño, que hablaba a voces y que sólo moderaba su lenguaje cuando le veía el fondo a la botella de whisky. Escocés, eso sí, que él era escocés hasta el gollete. Sophie, en cambio, representaba el papel de la esposa delicada, fina, a la que el alcohol destapaba. A juzgar por las palabras de Juan, el destape no era metafórico. En un momento que califica de masculina debilidad, acabaron encamándose. Debió producirse, aunque lo omite, la eyaculación precoz imaginable tras año y medio sin catar una hembra. Sólo menciona las ansias de aquella vampiresa por repetir, y repetir. Y él, herido en su amor propio, repitió. Y repitió tanto que las relaciones ilícitas llegaron a tener más eco del deseado. En el hotel Stanley, en el club Railway Golf y en la acacia del café Thorn Tree. El día que Boy le contó que era la comidilla del hoyo nueve, puso tierra y agua de por medio, volviendo a su misógina Stone Town.

Juan habla de Sophie con la vergüenza del viudo que vuelve a emparejarse. Estrenará el año 44 con la misma determinación que puso en el 42 y el 43. Había regresado a Unguja a pasar las Navidades y recuperar el resuello. Sólo que esta vez, sin ideas ni uñas que comerse, su sentimiento se resumía en una expresión castiza; estaba encoñado. Precipitó el retorno a Nairobi, llegando a tiempo de comprobar que Sophie había aprovechado la Nochevieja para reemplazarlo por un muchacho de buen porte, callado con todos menos con él: Boy, que arriesgó su trabajo y puede que hasta su vida por quitarle de la cabeza a la Mesalina helvética. Juan no entendió el favor al principio. Unos hoyos y mil improperios después, admitió los servicios prestados.

Aquella afrenta lo dejó dolido y bajo de defensas, melancólico. Pasaba el día en el hotel, contemplando las carreras de los hilos de agua en los cristales, o en el campo de golf, deambulando como un alma en pena, sin miedo a los chaparrones ni los charcos. Hasta que menguaron las lluvias. De poco servirían sus ganancias para librarse de la epidemia de malaria que sacudió la región en aquella tardía primavera —primavera en España, que Juan siempre utilizó las referencias estacionales de su tierra boreal— de 1944. Los síntomas comenzaron por los escalofríos. Después subió la fiebre como la espuma del champán, desembocando en una jaqueca que le producía unas náuseas terribles. Más tarde atacó la diarrea, dejándolo decaído y con espasmos musculares. Cuando el médico del hotel, alarmado, dispuso que lo trasladasen al dispensario más próximo, Boy se movilizó. Con la ayuda de un familiar, lo sacó por la trasera del edificio, escondido en uno de los contenedores de ropa sucia que, a diario, llevaban a la lavandería. Su destino: los suburbios, la zona que se daría a conocer mundialmente como Banana Hill.

Desnudo de los pies a la cabeza, tiritando, fue envuelto en una sábana mojada, gélida, que apenas le permitía ver y respirar. Mi sudario, escribiría. Lo medicaron con infusiones de un amargor fuera de lo común, en las que su febril paladar identificó rastros de pomelo, de canela, pimienta y hasta amoniaco. La crisis no remitió hasta la tercera jornada, para volver a su virulencia a las pocas horas. Entre subidas y bajadas de la temperatura, el tratamiento tardó en funcionar, pero funcionó. Los episodios tercianos menguaron, diluyéndose en unas décimas constantes, molestas, sin peligro. Mejorado, la dieta se llenó de frutas frescas que aliviaban la sequedad de su boca. La mañana radiante que por fin se puso en pie, le pareció que había crecido, sintiendo vértigo al ver el suelo tan lejos. Había perdido diez kilos.

La malaria, mal aria, mal aire o paludismo —del latín palud, pantano—, es la primera en importancia entre las enfermedades debilitantes, afectando cada año a más de doscientos millones de personas. Los síntomas son muy variados, pero nadie se libra de la fiebre mayúscula, que se manifiesta entre ocho y treinta días después de la infección. Los primeros casos detectados en las tierras altas de Kenia se remontan a la finalización de la Gran Guerra, con el regreso a casa de los soldados destacados en Tanganica. Fue eso que hoy día llaman daño colateral, provocado por los supervivientes del conflicto. La hembra del mosquito anofeles transporta el parásito malévolo —bautizado plasmodium— de un humano infectado a otro sano, generando la epidemia. A gusto con el clima de la zona, ni las hembras anofeles ni los machos plasmodium se marcharían ya de Nairobi.

—La cogerías en el campo de golf —Boy era llano con Mr. Cross cuando estaban a solas y lo trataba reverencialmente cuando tenía compañía—. A mí, en cambio, me han picado tanto los mosquitos que no la siento —inmunidad adquirida, posible en zonas donde la malaria es endémica—. No le des más vueltas. Ahora, a comer bien, estar sano y, si retorna, recibirla con las espaldas anchas y el pecho fuerte.

John Cross recompensó cuanto le permitieron a la familia encargada de su cuidado. Pidió, tímidamente, la receta del brebaje prodigioso y recibió la contestación que cabía esperar viniendo de un kikuyu, expertos como eran en el arte de salir por la tangente.

—Nuestra humilde morada siempre estará abierta a tu necesidad —sabían parecer serviles, escamoteando su altivez.

Su regreso, sin aviso previo, al hotel Stanley causó más de un desmayo. La gente lo miraba como si fuese una aparición. El fantasma de John Cross abandonaba el más allá, níveo, bien afeitado. Lucía la elegancia del que no se ve sometido a la ley de la gravedad. El susto dio paso a la sorpresa; ésta, a la curiosidad; y la curiosidad, al agasajo. El retornado del menos allá nunca explicó lo sucedido. Según las situaciones, cambiaba su discurso, convirtiéndolo en una fantasía con mil y una variantes.

Sea como fuere, el padecimiento había acabado con las ínfulas de John Cross. Desmontó la sociedad de los pingües beneficios. Su socio no alcanzaba a entender cómo un tipo con tanta suerte no la empleaba para forrarse, en un momento en que los ahogados por las deudas y la epidemia vendían a precios irrisorios. Juan escribe en su cuaderno, recapacita y tacha. Finalmente apunta: «He sido un miserable». Se despidió de Hutt con un apretón de manos y la sonrisa de los aventureros, que combinan en dos labios y una comisura la tristeza por alejarse de los viejos camaradas y la alegría por partir hacia la tierra de los sueños, la que nadie ha hollado.

Boy no sólo lo instruye para defenderse entre los presumidos golfistas europeos, lo libra de las garras de la casada con furor uterino y lo salva de la malaria, sino que también le abre la puerta al verdadero safari. Le presenta a un kikuyu único, Uhuru. Uhuru significa libertad en swahili, y nunca una palabra definió mejor a un individuo. Uhuru tenía alma de explorador y pies de gacela. Hablaba poco, pero, cuando lo hacía, demostraba su gracia. Uhuru era uno de esos chistosos a lo Buster Keaton, los mejores según Juan. Bajito, menudo, reunía las cualidades del hombre dispuesto a resistir las inclemencias de la sabana, dispuesto a trepar hasta el pico del monte más alto, a vadear el río más peligroso.

—Viajar enseña al hombre su camino en la vida —respondió a una pregunta de Juan sobre sus inclinaciones nómadas.

Éste no se lo pensó. Agarró la máquina de fotos, le guiñó el ojo a Uhuru y se perdió con él en el horizonte. Verse en medio de la nada sin más compañía que la del discreto Uhuru, sobre un todoterreno que parecía robado a la infantería de la guerra del Catorce, le resulta excitante. Para bien y para mal. Lo atemoriza y lo envalentona. Se siente insignificante y, sin embargo, sin limitaciones. Uhuru carga con un rifle, por si las moscas. Él, con la Leica, por si las moscas se dejan retratar. Poco ducho en estas lides, no hay minucia que no llame su atención. Cuenta animales salvajes como quien cuenta gallinas en un corral. Hasta que Uhuru le dice que no lo haga, que trae mala suerte.

—¿Por qué mala suerte? —pregunta, sorprendido.

—Porque el que cuenta siempre se olvida de uno: el que lo atacará cuando menos lo espere.

Uhuru es supersticioso, como cualquier kikuyu. Supersticioso y precavido. Duerme con un ojo abierto y, a juzgar por su gesto, sueña que es atacado mientras cuenta. Conoce como nadie las distancias y programa cada jornada para no hacer noche a la intemperie. Dos personas solas, por muy expertas que sean, son presas fáciles en la sabana de los años 40. Juan no escatima a la hora de satisfacer las necesidades de su guía. Lo trata como a un igual, lo sienta a su mesa y calla con dinero las quejas de algunos propietarios racistas —la mayoría—. Pero no se gana a Uhuru por eso. No es hombre que valore las comodidades y costumbres inglesas. Se lo gana por el procedimiento habitual en el políglota hispalense, aprendiendo su lengua gikuyu. La lengua gikuyu carece de escritura, pero es usada por una población que, aún hoy, no baja de los cuatro millones de keniatas con raíces. No es que crucen demasiadas palabras, pero es grato hablar de felinos y paquidermos sin recurrir al sofisticado silabeo del inglés. Juan no destaca por la originalidad de sus apreciaciones zoológicas. Admira el señorío del león, más holgazán de lo que sospechaba pero listo como él solo. Adora esos otros felinos más pequeños, que corren como galgos que no se cansasen jamás. Se deja enamorar por las jirafas de largas pestañas y por los cerdos acuáticos que llamamos hipopótamos. Uhuru le abre los ojos con sencillas lecciones de parvulario. El león depende de sus fieles esposas más de lo que parece; los guepardos se cansan pronto; las frágiles jirafas pueden matar a un león de una coz; el hipopótamo es el más agresivo de cuantos animales existen bajo el manto protector de Mwene Nyaga, el dios de los kikuyus. En algo sí llegan a coincidir. Ambos sienten preferencia por el elefante, el más señorial de los animales, el más perseguido por los estúpidos cazadores.

Tan compenetrados estaban que Uhuru no dudó en llevar a Juan a su aldea y presentarlo como «el inglés que no es inglés». Fue bien recibido. Se entrevistó con el más anciano —el más sabio— y aquel largo diálogo se convirtió en un verdadero examen. Juan, en palabras de Uhuru, superó la prueba y sólo cometió un error, en la despedida: miró su reloj.

—Vosotros, los de piel blanca, tenéis esas flechas atrapadas en la caja redonda que os dicen dónde está el sol. Nosotros —aquel afable anciano de cabello gris y mejillas arrugadas se volvió altivo por un instante—, nosotros tenemos el tiempo.

Juan escuchó, en distintos confines de aquella región de África, el proverbio que elogiaba la paciencia del kikuyu. Era, en realidad, un grito de guerra con sordina. Los kikuyus habían protagonizado diversas revueltas contra los usurpadores británicos. Juan guardaba en su memoria las explicaciones y vaticinios del comandante Moore. Todas ellas habían sido sofocadas con saña. Pero eso no debilitó la tribu que había recibido de Mwene Nyaga los vastos territorios que se extendían al pie del monte Kenia. Aquello pertenecía y pertenecería a la gran nación kikuyu.

La nación kikuyu era fruto de una agrupación no muy diferente de la de cualquier etnia de la Europa ancestral. Unas cuantas familias emparentadas por lazos matrimoniales formaban un vecindario. Varios de éstos se constituían en aldea. A su vez, varias aldeas se unían en una comarca, autogobernada mediante un consejo de ancianos. Por las distintas comarcas se repartía el conjunto de clanes que componían la nación. En total, más de cuatro millones de orgullosos miembros. Juan menciona los nombres de los clanes como si de una lista de reyes godos, en la que todos empezasen por la A, se tratara.

El inglés que no era inglés había superado la prueba del consejo de ancianos y Uhuru no ocultó su contento. La tribu también poseía un dicho para justificarlo. Quien respeta la voz del anciano es un árbol fuerte; quien se tapa los oídos, ignorándolo, es una rama seca, sometida al capricho del viento. Las caminatas por tan bellos parajes transmiten al sevillano la savia del recio baobab. Se siente rejuvenecer. Habían transcurrido casi dos lustros desde que la guerra estallase en España, y los cuarenta se difuminaban en su cuerpo y en su mente sin dejar más secuelas que la aparición de las primeras canas.

Pero no todo son aventuras sin rumbo cierto. Uhuru y Juan también resultan útiles a la comunidad kikuyu. En sus movimientos por la región de las tierras altas, actúan como portadores de mensajes. Carteros, en definitiva, de cartas no escritas. O escritas por Juan para no olvidar ningún detalle. Son mensajes domésticos, que hablan de cosechas y nubes, de compromisos pactados, de granjas donde hay empleo. Realidades tangibles. Juan no echa de menos los incunables ni las falsificaciones vendidas a precio de oro. Ahora es un hombre con los pies en el suelo, que no huye de las sombras sino del rugido que hiela el aire en los pulmones. Ama el paisaje de las tierras altas, su puesta de sol, el viento en la cara, los animales que no pretenden acercársele, las fogatas de los poblados kikuyus y el oficio de cartero rural. Quién lo hubiera dicho del erudito que sólo tenía ojos para los libros. Ahora únicamente lee relatos de, sobre, por, para, tras África. Y sólo odia una cosa. Un ente vivo: el cazador.

El cazador era un hombre blanco, de tez sonrosada, sudoroso hasta el corvejón, que vestía con una chaqueta del estilo de la sahariana, trataba a los nativos con la punta del pie y mataba fieras como quien reza un padrenuestro, con la euforia del que se hace perdonar en cada pecado. Más de un encontronazo hubo, en los meses que desembocan en 1945, con los que se retrataban con el pie sobre el elefante abatido o el rinoceronte descornado. En aquel tiempo las únicas tierras protegidas estaban al norte, en la región inhóspita de Marsabit. No existían las reservas naturales que más de uno reclamaba. Juan resume ese periodo en un plato de la no tan rica cocina kikuyu, el irio. Irio en gikuyu significa comida. Ni más ni menos. Pues bien, la comida kikuyu por excelencia es un puré grumoso, de verduras. Variaba su sabor y color de una zona a otra, pues en cada aldea empleaban las hortalizas que tenían más a mano. Como la paella valenciana, agrega.

También refiere la anécdota de la rendición de Alemania. Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945. Él se entera un par de semanas después, al parar su vehículo delante de una expedición de ricachones norteamericanos que bebían champán caliente en medio de la llanura africana. Celebraban —llevaban tres días de celebraciones— la caída del imperio del mal. Aquella noche, Juan duerme en un campamento que poco tenía que envidiar al Ritz. La tienda de campaña que le ofrecen está dotada de un aseo portátil, una amplia cama con dosel desmontable y hasta una mesilla con palmatoria. El acabose. Mientras los nativos cerraban un círculo protector, quemando ramaje, los compatriotas de Eisenhower, el gran Ike, bailaban al son de una gramola.

El final de la guerra posibilita el regreso a casa de miles de integrantes de las diversas tribus que combatieron bajo bandera británica. Traen consigo, exaltados, los viejos valores kikuyus de libertad y gobierno de sí mismos. Los mensajes que Uhuru y Juan transportan comienzan a ser incomprensibles para el lingüista, que veía complicadas metáforas, muy poéticas, en simples comunicaciones en clave que llamaban a una nueva movilización. Así, 1946 padeció el brote de una epidemia tan seria o más que la del 44. No se trataba, en esta oportunidad, de la malaria, sino de los autodenominados Forty Group. La banda de los cuarenta, a la que sólo faltaba el Alí Babá de turno para convertirse en leyenda y polvorín de la historia de África.

Juan tiene el dudoso honor de ser el único blanco en asistir a una de las reuniones fundaciones del grupo, celebradas en la siempre alterada noche de Banana Hill. Uhuru y Boy lo invitan. Ambos son parientes de Fred Kubai, uno de los organizadores. La enfermedad le había impedido, en su día, apreciar el estado de aquel suburbio que alcanzaría dolorosa fama. Un lugar insalubre, que no reúne las mínimas condiciones de habitabilidad. El foco perfecto para que se multiplique, entre otros gérmenes, el de la rebelión. Nada en Nairobi, ni la cárcel, podía ser peor que aquello.

Fred Kubai convirtió aquel encuentro en un rito de iniciación. Los machetes perfilaron con su hoja la raya del destino de no menos de cien manos siniestras. La sangre goteó sobre las fogatas, que crepitaban con la sal que arrojaban a puñados. El fuego de la purificación del kikuyu ofendido por el inglés, la sangre del sacrificio que anunciaba un compromiso que no admitía renuncias, la sal de la conservación de la carne muerta. Se escucharon tambores de guerra en una ceremonia llena de luz, olor y ruido. Fred Kubai era un iluminado de buena labia, que sabía intimidar, seducir a hombres y mujeres, muchos de ellos y ellas aún en la adolescencia. Banana Hill concentraba el mayor porcentaje de prostitutas de Nairobi. Fred Kubai las dignificaba, introduciéndolas en la lucha. Aquellas hembras se acercaban al mesías de la insurrección esperando una caricia, una mirada, el contacto de aquella lengua voraz con sus frentes y sus párpados. Enardecían y bailaban al son de la percusión, y se entregaban a la furia de los nuevos juramentados. Éstos terminaron abandonando Banana Hill al amanecer, listos para transformar la excitación en violencia. En los días siguientes, Nairobi y todas las tierras altas sufrieron ataques vandálicos que fueron creciendo en número y daños.

1946 fue el año en que la Asociación de Cazadores —con cabeza, añade Juan— promueve la creación del parque nacional de Nairobi. También el de la pérdida de sus propiedades para el fornido Sam, el plantador de piretro. La última melopea del primo del capitán Walker había concluido con un trato de caballeros. John Cross participaría en el más pujante negocio de Nakuru. No había interés económico en aquel acuerdo. Tan sólo la intención de quitarse de encima al beodo más plasta de cuantos forasteros acudían a la ciudad. Cumplidor, John pidió a Uhuru que lo condujera hasta allí. Ya conocía el lago salado, con sus flamencos de color rosa y sus pelícanos, pero jamás había puesto el pie en casa de Sam. El almuerzo se prolongó, entre anécdotas de la vieja Europa y risas de los comensales. Las clásicas maldiciones del granjero provocaban la regañina de Alice, su encantadora esposa. Con el ocaso, ésta logró liberar al invitado, guiándolo hasta la habitación extrema del ala oeste. Como toda la edificación, no destacaba por su lujo, pero sí por su limpieza y espaciosidad.

—Cenamos a las ocho y media —le anunciaron.

Expresó su gratitud con una inclinación de cabeza. Le dolía la sien, pero lo ocultó tras su educada sonrisa. Una jofaina con agua fresca y una toalla con olor a lavanda lo reconfortaron. Se mudó de camisa, sabedor de que los colonos solían adecentar su indumentaria cuando llegaba la noche y reposaban entre los suyos. Aquella cena nunca se celebró. Minutos antes, Uhuru reclamó la presencia de Mr. Cross, instándolo en su lengua gikuyu a regresar a Nairobi de inmediato. Un problema grave, se limitó a decir.

—¿Tuyo? —preguntó John, desconcertado.

—De todos —contestó secamente, saliendo de la casa.

Mil excusas dio el agasajado para justificar que debía partir sin dilación. Nadie entendía nada. Sam, confuso, le rogaba que tradujese su breve diálogo con Uhuru. Este último hacía sonar el claxon, apremiándolo. Tras prometer regresar, saltó sobre el vehículo en marcha. La discusión con su chófer y hombre de confianza duró apenas trescientos metros. La detonación fue acompañada de una lluvia de tablones y astillas. Le ordenó que parara. A lo lejos distinguió el fuego y la figura en llamas de Sam, maldiciendo su suerte y el demonial de salvajes del infierno. Su voz salía de mucho más allá de su garganta, afirma Juan como si lo reviviese. Escapaba de su corazón herido, resonando como una imprecación para la eternidad. Quiso correr a socorrerlo. Uhuru lo agarró por el brazo, frenándolo.

—¡Estás loco! —gritó fuera de sí—. ¡Apártate, que tenemos que ayudar a ese hombre y su familia!

Uhuru no respondió. Se limitó a encogerse de hombros y sonreír. Detrás de él, brotando de la maleza, dos hombres con el torso descubierto terminaron de cerrarle el paso. Entonces y sólo entonces comprendió lo que sucedía. Regresó al coche, subió a él y pisó el acelerador. La voz de Uhuru, llamándolo, se extinguió pronto en la distancia. Para resurgir a las pocas horas. Tardaría en librarse de ella.

Uhuru le había salvado la vida una vez más. Como en el lago Victoria, cuando se cayó del bote. Como en Dar es Salaam, poniendo en fuga a aquellos ladrones con su manejo acrobático del machete. Le había salvado la vida y, a cambio, lo odiaba. Odiaba aquella sonrisa cínica que venía a decir que la hora de la verdad había llegado y que el hombre blanco no sólo se merecía la expulsión de las tierras que se apropió, sino también el castigo más cruel. Los kikuyus somos vengativos, había afirmado en una ocasión, mientras bebía cerveza. Ahora las palabras del comandante Moore adquirían su verdadero valor. Durante un tiempo, las acciones de aquel grupo fueron acalladas para no alarmar. Los Mau-Mau heredarían las actitudes de Kubai y los suyos, comenzando una época de terror, combatida por las autoridades británicas con más terror si cabe. Cuando el último Mau-Mau hubo sido ahorcado, la liberación de Jomo Kenyatta —el futuro presidente de la Kenia libre— era una exigencia incontestable, que los ingleses supieron administrar con astucia. Claro que, para eso, habría que esperar un porrón de años.

Mientras conducía en la noche, recordó la huida precipitada hacia el bosque de Jozani, montando aquella vieja bicicleta. Golpeó el volante con el puño y juró marcharse de Kenia para no volver jamás. Tiró hacia el sur. Llevaba combustible suficiente, en el depósito y en las latas de reserva que Uhuru se encargaba de reponer. Su idea era atravesar la invisible frontera con Tanganica, llegar a Arusha y, desde allí, volar hasta Dar es Salaam. Pero, en algún momento, se desvió de la ruta. Se llevó un susto de muerte en Natron. Natron es un lago salado, santuario de flamencos, como Nakuru. Creyó haber avanzado en círculo, hasta que atisbó el perfecto cono de Ol Doinyo Lengai, la montaña de la divinidad masái.

En aquella cumbre, durante un instante que le pareció media vida, se llenó de propósitos de enmienda, de buenos deseos, prometiendo ser un hombre mejor. Volvería a España en cuanto las cosas se arreglasen, a paliar la desgracia de los suyos. Llevaría flores a la tumba de esa Ana del alma que siempre viajaba con él, en su corazón. La enorgullecería con sus nobles actos.