Haría falta un caballo de Troya para vencer las reticencias que aquel millar de cartas ocasionaría en los emplazamientos más conflictivos. Anna ofreció la solución tras acogerlo con alborozo.

—Lo amo, John Cross. Colocar un torpedo en el mismísimo culo británico, ¡qué grande! —la descabellada iniciativa suponía, de facto, poner en jaque al ejército en tierras keniatas y somalíes.

La ocurrencia de la Doña, espectacular, fue aplaudida por el Tarishi. Entregaría relojes de bolsillo, historiados y de plata de ley, a los jefes de los distintos destacamentos. En la cara interior de la tapa, llevarían grabados sus respectivos nombres. Sería un presente de Khalifa bin Haroub, perpetuo sultán de Zanzíbar por la gracia de Alá, en señal de agradecimiento por el aprendizaje y el trato otorgados a aquellos de sus súbditos adscritos al glorioso ejército de su británica majestad. Ninguno podría negarse, ninguno cerraría la puerta a semejante mensajero.

En menos de un mes pudo contar con la remesa de obsequios, traídos desde Goa por encargo de la señora Wyatt. Las inscripciones fueron realizadas en un establecimiento de Uhindini, el barrio hindú, por un experto joyero. Juan, que rara vez abandonaba sus lares, más europeos y seguros, visitaba una calle en la que los ingleses no sólo eran minoría, sino que no controlaban ni remotamente su bullente actividad. Al doblar una esquina, encontró una imagen impactante. Un menor regentaba un improvisado puesto de venta de libros. No menos de doscientos, apilados en varias columnas, ofrecían sus lomos usados. Comprobó que se trataba de volúmenes en lengua inglesa que los lectores debían haber abandonado en la mesa de un café, en un banco o en la basura. La idea de que, en medio de aquel caos llamado Dar, donde la lucha por la supervivencia alcanzaba la máxima expresión, alguien se dedicase a rescatar libros tirados, perdidos, para ofrecerlos por un precio módico le pareció hermosa. Hojeó unos pocos y tomó tres. Huxley, Marlowe y Poe eran sus autores.

—¿Cuánto? —preguntó. El chico, absorto en el Frankenstein de Mary Shelley, respondió sin retirar los ojos de la página.

—La voluntad. No pretendemos hacer dinero con los libros, sólo que sean leídos —sonó a frase hecha, bien aprendida.

—¿Por la gente de tu comunidad? —Juan, prudente, no perturbaría aquel noble empeño si contemplaba destinos más eficaces.

—Por cualquiera. La mejor forma de superar las diferencias es la educación. La educación es el motor de la civilización verdadera. Sólo así los ingleses dejaréis de vernos como ciudadanos de segunda o de tercera clase.

—¿Quién te ha enseñado esas palabras? —Juan se había olvidado del propósito de su visita. Anna Wyatt observaba el diálogo en silencio, paciente.

—Mi abuelo —su semblante denotó un respeto reverencial.

—¿Podría conocer a tu abuelo? —Juan exteriorizó el mismo respeto.

—No —contestó, tajante.

—¿Por qué? Únicamente pretendo felicitarlo.

—Porque murió ayer —había dolor en aquella respuesta.

—¿Y cómo es que tú estás aquí?

—Fue su última voluntad. Y no me moveré de este puesto hasta que no quede ningún libro.

Juan se llevó uno, el de Huxley. Ciego en Gaza. Le estrechó la mano al muchacho y le entregó dos papeles. Uno contenía su dirección en el hotel Heritage, para que acudiera cuando lo necesitase; el otro era papel moneda. Toda una señora libra esterlina.

—Para que te compres algún libro nuevo que te atraiga. Tu abuelo y tú os habéis ganado un sitio especial en mi memoria.

Aquella mañana, explica Juan, cambió su percepción de Dar es Salaam y de Tanganica entera. No había diferencia, no debía haberla. Los habitantes de una u otra tierra debían ser tratados por igual. No eran más personas las que a diario malvivían en Ng’ambo que las que lo hacían en Banana Hill o en los suburbios de esta Dar cuyos nombres no había aprendido aún. Ninguna merecía ser considerada de segunda o de tercera clase. Daba igual empezar por la liberación de Zanzíbar, por la de Kenia, Somalia o Mozambique. La única vía para obtener la libertad duradera era la educación. Masiva e igualitaria. Triana multiplicada por mil. La boca se le llenó de propósitos, camino del establecimiento del joyero. Anna asentía.

—Ha llegado usted por sí solo, mi amigo, al concepto clave. No me sorprende su convencimiento, sino su precocidad.

—He de crear una plantación en el corazón mismo de esta Tanganica —Juan, ensimismado, acababa de desenmascararse.

—Seguro que el bienhechor Jamshid verá con los mejores ojos que extienda y amplíe su idea —Anna Wyatt, con su brillante salida, desmontó cualquier asomo de recelo que quedase en él.

—La llamaremos... —buscaba la tangente que sirviera de escapatoria a ambos.

—Ya tiene nombre: Swahilandia —Juan lo emplea en algunos pasajes de sus cuadernos—. Pero podría tener otro, más ambicioso. Mucho más ambicioso e idealista: Panáfrica —Panáfrica es un término añejo, tan añejo como el propio Juan. Fue acuñado en la conferencia «Pan Africana» que se celebró en París, en 1900.

Aquella mujer era la misma que se había atrevido a hablar de chanza a todo un gobernador colonial cuando éste la lisonjeó. Fue en una recepción de gala. Sus sandalias, adornadas con piedras preciosas, realzaban unos pies armónicos, proporcionados, repudio de pedicuro.

—Tiene usted un pie tan precioso como las joyas que luce —adulador, William Denis Battershill, al saludarla.

—¿Y qué me dice del otro? —respondió ella, dejándolo tan planchado como su cabello.

Juan no escatima elogios al referirse a Anna Wyatt. Igual dirigía su talento a una empresa digna de faraones que lo derrochaba en una conversación frívola. Le sobraban neuronas y le faltaba discreción. Ya había sido discreta en el papel de esposa; ahora tocaba jugar a la viuda excesiva. Y a fe que lo lograba.

John Cross, cargado de costales con cartas y estuches con relojes, puso a prueba la resistencia de su avioneta en trayectos kilométricos y muy frecuentes, amenizados por las lluvias largas que comienzan en marzo y no remiten hasta junio. La primavera del llorón, expresión acuñada —sin fundamento meteorológico alguno— por nuestro hombre. La máquina y el piloto cambiaban de nombre y de carácter según el sentido de la marcha. La ida solía efectuarla de día, despuntando la aurora. Fantasma proporcionaba potencia de vuelo y estabilidad; el Tarishi añadía la determinación. Procuraba entrevistarse con los jefes de destacamento tras el almuerzo, con el sopor de la siesta. Después aprovechaba la tarde, hasta la retreta, para departir con los askaris, entregar las misivas familiares y escribir las cartas que le dictaban. Rara vez hacía noche. Si las condiciones ambientales lo permitían, recogía sus bártulos y remontaba el vuelo. Era una medida precautoria, para que las consecuencias inmediatas de su visita no se volviesen contra él. Oscuridad lo conducía, con un suave ronroneo, hasta el próximo lugar de avituallamiento y descanso. O hasta Dar, según la ruta programada. Pilotaba el Juan conformista, cansado, que repetía para sus adentros que ése sería el último viaje, que con media centuria a sus espaldas el cuerpo ya no estaba para trotes.

Una madrugada sin luna apagó el motor y planeó hacia un suelo desconocido. Cualquier resalto del terreno habría provocado el accidente. No fue así. Bajó de la avioneta, caminó unos metros sin rumbo y se dejó caer. Sentado, abrazándose las piernas en medio de la nada, gritó. Gritó tan alto como le permitió su garganta: «Estoy aquí, ¿lo recuerdas? Aquí. ¿A qué esperas para llevarme contigo?». La sombra, su demonio de la guarda, no se dejó ver. En alguna fibra viva de su corazón, se justifica, sentía remordimiento, culpa. La culpa de los que pasaron por un campo de concentración sin visitar la cámara de gas, por una guerra sin sucumbir a la metralla, por África sin ser devorados por un león. No la padecía en los momentos de adversidad. Le sobrevenía cuando las cosas iban bien, cuando los planes se cumplían sin contratiempo. Era una percepción que amargaba el paladar más que la hiel, que le nublaba la vista y le robaba el aire.

Cuando, el 4 de agosto del 50, el Gobierno colonial declara ilegal la sociedad Mau-Mau, Juan ya ha cubierto su misión, habiendo retornado a Zanzíbar. Los jefes de destacamento, poco acostumbrados a los obsequios, se tragaron la añagaza. La suerte de su misión fue, por el contrario, desigual. Menor en las alejadas llanuras de la Somalia británica que en las tierras altas de Kenia, próximas al conflicto con los propagadores del terror. A partir de ahora, volar a estas últimas entrañaría complicaciones y grandes riesgos. El estallido Mau-Mau no llegaría hasta dos años después, pero las agresiones habían sido incesantes desde su constitución, en 1947, e incluso antes, como experimentó el propio Juan en la finca del plantador de piretro. El suburbio de Banana Hill, que viera nacer el grupo de los Cuarenta, alimentaba a aquellos que se alejaban de los principios de la Kikuyu Central Association —KCA para la policía— y abogaban por el uso indiscriminado de la violencia. El gobernador, sir Philip Euen Mitchell, los consideró insignificantes gatos maulladores, adictos a la magia negra, el alcohol y el sexo ritual. Para otros, en cambio, su denominación procedía del acrónimo de «Mzungu Aende Ulaya-Mwafrika Apate Uhuru». Traducido, algo así como «Haz que el hombre blanco se marche y el africano obtenga la libertad»; una proclama ilustrativa de las intenciones de esos gatos, monos aulladores, negros ignorantes, miembros de la tribu kikuyu cansados del oprobio, hombres con una legítima aspiración de independencia, mitos.

Pwani Mchangani, ajena a tales sucesos, disfrutaba de los ecos de la misión del Tarishi. Desde el día mismo de su partida, en febrero, el goteo de soldados había sido incesante. Antes de su vuelta, ya habían completado la lista de los que fueron reclutados en la aldea. También esa otra lista, la secreta, la de los ciento un nombres que martilleaban en la cabeza de Juan como ciento un golpes a la razón, menguaba semana tras semana.

Fue una temporada alegre, acompañada de una producción espectacular de clavo. La escuela entró en servicio a finales de septiembre, al regreso de las familias desplazadas a Pemba. El maestro coránico se había opuesto a su construcción y se opuso, con más energía si cabe, a su apertura. Era un hombre joven, de no más de treinta años, que recorría los pueblos llevando a niños y mayores sus enseñanzas religiosas. Pasaba por Pwani una vez por trimestre, durante una semana, alojándose en las casas pudientes. Se obstinaba en parecer más viejo, más ascético y más adusto de lo que verdaderamente era. La intervención de Hamed, el suegro de Juan, fue decisiva para superar la controversia. Si el poblado se había beneficiado, sin rechistar, del uso que el Tarishi había hecho de los inventos modernos, ahora no podía volver la espalda al conocimiento que los niños reclamaban. Se convino, no obstante, que el maestro coránico contaría con un horario preferencial.

Aquel fanático religioso practicaba lo que una vez aprendiera en una madraza musulmana. Los niños, bajo su supervisión, leían, recitaban y memorizaban las suras y aleyas del Corán en árabe, por ser éste el idioma en que fue revelado. Su ancestral método de trabajo se basaba en la copia sobre una tabla, llamada alluha, de un versículo y en su recitado en voz alta hasta aprenderlo con exactitud. Para la escritura se empleaba un cálamo —una especie de pluma— y tinta. Una vez aprendido, se borraba lo caligrafiado y se avanzaba al siguiente versículo. Juan se ponía malo al observar aquellas tablas agrietadas, cosidas con grapas, de difícil manejo. Dotó la escuela de cuadernos, lápices y gomas de borrar. Llenó las paredes, con la ayuda de los educadores contratados, de dibujos de animales y plantas, esquemas de ingenios mecánicos y planos del África Oriental. Instó a que la enseñanza fuera racional, flexible, eliminando el gorjeo de los papagayos.

Una nube gris, sin embargo, no se apartaba de su horizonte. Acudía a las charlas con los alumnos, se dejaba ver poco por Stone Town, para no excitar a potenciales asesinos, estudiaba nuevas inversiones en Triana y un mayor reparto de beneficios —«No des más dientes de los que caben en la boca», aconsejó Jomo rescatando sus dichos de odontólogo—. Cumplía con la esposa. Pero, a menudo, se enfrascaba en su pequeño dietario, tomando notas para un proyecto que no comunicó a nadie. Anna Wyatt y la idea de montar una plantación en Tanganica rondaban su cabeza. Aisha notó que algo le sucedía.

—Eres un hombre bueno, John Cross, y se te quiere en Pwani —besó su mano—. Es hora de que marches a esa misión que ocupa tu pensamiento. Ve. Vuelve cuando tengas el corazón contento y la mente tranquila —en una aspirante a madre sin éxito, sólo podía interpretarse como una muestra de profunda generosidad.

Los habitantes de Unguja, cuando se ponen solemnes, sueltan perlas que merecen ser enmarcadas. Periódico tampoco se quedó atrás en la despedida. Cada vez iba menos por su pueblo, afanado en mantener en orden la casa de Stone Town y en halagar a una joven que trabajaba en el servicio doméstico de un árabe más pudiente y más voluminoso que Jamshid. Wema debía ser de la edad de Aisha y poseía, además de una cara agraciada, una cualidad sobresaliente: la discreción. Una discreción doble en su caso, porque era muda. No siempre lo fue. De niña cantaba, alegrando a parientes y allegados en su pequeño círculo familiar. Perdió el habla como consecuencia de un aciago encuentro con una víbora, pero la sabiduría popular dictaminó que la voz le había sido robada por el espíritu del viento disfrazado de ofidio, celoso de su donosura. Wema, en swahili, significa pureza. Periódico habló de amores y, entre sus pequeñas humoradas, deslizó un comentario que no dejó indiferente a Juan.

—Recuerda que un musulmán puede tener más de una esposa. Y recuerda que el honorable Jamshid es musulmán, pero John no lo es.

Algo debió notar, escamando al Tarishi. No le preocupaba el noble Periódico, sino Aisha, a quien consideraba sagaz como el lince —o el leopardo de Zanzíbar, siendo fiel a la fauna de la zona—. Entre sus motivos de culpa, estaba también la culpa del ufano.

—Amigo Moi —pocas veces lo llamaba por su nombre—, búscate una mujer hacendosa y de labios sosegados que comparta contigo esta casa inmensa que cuidas mejor que si fuera tuya —un «métete en tus asuntos» elegante como pocos.

Juan vuela hacia Dar con su vieja cámara Leica y un presente para Anna Wyatt. Un juego de bao muy similar al que regalase al malogrado Doble Uve Doble. No lo entregará. El pedernal de la culpa lo atraganta. A mitad de trayecto, da media vuelta y efectúa su primera acrobacia. Avisada por la chiquillería, Aisha lo aguarda sentada en la puerta.

—Cuántas veces te habré dicho que no te sientes en el umbral o te casarás muy mayor —exclama Juan, risueño, al verla.

—Ya tengo marido. Uno viajero, el más pálido, que ha debido dejarse algo atrás —las esposas de Pwani, incluso las jóvenes, saben ponerse en jarras cuando la ocasión lo requiere.

—Dijiste que volviese cuando tuviera el corazón contento y la mente tranquila —se muerde la lengua para no hablar de mala conciencia.

—¿Eso dije? —ella se sabe en ventaja.

—No es preciso que me vaya. Tú contentarás mi corazón y harás de mí un hombre tranquilo.