Los trinos de los pájaros en los árboles distantes. No hay trinos en la sabana. No hay trinos cuando se sobrevuela la sabana en una avioneta. Sólo se oye el ronroneo del motor y, peor aún, el ronroneo de tus pensamientos.

El invierno en Arusha abarca los meses de junio a agosto. Llega el frío, el mercurio baja de la raya del cincuenta —Fahrenheit, claro. Los diez grados nuestros— y Kowiacz se siente renacer, fresco como una lechuga. La Doña y Juan decidieron aguardar al buen tiempo, cuando las lluvias cortas ceden y en el horizonte se atisba la solanera de la película Las minas del rey Salomón.

A la espera de ese instante en que el estómago acumula la sensación del viaje, similar a la de una reválida o un juicio de faltas, viven la liviandad y la laxitud de los que nada necesitan y nada ansían. Paseos matinales, siesta, té frío y cine. Mucha siesta, mucho té frío y mucho cine. En la década de los 50 llegó a haber cinco salas en Dar es Salaam. Ellos frecuentaban el Avalon, cuyo dueño era asiduo del local de la señora Wyatt, aunque se dejaban caer de cuando en cuando por el Empire. Las películas se sometían a los designios del Censor Cinematográfico del Territorio; un inglés de buena reputación que gobernaba una junta temida por sus afiladas tijeras. Literalmente, no dejaba títere con cabeza cuando de suprimir besos se trataba. De América venían Tyrone Power, Alan Ladd y Stewart Granger. Las esposas blancas se derretían en secreto. Sus hijas, en cambio, lo hacían en público, alimentando la paranoia de los servicios sociales del municipio. Pero lo que sedujo a Juan en aquellas veladas de incómodos asientos con cojín y peleas intempestivas no fueron los productos de un Hollywood acosado por el estúpido senador McCarthy, sino las tragicomedias hindúes de tres horas largas. Un montón de minutos de berrinches y algarabía, pasiones reprimidas y dolor de enamorado, cánticos y bailes, para alcanzar el final dichoso. O el dichoso final. Un montón de minutos a los que había que añadir el obligado intermedio, para descanso de las nalgas de las féminas y de los culos de los varones, y restar los segundos de proyección que se perdían huyendo del riego. El riego era competencia del acomodador. Un acomodador poco refinado. Los hay de quienes se dice que son niños en un cuerpo de hombre. Éste era, en palabras de Juan, un oso en un cuerpo de oso. Cada media hora tomaba el pulverizador y la emprendía con las cabezas de los espectadores, repartiendo con generosidad una mezcla de ozonopino y dedeté que, cuando menos, tenía efectos anestésicos. Morir, lo que se dice morir, los insectos no morían, pero quedaban tan aturdidos como los humanos, con lo que los zumbidos y las palmadas desaparecían por un rato. Merecía la pena la rociada, porque aquellos bichos voladores llevaban más peligro que el avión apodado mosca o mosquito que los republicanos emplearon en la defensa aérea de Madrid.

En octubre, empachado de películas, Juan cae en uno de sus esporádicos periodos de melancolía. «Nublados», los llama él. Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada. Así la define el diccionario. La Doña, que se percata de que algo le sucede, fracasa en su intento de introducir cambios en la rutina diaria —sofisticados favores sexuales incluidos—. La propuesta del obispo Edgar Maranta de que se una al club de los rotarios tampoco llega a cuajar. El obispo era un hombre agudo, de apariencia humilde, que había cincelado el pragmatismo en las tablas de la Ley, creando el onceno mandamiento. Desaprobaba, desde luego, los negocios de Anna Wyatt con el demonio, el mundo y la carne, pero no renunciaba a sus semanales tertulias. Ni a los donativos que, con asiduidad, sacaba de ella. Siempre destinados a empresas tangibles, como alimentar a quienes carecían de empleo o construir un albergue para huérfanos. Aficionado al bao, perdedor impenitente, se maravillaba de la facilidad con que Juan urdía aquellas complejas combinaciones de movimientos. La ocurrencia sobre los rotarios obedecía a un doble propósito. Para Juan, supondría abrirse a nuevos contactos y misiones. Para monseñor, infiltrar un espía.

El Rotary Club había sido fundado en 1905, en Chicago, extendiéndose desde entonces por todo el mundo. Hoy en día posee más de treinta y dos mil sucursales. No se partieron el coco con el nombre. Lo llamaron Rotary porque el punto de reunión semanal rotaba, pasando por el despacho de cada uno de sus afiliados. Su arribada a Tanganica se produce el 25 de enero de 1949, por iniciativa de un hombre emprendedor de nombre J. Chenye, con buena relación con los rotarios de Nairobi —en Kenia se establecieron en 1930—. Contaba con unos cuantos miembros influyentes en la comunidad, no admitía mujeres y presumía de sus obras humanitarias. Juan se entrevistó, por complacer al obispo, con Chenye.

—¿Te ha contado lo de la jota? —preguntó Anna a su regreso—. Unos dicen que es de Jim, y lo oculta porque suena a crío. Otros, que de Jack. Un tanto cortante, ¿no? —a Juan, las bromas sobre el Destripador no le hacían gracia—. Pero sé de buena tinta que oculta un Jacob que da que pensar.

—Yo me inclinaría por dejarlo en Jab —pinchazo, inyección, en inglés.

—¿Tal fue el éxito de la charla entre esa jota y nuestra jota? —Juan apenas movió una ceja. Le importaba poco el rotario. Demasiado elitista.

Como reacción, justificando el rechazo, decide volar. Matar el tedio volando. Solo. No sería la Doña quien se lo impidiese. La mañana había amanecido gris y siguió gris. A la entrada del aeropuerto, casualidades del destino, distingue la figura prominente del obispo Maranta. Tira por el lado opuesto, alargando el paso, y se encuentra con una mano en el hombro. El obispo acompaña a la joven Maria Waningo Gabriel, que aguarda la llegada del avión que trae a su prometido de Inglaterra. Llevaba tres años sin verlo y, sin embargo, disimulaba envidiablemente su nerviosismo. La cortesía pronto da paso al interés; el obispo pregunta por la entrevista en el Rotary Club. Juan niega con la cabeza, ahorrándose las palabras.

Continuó negando, en un gesto maquinal, hasta acondicionar la avioneta y formalizar los papeles para la partida. Voló hasta Tanga, siguiendo la costa hacia el norte, para continuar después sobre la línea férrea, adentrándose en el continente. Las estaciones jalonaban un itinerario llamativo. Mombo, Mazinde, Mkumbara, Mkomazi, Hedaru, Makanya, Same, Lembeni, Kisangiro, Kahe... y Moshi. Con una orografía nada fácil y en las condiciones ambientales imaginables, el tren se abrió paso hasta Moshi durante la dominación alemana. Esta población, de pujante vida agropecuaria, se hallaba —y se halla, porque nadie se ha atrevido a moverla ni a mover el ferrocarril un solo palmo— a quinientos cincuenta y ocho kilómetros de Dar es Salaam. De ahí a Arusha, un suspiro de ochenta y tantos kilómetros más que se tardó en tender la friolera de dieciocho años. Es el tramo inaugurado el 5 de diciembre de 1929 por su excelencia sir Donald Cameron. Un visionario que, en su discurso de apertura, erró todo lo errable sobre el prometedor futuro del ferrocarril en Tanganica.

Juan se entusiasma observando desde el aire algunos de los puentes, verdaderas maravillas de la ingeniería construidas con madera y metal. Por unos instantes, se desembaraza del nublado y comprueba los peligros del curioso cuando se le agrava la miopía. Queriendo ver un detalle de la estructura que se yergue sobre el río Tengeru, de notable longitud, estuvo en un tris de chocar contra uno de los frondosos árboles de la ribera. Su plan consistía en efectuar una breve parada en Arusha, para saludar a Paolo —Mr. Motore— y entrevistarse con el posible vendedor de una plantación de café, prosiguiendo después hacia la orilla más lejana del lago Victoria. A Entebbe, en territorio ugandés. Pero las saetas del reloj se movieron con más celeridad de la esperada y tardó varios días en subirse de nuevo a la avioneta. Para colmo, las gestiones fueron infructuosas, porque la finca a la que había echado el ojo ya había sido vendida.

Se hospedó en el hotel New Arusha. La última madrugada, en una incalificable duermevela, se le mezclaron fantasías de niño y fantasías de mayor, sucesos reales y presagios. Se vio caer con la avioneta en el lago Victoria, siendo salvado por Uhuru. Sólo arrancó de él una sentencia, robada al inefable Quatermain de Las minas del rey Salomón: «No hay almas en esta selva, muy poca justicia y ninguna ética». Despertó con la decisión tomada. Volaría a Nairobi incumpliendo la promesa de no volver a pisar Kenia, para localizar a Uhuru y averiguar qué pasaba por su cabeza aquella noche fatídica en que, a sus ojos, se convirtió en un asesino. Ya la había incumplido varias veces, en los viajes como cartero. Qué importaba una más.

Aterriza en Nairobi el 19 de octubre y la abandona al día siguiente, un lunes escrito con letras de molde en la historia de África. Ha rescatado la identidad de Andrew Cross, el sobrino crápula del orondo John Cross. Algo avejentado, eso sí, para su supuesta edad. Con el cabello en recesión, unas gafas tan prominentes como el obispo Maranta, de montura de carey, y dos dioptrías y pico en cada ventanuco por el que asomar sus pupilas dilatadas. Se aloja en el hotel Stanley, el mismo de su última estancia en la ciudad, el mismo que lo viese delirar de fiebre, víctima de la malaria. Aquella noche, relata, durmió a pierna suelta. Tras un desayuno continental, acude al Railway Golf Club. Pregunta por Boy, su caddie y maestro, y recibe evasivas que no acaba de entender. Finalmente, hablando con uno de los camareros, descubre que ha sido despedido. Asuntos turbios, relacionados con los Mau-Mau. Juan sabe que, sin Boy, sólo hay dos formas de encontrar a Uhuru. Una es toparse con él por la calle, algo harto improbable en el caos de la mayor capital de la colonia. La otra, adentrarse en Banana Hill. Desiste. El aventurero Cross no es, después de todo, el temerario Cross. Pero, antes de tirar la toalla, se le ocurre visitar a Sean Moore, el sabio militar, tan solitario como retirado. Quizá él tuviese una idea feliz para resolver su búsqueda. Le costó ser reconocido por el comandante.

—Con esas gafas, hijo, es difícil —se justificó Moore.

—No se imagina cómo era el oculista que me las ha encasquetado —se justificó Cross.

—El de Arusha, seguro —Juan abrió una boca de buzón.

—Veo que hasta aquí llegó su fama.

—Bueno, no será tan malo cuando ve —el puñetero humor de los ingleses, al que nunca se acostumbraría.

La velada, sin embargo, no fue tan risueña. Las obsesiones del comandante brotaron, como años atrás. Sólo que ahora quedaban confirmadas por unas noticias mucho más alarmantes que las que llegaban a Arusha o Dar. La gestión del gobernador Mitchell había sido nefasta hasta el momento mismo de su partida. Abandonó Nairobi el 30 de junio, dejando el país sin liderazgo durante tres meses.

—Mr. Baring tomó posesión del cargo el pasado día 30. Y lo primero que hizo fue irse de gira. A examinar el estado de la cuestión, como se dice ahora.

—¿Y? —Andy Cross, And, volvía por sus fueros.

—Y debe usted marcharse por donde ha venido. Cuanto antes, mejor. Ya —Moore aceleró su lengua y sus extremidades.

Sabía, de buena tinta, que esa misma tarde Evelyn Baring firmaría el decreto que proclamaba el estado de emergencia en Kenia. Pronto comenzarían los recelos, los interrogatorios sin causa aparente, el miedo, la violencia de uno y otro lado. Cross se había significado al interesarse por un Kubai, un sospechoso de pertenecer a las hordas Mau-Mau. Más valía no arriesgar. Juan obedeció al amigo. De madrugada, sin aguardar a los claros del día, regresó a Arusha. Un abrazo selló una despedida que, a la postre, sería perpetua. Meses después, el comandante moriría en plena calle, en un aciago tiroteo que le dejó una bala de su propio ejército en el corazón.

En el aeropuerto, observó una agitación inusitada. Algo gordo se cocía y no se necesitaban las narices de Cyrano para olérselo. Mantuvo la boca cerrada y, finalmente, logró el permiso de vuelo. Su olfato no lo engañó. Doce aviones Hastings de la RAF aterrizaban uno tras otro, trayendo un batallón procedente del canal de Suez. Poco antes de la medianoche, la policía se multiplicó en una redada en la que se detuvo a un centenar de sospechosos de agitación política. Jomo Kenyatta, a la sazón presidente de la Unión de Africanos, fue arrestado y trasladado a un paradero secreto. La mañana del día 21, los ciudadanos de Nairobi se encontraron con los Fusileros de Lancashire patrullando las calles armados hasta los dientes, en una palpable demostración de fuerza. Fue entonces cuando Baring dio su alocución por la radio, anunciando el estado de emergencia. Nada volvería a ser igual. La mano de Baring en el acto de la firma del decreto era la mano de todos y cada uno de los ingleses, rubricando su testamento colonial. 21-10-52. Más de un supersticioso sumó las cifras y se topó con el once que la cábala considera número del pecado, símbolo de la bíblica manzana, perdición de los moradores del Paraíso.

En Arusha, en Dar, en toda África se hablaba de la situación de Kenia. Los líderes de los movimientos independentistas se aplicaban lo de «cuando las barbas de tu vecino veas pelar...», enmudeciendo. Pronto Jomo Kenyatta se convertiría en un héroe en la sombra. O, recurriendo a un burdo juego de palabras, a la sombra. Héroe, al fin y al cabo, para corrientes de pensamiento y acción muy distintas a las emergentes en Kenia. En Dar es Salaam tenía su sede la Asociación de Africanos de Tanganica —TAA, según las siglas inglesas—, presidida en aquel momento por un joven de veintiocho años, Abdulwahid Sykes. Abdulwahid era hijo de un próspero hombre de negocios, Kleist Sykes, con el que la señora Wyatt había tratado en más de una ocasión. Ni la inoperante TAA ni el aburguesado Sykes podían compararse con la KAU y Kenyatta. En Tanganica, además, no existía un grupo étnico tan significado y reivindicativo como el kikuyu, por lo que resultaba inconcebible, en las postrimerías de 1952, un levantamiento similar al Mau-Mau. Si, como afirmaba Anna Wyatt, Tanganica era la clave para la liberación del oriente africano, habría que armarse de paciencia. La paciencia del doctor Barnabas y su Asociación Africana zanzibarí, emparentada no sólo en el nombre con la de Tanganica.

Juan cambió de planes y no voló a Entebbe. El lago Victoria se perdió la contemplación de aquella avioneta reluciente como el sol, limpia como los chorros del oro. Se dirigió al sur. Hizo escala en Dodoma y prosiguió hacia regiones que no había pisado. En Iringa pudo comprobar que las tierras altas del sur también presumían de bajas temperaturas. Hoy es una capital importante, que abre camino hacia la reserva de caza de Selous, patrimonio de la humanidad para la UNESCO desde 1982. Una reserva —ya lo era a finales del siglo XIX— muy visitada. Juan, sin embargo, llega a una población no mayor que Dodoma, mucho menos próspera que Arusha, que se halla revuelta por los alarmantes sucesos locales. En un área entre el río Rufiji y la reserva se habían avistado leones comedores de hombres. Se contabilizaban treinta y cinco muertes en el último año. Los dos infortunados más recientes —padre e hijo— no habían sido enterrados todavía. No se hablaba de otra cosa. Los leones habían dejado huellas en puntos cercanos a la propia población. Juan sólo tuvo que tomarse un café para comprender la dimensión de un asunto que imaginaba pura leyenda, como los leones del río Tsavo.

—Un buen amigo, George Rushby, me comentó que en Njombe, entre 1932 y 19... cuarenta y tantos, registraron más de mil quinientos casos de ataque de leones —a lo que se ve, hablaba el camarada borrachín del señor Rushby, vaso de ginebra en ristre.

—Ya será menos —el típico parroquiano malicioso y tiralenguas, al otro extremo de la barra, encendía el debate.

—Lo juro —levantó la mano para demostrarlo—. George es guarda de caza y conoce ese distrito. Se cuentan con los dedos de una mano —la suya de cuatro y medio— los que se salvan del ataque de un león —una obviedad que servía para transmitir la relevancia de la cifra.

—¡Qué barbaridad! Dentro de poco no se podrá vivir aquí —el camarero que pulía vasos sacaba sus propias conclusiones.

—¿Y qué harás, irte a Nairobi? ¿Acaso no prefieres los ataques del león a los del gato Mau-Mau? —el parroquiano malicioso tenía su punto de gracia.

—A Arusha. Hay que irse a vivir a Arusha —contestó, al límite de sus capacidades verbales, el amigo del guarda de caza.

—Gracias al cabrón de Philip Mitchell, sir Philip Mitchell —el parroquiano gracioso exhibía sus dotes de actor—, y a ese gobernador nuevo, Arusha estará rodeada de clanes kikuyus en menos que canta un gallo. No les quedará otro remedio que cruzar la frontera.

Un punto de vista que dio que pensar a Juan mientras volaba más al sur, por encima de la carretera que conducía a Njombe. Prefería entretener su mente con leones de paladares refinados que con la idea de una Arusha en conflicto. Pero, sobre todo, prefería no regodearse en su desgana. Le costaba levantarse, programar el itinerario del día. Hasta mirarse en el espejo, le costaba. Se veía viejo y desfondado, cuando hacía apenas seis meses planeaba inundar Nescafé con la producción de sus plantaciones y alfabetizar una legión de niños. Un simple detalle —unas gafas de miope— había abierto la espita y, ahora, el gas se escapaba, haciéndole irrespirable su vida de aventurero sin obligaciones. Aisha recibía una holgada asignación mensual. Triana se valía por sí sola, gracias a la astucia de Jomo. La casa de Stone Town había encontrado unos moradores inmejorables. ¡Endiabladas gafas! Se dio media vuelta antes de rebasar la frontera con Mozambique.

Ver la vida con ojos de miope. Juan emplea esa expresión para resumir su actitud. Cuando el oculista te informa de que tu dioptría, dioptría y media, aconseja usar gafas, te falta tiempo para ponértelas. Recuperas la nitidez. Lo dominas todo, lo examinas todo. Lo aprecias todo sin necesidad de perder unos instantes cada vez que tus ojos se deciden a enfocar. Hasta que te arrepientes. Las gafas te cambian la cara, te quitan espontaneidad, te roban el brillo de la mirada. Te las quitas un día y compruebas que no se está tan mal. A tu alrededor se levanta, a una distancia más corta que larga, una cortina de ducha. Detrás de ella se mueven las siluetas; delante, no se te escapa una. Haces fortaleza de tu debilidad y acabas adquiriendo el carácter del miope metafórico. Te acercas con interés a los asuntos, a las personas que te apetecen. Das un paso atrás cuando no te gusta lo que observas, difuminando la imagen.

Juan, en sus primeros avatares públicos, ocultó su juventud tras unos espejuelos de carey y un bigotito de funcionario que fácilmente le echaban diez años encima. Epataba con aquel aspecto. Llegó el momento, en sus correrías de erudito y estafador, de prescindir de aquellos atributos. Se convirtió en el miope perfecto, alabado por su mirada penetrante, inquisitiva, como si te radiografiara el alma. Hasta un día de octubre del año 1952, en que la mala fortuna y la edad le colocaron encima de la nariz unas gafas idénticas a aquéllas. Ahora le costaba meter en su cabeza la información que recibían sus ojos y rechazar la que lo importunase. Ética y estética se aliaban en su contra. Pero peor, sin duda, resultaba admitir que nunca más rescataría al miope que fue durante años y años. La cortina de ducha había caído de un brusco tirón y no habría manera de restituirla. A menos que quisiera tenderla a un par de palmos de la cara.

Juan aterriza en Dar una tarde nublada, de bochorno. Ha arrumbado a Andrew Cross para ser John Cross en persona. Algo demacrado, eso sí, con un afeitado de menos, unas gafas prominentes, de montura de carey, y dos dioptrías y pico en cada ventanuco por el que asomar unas ojeras enfermizas. Una llamada bastará para que Anna se desplace hasta la habitación 101. El sonido metálico de su alianza avisa, como siempre, de su presencia. Se alegra al verlo y se nota en el abrazo.

—Ha debido venir volando —Juan rompe el molesto silencio de inicio alabando la prontitud de la Wyatt.

—Algunos vuelos duran menos que otros —la Doña pisa fuerte—. Se marchó tan intempestivamente que no me imaginaba... ¿Dónde fue a parar? Más de uno juraría que fue por tabaco.

—Parar, lo que se dice parar, no paré. Fui de aquí para allá —dice el proverbio que la mejor palabra es la que no se pronuncia—. No me diga que llegó a pensar que no regresaría.

—Mi amigo, a estas alturas de la vida, ya no pienso. Lo que tenga que ser... será.

Toda una declaración de principios, poco acorde con la personalidad de la señora Wyatt. Toman un tentempié junto al balcón de la alcoba con la vana esperanza de que los mosquitos traigan la brisa en sus alas. Y, para atenuar el sofoco, lo toman en paños menores. Menores, los de él, porque ella luce las galas de una starlet o de una de las samaritanas de su local, con cara de Eva y una manzana en la boca. El ventilador, mal engrasado, ameniza la velada. Su queja cobra aire de tango en la imaginación de la Doña, avivada por la botella de burdeos. Juan se arranca con la letra más famosa de Alfredo Le Pera: Volver.

—Volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien —canta y gesticula, descangayado. La cabeza le arde; el corazón le protesta—. Sentir, que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que, febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra. Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que...

La Doña, achispada, aplaude a rabiar, interesándose por ese español fluido y de aire porteño. Ella estuvo en España, de niña. Juan... Juan pierde la conciencia de lo que hizo y dijo a partir de ese instante. Algo sobre ver la vida con ojos de miope, París, ética y estética. La fiebre, sospecha en el cuaderno veinte, debió jugarle una mala pasada, confesando la verdad de las verdades.

—El inglés que no es inglés nació en Sevilla y morirá lejos de su tierra.