El eco del reparto de beneficios llegó a oídos de las gentes de Chake-Chake y voló, mecido por los estertores del viento kaskazi, hacia la capital de Unguja. Corrió por el humilde puzle de viviendas de Ng’ambo y por el laberinto suntuoso de Stone Town. Triana era la plantación de las plantaciones, donde los árboles de clavo alcanzaban más altura que en ninguna otra parte, donde nadie se accidentaba, donde los operarios trabajaban con una sonrisa en los labios, un mondadientes en la comisura y la panza repleta. Triana era el edén en la Tierra, una mala lectura del Génesis para los ricos explotadores y sus cómplices coloniales.
Más de uno achina los ojos al pensar en las consecuencias de aquella Triana de la que todo el mundo habla. John Cross, el amigo del árabe, es interrogado en cada calle, en cada esquina. Quieren saber qué hay de cierto en lo que se cuenta y, por encima de conjeturas, debajo de qué piedra se oculta el famoso Jamshid. Miente y, para sacudirse la presión ambiental y la mucha agua que cae en la temporada de lluvias torrenciales —masika—, decide emprender una nueva campaña del servicio de cartería. Fue preparada minuciosamente. Se extendieron las visitas a las poblaciones del sur de la isla, en busca de información sobre los askaris que no habían regresado. Juan se comportó como un verdadero calígrafo, escribiendo cartas dictadas por familiares ansiosos de remitir sus mensajes a los jóvenes destacados en el continente. De paso, aprovechó para prolongar la iniciación de Aisha. Eran cartas sencillas, que hablaban de querencias, de salud, de la débil economía familiar, de la cosecha y el tiempo. Hubo alguna, también, de amor; un amor sin adjetivos, de pequeños gestos, con añoranza de lo cotidiano. E, incluso, invenciones del poeta que nunca fue. Yo, escribe con orgullo, he sido un remedo de las madrinas de guerra.
Las madrinas eran jóvenes que, durante nuestra Guerra Civil, mantenían correspondencia con los soldados que luchaban en el frente. Formaban un espontáneo servicio social, destinado a mantener alta la moral de la tropa. Cuando una se cansaba, enfermaba o moría era reemplazada por otra, que suplantaba a la anterior.
Tras completar la primera de las labores, el Tarishi ejerció de tal. En esta ocasión, sin contratiempos singulares pero con la congoja de verse obligado a transportar las dos comunicaciones luctuosas que recibió de manos de un oficial con cara de niño y voz de rana de una charca galesa. Luigi observó que no olía a la característica y nauseabunda mezcla de pimienta y pomelo que su pituitaria identificaba en el jengibre. Respetuoso con el silencio del apesadumbrado compañero, se mordió la lengua. Hasta que la lengua se liberó de la presión de los dientes.
—Debo de estar solo —Juan lo miró extrañado, sin entender una palabra. No acababa de habituarse a sus salidas de pata de banco—. Huele a colonia de bambino y no al jengibre ese del diablo que usan algunos.
No le faltaba razón. Durante el accidentado aterrizaje de la anterior salida, Juan se había tragado el trozo que masticaba. A la acidez del susto se unió la del jengibre. El castigo del sol en la piel, camino del campamento militar, no fue nada comparado con el fuego que hubo de soportar en la garganta y el esófago. Se le quitó la gana de seguir hostigando su hiato y, como milagrosa consecuencia, se le quitó el mareo. Lo que tardó en marcharse de la boca de su estómago fue la desagradable sensación de que algún día, no lejano, la avioneta se convertiría en un ataúd.
A su regreso, Juan trasladó el kit de falsificador a la casa de la que ahora era propietario. Allí estaría más seguro. Curiosamente, se veía entrar en ella más al inglés John Cross que al propio Jamshid. Esto también desató las especulaciones sobre la amistad entre ambos. Algo que divertía a Juan, pero ponía de los nervios a Periódico. Se había tomado con una seriedad y una disciplina a prueba de bromas su papel de mayordomo. Tanto que empezaba a plantearse el matrimonio —como confesaría años después, el día de su boda— para dotar de la debida asistencia una mansión de tal tamaño.
Las tareas que siguieron al segundo de los viajes del Tarishi se reprodujeron ahora. Las cartas oficiales de pésame fueron sustituidas por otras gratas, escritas a mano, que anunciaban un pronto regreso. Tampoco hubo novedades tras la entrega. Las escenas se sucedieron como un calco de las pasadas. El júbilo de los receptores de las misivas, su intención de repetir, la satisfacción de Juan. Hasta la curiosidad de Aisha por los lugares visitados. El inglés que no era inglés no deseaba plantearse, sin embargo, que su compañía y gobierno pudieran influir en aquella muchacha en franco desarrollo.
Junio se precipitó entre los coletazos de una borrasca furiosa, de las que inundaban la India de su amigo Doble Uve Doble. No había olvidado su charla y, cada vez que se instalaba en el hotel Heritage, sufría la nostalgia de haber perdido a un buen hombre por culpa de su torpeza. No necesitaba un dedo de jengibre para sentir amargura en el paladar y en la boca del estómago. Los siguientes vuelos debían orientarse al interior de Kenia, hacia territorios que había perjurado no volver a pisar. No se encontró con ánimo. Desistió, para centrarse en la nueva cosecha de Triana. Había que comenzar cuanto antes la replantación de árboles jóvenes que sustituyesen a los ya extintos.
La ausencia de John Cross, enfrascado en su labor de cartero, no había sido óbice para que en Stone Town se siguiese hablando de Jamshid. Fueron bastantes los que se atribuyeron la gesta de verlo, siempre con nocturnidad y alevosía. La expectación crecía al ritmo de las descripciones. Unos aseguraban que era bello como un san Luis —bueno, su equivalente del mundo musulmán—. Otros se habrían atrevido a jurar sobre el Corán que sus feos rasgos admitían la comparación con el Quasimodo de Nuestra Señora de París —de haber leído a Victor Hugo—. Tanto se habló que hasta el entorno del sultán llegó a interesarse por aquel árabe de casta que pintaban con un halo de fiereza. Las lenguas viperinas sugirieron que había recalado en Zanzíbar para reclamar lo que legítimamente era suyo y le fue arrebatado en la cuna. Exageraciones de aficionados a Sherezade y sus historias. La administración colonial, siempre atenta a los rumores, no dudó en echar leña al fuego. Cuanta más saliva se gastara en el tal Jamshid, menos quedaría para despotricar de la carestía o el mal gobierno.
El efecto inmediato de la fama ganada fue que los brazos y piernas más fuertes de Ng’ambo, las manos más habilidosas, las familias más pobladas quisieron participar de aquel disparate de confraternidad, educación y buenos emolumentos. En Triana se ganaba más y se vivía mejor. A juzgar por lo escrito en el decimosexto cuaderno, la reacción de las fuerzas vivas se hizo esperar menos que el gordo de la lotería de Navidad del 2004. Jamshid fue reclamado por los responsables de la Asociación de Cultivadores del Clavo, nerviosos por la incierta deriva de sus acciones. Esta asociación —CGA, según las siglas inglesas— se había formado en los años 30 por iniciativa de la administración colonial. Nunca fue regida por los cultivadores, sino por los propietarios, y había ido mutando en una entidad comercial y bancaria que movía a su antojo la riqueza de Pemba. De ahí su preocupación por la actitud de un individuo de pasado incierto, al que parecían importarle poco los márgenes de beneficio.
El 14 de junio se celebra una reunión que Jamshid había ido rehuyendo con habilidad de escapista y excusas más que pintorescas. Lo cierto es que, en eso, tampoco discriminaba. Rehusaba por igual una invitación del sultán regente que una de la oficialidad británica o del líder de cualquiera de las confesiones religiosas. El tiempo es oro, solía decir remedando al residente Glenday, que era inglés de firmes y tópicas convicciones.
—Sea bienvenido nuestro hermano Jamshid bin Said a esta humilde morada —saludaba, ceremonioso y sonriente, el mayor de los hacendados. Un árabe regordete, de gesto bonachón, con fama de avieso y tanto apetito que se comió la a mayúscula del nombre.
Jamshid pudo comprobar en unos instantes cuánta razón tenía Jomo al referirse a las maneras de los terratenientes y, por añadidura, en qué brete se hallaba. Los tres que se sentaban en el suelo, alrededor de aquella mesa repleta de delicias, orondos de cuerpo y de alma, iban a hablarle en una jerigonza soportada por el árabe, un idioma que entendía pero con el que no compraría una libra de pan. Contestó en swahili. Lo instaron, como es natural, a usar su lengua.
—Mi lengua pertenece a la tierra que me da el sustento. El sustento de este pobre envoltorio mortal que ustedes contemplan y del espíritu inmortal, no menos pobre, que se oculta a sus ojos. Soy africano agradecido —se recrea en la perfecta pronunciación omaní de un árabe del que sólo dominaba aquellas pocas palabras, aprendidas como un esforzado papagayo.
No fue una salida improvisada. Siempre detallista, Juan se esmeró en la estratagema. Terminaron dialogando en swahili, gesticulando como árabes pudientes y riendo las gracias de un Jamshid sembrado con el ingenio de la plebe, el más chocante. Dos asuntos constituyeron su máximo interés: los salarios y la alfabetización; dos auténticas bombas de relojería. Jamshid mintió con descaro y hasta aburrirse, distanciándose pronto de la hermosa parrafada del comienzo. Quitó tanto hierro al asunto que lo dejó con anemia. Triana, en su boca, resultaba el divertimento de un rico desengañado, que experimentaba con las gentes de Ng’ambo y de Pemba como lo haría el científico con las ratas de su laboratorio. Dolido por avatares pretéritos, sólo deseaba refutar el mandamiento cristiano que equiparaba las razas.
—¿Quieren que cierre la plantación? Si quieren, la cierro hoy mismo —sus ojos y manos actuaban según el patrón aprendido.
—No, de ningún modo —respondieron al unísono los parapetados tras la mesa, extensa de círculo pero chata como ella sola.
En ajedrez llaman zugzwang a este tipo de situaciones. Muevas lo que muevas, sales trasquilado. Juan, empleando ideas que sus hipócritas adversarios no se atrevían a manifestar, los había arrastrado hasta un callejón sin salida. Habían dado tanta publicidad a la entrevista que un cierre intempestivo sería interpretado como una imposición de la CGA y un perjuicio deliberado para los trabajadores. No quedaba otra que tragar.
—Sentimos que su vida —el regordete sonrió con cara de pena—, honorable Jamshid, haya sido aciaga. Entendemos su afán. Sólo rogamos que nos conceda dos peticiones para la temporada que ahora principia...
—Sea —concedió Jamshid adelantándose.
—... Que no compre más tierra y que no suba los salarios —carraspeó al finalizar.
—Sea —ratificó Jamshid, ya de pie, iniciando la despedida.
Superado el escollo, un Juan más astuto de lo que él mismo hubiese supuesto años atrás se encontró con las manos libres. Todo iba miel sobre hojuelas. Junio, y las replantaciones... Julio, y el ejército de cosechadores más motivado. Los niños competían por demostrar su dominio del alfabeto. Las madres leían en el umbral de sus apartamentos prefabricados. Los padres presumían de familia. Llegó agosto y un fatídico día 11 que el azar o el destino revistieron de una trascendencia incalculable.