Julius no nació Julius. Nació Kambarage, el nombre de un espíritu ancestral de la tribu zanaki que habita en la lluvia. Allá por el mes de marzo de 1922, en Butiama, un pueblecito próximo al lago Victoria, cayeron chuzos de punta. Cómo no preguntarse cuántos chiquillos de Tanganica y Zanzíbar deben su nombre a las nubes y sus regalos.

Su padre, Burito, era uno de los ocho jefes zanakis, un pequeño grupo étnico que no alcanzaba las cincuenta mil almas. Su madre, Mugaya, era la quinta esposa de Burito. Julius pasó la infancia con su madre, cuidando las cabras y trabajando el campo. En aquellos días, había una escuela en Musoma, no lejos de su aldea, donde los hijos de los jefes tribales recibían educación primaria. Pero, entre los suyos, el derecho correspondía al primogénito y Kambarage no pasaba de ser un vástago más. Burito no envió a ninguno hasta que, aconsejado por Mohammed Makongoro, jefe ikizu y amigo personal, se inclinó por su descendiente más despierto: Julius. Tenía doce años. Allí, su compañero Oswald Magomba lo alienta a conocer la religión católica. Pronto destacó. Era un lector empedernido, que asimiló el inglés con facilidad. De Musoma viajó a Tabora, a la escuela secundaria. Sus calificaciones fueron tan sobresalientes que se ganó una plaza en la Universidad de Makerere, en Uganda; un centro creado por la administración británica para gestar la elite cultural del este de África. Antes de ingresar en él, solicitó el bautismo en la misión de Nyegina, cerca de Musoma. Lo recibe del sacerdote Aloysius Junker, siendo su padrino un buen hombre, tan bueno como iletrado, que no pertenecía a la etnia zanaki por la sencilla razón de que ningún zanaki era católico. Kambarage se llamará, a partir del 23 de diciembre de 1942, tras veinte años de lluvias, Julius.

Julius, durante su estancia más allá de un lago Victoria que nunca antes había atravesado, establece el primer contacto con la Asociación Africana de Tanganica —TAA para los amigos—, gana dos veces el concurso literario local y promueve peregrinaciones a los sepulcros de los Mártires de Uganda. Aún le queda tiempo para firmar, con la inspiración de John Stuart Mill, el ensayo La libertad de las mujeres. Cuando regresa, es un hombre hecho y derecho, que ejercerá de maestro —mwalimu— en la Escuela Secundaria Católica de Santa María, en Tabora. El padre Richard Walsh, director del centro, pronto descubre las virtudes de Julius. Escribe a Inglaterra pidiendo una beca para que amplíe su formación. Conseguida, éste la rechaza en dos ocasiones. Teme que la distancia lo aparte de sus raíces. Cede a la tercera, y da con sus huesos en una ciudad que casa mejor con su antiguo nombre pagano que con el cristiano Julius: la lluviosa Edimburgo.

Corre el año 1949 y su tímido mes de octubre. Se instala en el hogar de una familia minera y comprueba que no todos los hombres blancos son iguales. Aquellos recios trabajadores nada tenían que ver con los señoritingos de Tanganica. Su interés por la historia y las doctrinas filosóficas, sus estudios complementarios de economía no le impiden intimar con algunos fabianistas —el fabianismo era un movimiento británico socialista, nacido a finales del siglo XIX, que había contado entre sus filas con el ilustre George Bernard Shaw—. Los fabianistas se oponían al colonialismo en un momento en que el mundo se preguntaba qué país seguiría a la India y Birmania en el logro de su independencia. Con lentitud, como maduran las cosas importantes en la cabeza de los hombres influyentes en el devenir de la especie, concibió el escenario futuro del que sería partícipe: una Tanganica libre.

Julius regresa a Dar es Salaam minutos después de que John Cross fuese saludado por el obispo Maranta y la joven Maria Waningo, perdiéndose la oportunidad de conocer a un blanco en plena crisis existencial. A cambio, recibe el sentimiento sin fisuras de una mujer que le pide que reflexione a conciencia si desea casarse o si, tras la larga separación, su amor ha declinado. Maria, que trabajaba en Msimbazi, un establecimiento católico de la ciudad, unía a sus profundas convicciones religiosas una sensatez que Julius alabaría siempre.

Encuentra trabajo en Pugu, a las afueras de Dar, en el colegio de Saint Francis, regentado por una orden religiosa irlandesa de prestigio. Tanganica poseía entonces tres buenos centros de secundaria. El estatal, en Tabora, el protestante de Saint Andrews y el católico de Saint Francis. Julius era el único natural de Tanganica con un máster en educación. Pronto aflora su yo social, político. Visita a Abdulwahid Sykes en su casa de la calle Stanley, al oeste del barrio de la Misión, con una carta de presentación de Hamza Mwapachu, otro estudiante en el voluntario exilio británico, y la compañía de Kasella Bantu, antiguo colega durante su estancia en Tabora como enseñante. Sykes, dos años más joven que Julius, presidía la discreta TAA. Hubo tan buena sintonía entre ellos que Abdulwahid lo acogió en su casa. Julius, tras completar su jornada de profesor, se encaminaba al mercado de Kariakoo, donde Sykes ejercía de encargado —su despacho se hallaba en la misma esquina en la que Juan tropezaría con una Maria felizmente casada, orgullosa de su marido—. Allí se empapaba de los contenidos del Tanganica Standard, periódico de amplia tirada. Después del cierre, a eso de las cuatro y media, ambos regresaban a sus dominios de la calle Stanley fantaseando sobre el destino de la ciudad y del país entero.

La Asociación Africana tenía su sede en esa New Street que Juan recorría casi a diario ignorando que podía cruzarse con personas llamadas a figurar en los libros. Las decisiones, sin embargo, se tomaban normalmente en los encuentros que se celebraban en la propiedad de Dossa Aziz, cercana al mercado. Se las llamaba Sunday barazas —tertulias de «baraza», recibidor de las visitas, reservadas para el domingo—. El mwalimu de Pugu, apoyado por Sykes, revolucionó esas tertulias con sus planteamientos de altura.

Julius saldría del hogar del amigo Abdulwahid para casarse con Maria el 21 de enero de 1953. Eligen la iglesia de la misión de Nyegina, donde él recibió el bautismo. Su viejo compañero de primaria, Oswald Magomba, y su esposa Bona —Bona y Maria también habían sido uña y carne desde la infancia— ejercen de padrinos del enlace. Tras una breve luna de miel en Butiama, en una casita de adobe construida por Oswald y Julius con sus propias manos, el flamante matrimonio se incorpora a la vida laboral de Dar.

Julius es designado presidente de la Asociación Africana de Tanganica en abril. Para qué esperar, pensaron sus correligionarios, si sólo se le conoce un único borrón en forma de cruz. Los miembros fundadores de la TAA profesaban la religión musulmana y, al principio, veían con recelo que un católico los gobernase. Pero Julius, a pesar de sus títulos y de su mancha doctrinal, demostró ser uno más entre ellos. Alguien con el que congeniaban, que siempre tenía una sonrisa franca, una mano tendida y un pabellón auditivo dispuesto a consolar a cualquiera. No como David Makwaia y otros continentales con estudios, que se volvían sofisticados y complacientes con el poder imperante a las primeras de cambio. Makwaia, de hecho, había sido elegido a dedo para el Consejo Legislativo.

Pronto Julius deja de ser el anónimo Julius, como antes Kambarage, para ganarse todo tipo de sobrenombres. Sobrenombres propios del símbolo y motor de una causa. La mayoría lo llamará simplemente Mwalimu —Maestro—. El gobernador Twining también se deja de grandilocuencias para, desentonando, emplear el calificativo de indeseable. No le hacía la menor gracia la ascensión del culto Julius. Un tipo que había desestimado la escuela estatal de Tabora, aceptando el puesto de Pugu a sabiendas de que cobraría un sueldo menor, no podía ser de fiar. Incapaz de hincarle el diente al maestrillo, el predador Twining creyó oler la sangre del acomodado Abdulwahid Sykes. Había cedido su puesto al recién llegado. Se sentiría herido, desplazado y con ganas de revancha. Era el momento propicio para atraerlo hacia un partido político multirracial, integrado en las instituciones. Una deserción como ésa partiría en dos a la TAA.

No se trataba de una idea novedosa. Ya lo había intentado en 1951. Abdulwahid se había trasladado a Nairobi el año anterior, a reunirse con Jomo Kenyatta. Éste le devolvió la visita en un viaje relámpago a Arusha. Los encuentros sirvieron para establecer lazos entre la Unión Africana de Kenia y la Asociación Africana de Tanganica, y para poner de los nervios a Twining. El miedo británico a que Tanganica siguiera el camino de violencia de la vecina Kenia siempre estaba presente. Entonces, miembros del Consejo Legislativo tantearon a Sykes y a Dossa Aziz, otro de los que se entrevistaron con Kenyatta. La negativa de ambos desencadenó la vieja estratagema del destierro para dispersar voluntades. Los funcionarios que fuesen significados cabecillas de la TAA serían destinados lejos de Dar. Hasta Ally Sykes —hermano de su hermano— se vio afectado, siendo transferido a Korogwe, lejana población del noreste.

Ahora Abdulwahid volvía a esquivar las fauces de Twining y las represalias eran más que previsibles. Con pies de plomo pero sin pausa, la nueva cúpula dirigente de la Asociación se puso en marcha para aunar el sentir de hombres y mujeres de toda Tanganica. La mancha de aceite se extendió desde la provincia costera —Coast Province en la organización oficial del país— hasta las restantes. Western, Northern and Lake —Oeste, Norte y Lago— no tardaron en responder de manera efusiva. En todas ellas había personajes de prestigio llamados a participar activamente en pos de la independencia. Y, aunque Twining logró con sus malas artes corromper a alguno de los elegidos, el proceso resultaría ya imparable. Desde Tabora se distribuyó un comunicado proponiendo la conversión de la renovada TAA en partido político. Eran los tiempos en que Dossa Aziz, con su coche, aparecía por Pugu al finalizar las clases, para recoger a la carrera a Julius ante la atónita mirada de alumnos y profesores.

Cuando Juan se topa con Maria y Julius en una de las esquinas del mercado de Kariakoo, vienen del despacho de Abdulwahid. Todavía ríen las explicaciones, entre teatrales aspavientos, del tentado por la serpiente de Twining. Muerde una manzana con ironía y se sabe importante. Julius logra que todos se sientan el eslabón imprescindible en la cadena de la independencia. Ajeno a las maniobras de la Asociación, en un modesto pero limpio hotel de la ciudad, Juan prosigue la escritura de sus notas. Cuartillas que siembran, como el otoño de su biografía, el suelo de la habitación y el alma del lingüista. Escribe y pasea. De cuando en cuando, sobrevuela la costa, hacia el norte, hasta Tanga, y hacia el sur, alcanzando la desembocadura del río Rufiji —al que Juan llama río amigo, rafiki, alterando el topónimo— y la isla de Mafia. Para que la avioneta se desperece, dice. En realidad, se ha encaprichado de Morfiyeh, que en árabe significa grupo o archipiélago. Porque, como Zanzíbar, Mafia es un archipiélago; un archipiélago compuesto por la propia Mafia, Jibondo, Juani y Chole. Y, como en Zanzíbar, la contemplación de un piloto subido en un pájaro metálico produce una mezcla de estupor y curiosidad. No niega que, en algún momento, se le pasó por la cabeza instalarse allí y comenzar una nueva vida. Otra más.

Estando en el hangar, mientras cubría con lonas la avioneta tras uno de sus vuelos de placer, se le requiere con urgencia. Un médico norteamericano, en nombre del doctor Waters, precisaba de su ayuda. Debía desplazarse sin dilación a Dodoma, a llevar un antídoto para el veneno implacable de un raro tipo de ofidio. En cuestión de minutos se elevaron con rumbo cierto. Aquel americano con aire de vaquero curtido en mil periplos por las vastas praderas robadas al indio era en realidad una eminencia en víboras, culebras y bichos tóxicos en general. Había que mirar con lupa su rostro para localizar las arrugas y manchas que delataban su edad auténtica, cercana a la del propio Juan. Parecía un joven aniñado, entusiasta y afectuoso, que agradeció cien veces la actitud magnánima del aviador gibraltareño. Días más tarde, un extraño paquete cuadrado, de escaso grosor, lo aguardaba al regreso de su habitual caminata por Kariakoo. Hoy pensaría que era la equivocación de un vendedor de Telepizza; entonces, ni siquiera alcanzaba a imaginar que podía tratarse de un disco. Un disco del repertorio del joven trompetista Miles Davis, acompañado por una misiva que hablaba de una ponzoña más letal que muchas mordeduras de serpiente: el jazz. Se agenció un aparato para escuchar aquel sonido procedente de la Nueva York visitada por Tarzán en uno de los grandes éxitos del cine Avalon. Nunca había sido un verdadero aficionado a la música. En su tiempo, acudía a espectáculos de media Europa por intereses espurios que poco debían a la maestría de una orquesta o a la brillante acústica de un teatro. Pero aquella trompeta lo subyugó.

Desde ese instante, el hotel se llenó de otras notas, las musicales. Hubo días que no se levantó de la cama más que para mover el brazo del picú y aliviar la vejiga. La próstata comenzaba a hacer de las suyas. Cien escuchas bastaron para decidir que My old flame era la expresión sonora de su ánimo. Una trompeta que se lamentaba más y mejor que la Butterfly en su famosa aria. Una trompeta que seguía sonando cuando caía rendido por el sueño, plagando de azules y tristezas unas aventuras oníricas que siempre acababan en un acto incendiario.

Probó, para escapar del círculo de vinilo roturado por la aguja ya chata, la vuelta al cine. La diosa Fortuna le jugó una mala pasada. Solo, regado por el ozonopino, estuvo en un tris de echarse a llorar con el desenlace de la película. Aquel Mel Ferrer, el mejor Mel Ferrer que jamás viesen los aficionados de Dar es Salaam, era él. Él era aquel Cyrano solo, enamorado, muriendo a los pies de una prima que se había dejado obnubilar por el oropel del puñetero Christian de Neuvillette, descuidando el valor de un alma a una nariz pegada.

La noche del sábado 10 de julio, Juan hacía la maleta para poner rumbo a Unguja a la mañana siguiente cuando el sonido metálico, familiar, de una alianza golpeando el cero de la puerta lo paralizó. Su primer impulso fue permanecer en silencio, como si no estuviera, hasta que aquella mano desistiese. La percusión de unos tacones en el parqué, menguando con la distancia, marcaría el final de una relación extraña e inolvidable. Una tos inoportuna vino a resolver la situación. Abrió.

—¿Conoce el mercado de Kariakoo? —los muchos meses de separación no la habían cambiado un ápice.

—Como la palma de mi mano —respondió Juan sin alterarse.

—¿Está dispuesto a cumplir su promesa?

—¿Y usted?

Sonó a respuesta descarada, pero de una efectividad encomiable. Un parpadeo bastó para tener a la Doña desnuda. Más desnuda que nunca, porque no llevaba puesto ni su inseparable collar de perlas. Aquella mujer ya no cumpliría los cuarenta, pero su cuerpo, como el mejor perfume de feromonas, exhalaba una voluptuosidad difícilmente superable. Esta vez no sería una cópula de tempo lento o largo, ejecutada con la precisión del misionero experto, sino que Juan impondría su postura y su ritmo. A cuatro patas, asiendo las crines de la yegua y cabalgando con ganas. Andantino, moderato, allegretto, allegro, vivo... vivace, ¡molto vivace! Anna se derrumbó antes de alcanzar el presto, si bien es cierto que presto ya estaba el sevillano. Bueno, a juzgar por sus propias palabras, más explícitas y musicales de lo habitual, estaba prestísimo. Se vengaba así por el desamparo de tantos meses, desmelenando a la altiva Doña entre grititos, espasmos y sudores. Humillada a orgasmos, qué cosas.

La abatida corrió a la ducha, a desprenderse de los fluidos corporales, propios y ajenos. Al salir, fresca y con una sonrisa de oreja a oreja, comenzó su parrafada con una declaración en la que no cabían interrogaciones retóricas.

—Hoy es el día —Juan, atontado por el esfuerzo, pensó que venía a manifestar que por fin había alcanzado la dicha de un placer apasionado, sin intelecto ni disciplina. Tiempo después averiguaría que no había sido, para desgracia de su ego, el primer hombre en poner esa pica en Flandes.

Anna Wyatt se extendió en sus explicaciones. Julius por aquí y Julius por allá. Hasta que llegó al mes en que estaban, julio por más señas. Aquí Juan no se contuvo.

—¿De qué Julius hablamos?

—De Julius Nyerere. Julius.

Como si fuera el único Julius que hubiese en el mundo. Pero la realidad es que en Dar no se hablaba de otro desde el miércoles. Julius y los suyos habían organizado el último de los encuentros de la TAA. Acudieron veinte miembros, representantes de las veinte ramas de la Asociación, comenzando las sesiones de trabajo el martes previo. El primer punto de la agenda consistió en la expulsión del secretario general, Alexander Tobias, que ocupaba el cargo desde junio del año anterior. Tobias había extraviado archivos y cartas importantes, que se creía habían ido a parar al servicio de inteligencia de la colonia a cambio de una cantidad más que jugosa. Hasta la jornada siguiente no se debatió el asunto estrella: la conversión de la Asociación Africana en partido político. La decisión fue unánime. El 7 de julio de 1954 quedaría marcado a fuego en las posaderas de Twining y en la historia del país. El cabalístico día siete del mes siete. Saba saba, en swahili, para recordar el mes de Julius y la fecha de fundación de la Unión Nacional Africana de Tanganica.

—¡Larga vida al TANU que hoy nace! —gritó Bibi Titi Mohammed con una voz curtida en mil batallas nocturnas, de costeña musicalidad.

—¡Saba saba! —entonaron sus correligionarios al unísono, entre risas, materializando el conjuro.

Julius Nyerere fue elegido presidente. John Rupia, vicepresidente. En la foto para la posteridad figuraban diecisiete de aquellos personajes. Estaba Abdulwahid Sykes. Estaba Dossa Aziz. Y Kimalando, Kirilo, Kilanga y Makaranga, los hombres de la ka. También la sin par Bibi Titi, que obtendría el carné número dieciséis. La tomó el renombrado Gomes, retratista originario de Goa. Si faltaban tres de los fundadores en ella, no fue por culpa de Gomes. Ally Sykes, Tewa Said Tewa y Kasella Bantu eran funcionarios estatales y se arriesgaban a un despido sumario.

Habían transcurrido apenas cuatro días, era domingo y Anna Wyatt no paraba de hablar mientras se encaminaban al mercado de abastos de Kariakoo. Domingo, un día perfecto para pasar desapercibidos. Tampoco sus interlocutores deseaban que llamasen la atención. En el despacho de Abdulwahid Sykes había tres personas. Nyerere, el propio Sykes y la introductora de aquella peculiar pareja de blancos, Bibi Titi.

—¡Hombre, Julius! —exclamó Juan, con una espontaneidad inusitada, al percatarse de que el Julius que llenaba la boca de Anna Wyatt y que le estrechaba la mano ahora era ni más ni menos que el marido de la felizmente casada Maria.

—¿Nos conocemos? —Nyerere parecía divertido.

—Nos presentó su esposa.

Tras el saludo, Juan guardó silencio. Habló la Doña, poniendo sus deseos y sus muchos recursos al servicio de la causa. Habló de Kenia, Mozambique, Uganda y Zanzíbar. Habló de mecha y habló de pólvora. Ella misma fue consciente de que su parlamento no estaba calando en el flamante presidente del TANU. Para empezar, echaba un tufo a venganza. Venganza contra todo un imperio. Además, su dinero no era dinero completamente limpio, sino fruto de negocios dudosos, que bordeaban la ilegalidad. Por si esto fuera poco, Nyerere se caracterizaba por sus firmes convicciones religiosas y repudiaba el comercio carnal. Sabía que la Manzana de Eva ocultaba —poco, la verdad sea dicha— una casa de lenocinio y sabía lo que muchos en la ciudad ignoraban. Que Anna Wyatt era su dueña y, con frecuencia, su regente. Después de un par de intentos y de los correspondientes descalabros, se vio obligada a desistir. Su adiós, desde la puerta, sonó a largo adiós. Julius contestó con cortesía pero sin énfasis, pendiente de los movimientos del mudo de la pareja. Antes de que tirase del pomo, cerrando tan aciaga entrevista, se dirigió a él.

—¿Tiene usted algo que aportar? —se refería a la conversación, obviamente. Juan, sorprendido, compuso una mueca de mimo.

—Una avioneta, unas cuantas canas ganadas en tierras de Zanzíbar y Tanganica, y... —se bloqueó. Dijo lo primero que se le vino a la mente— un tablero de bao mejor que ese que hay ahí —estaba en una repisa, lleno de polvo y con huellas de haber sido maltratado. Abdulwahid Sykes no debía ser un gran jugador.

—Lo esperamos mañana, a eso de las cinco, en casa de Ab. En la calle Stanley —contestó Nyerere.

Juan salió del mercado pensando en su forma de tiburón y en si Julius era un escualo comparable a Twining o, simplemente, un escuálido. Su metro setenta escaso y su complexión nada atlética favorecían la duda. No sería el único en acudir al encuentro del Mwalimu ignorando a qué atenerse. Veinte años después, Cuba y Tanzania se hermanarían gracias a la visita del africano menudo. Fidel Castro movilizó La Habana para que el recibimiento fuese multitudinario. Los isleños, ingeniosos siempre, sacaron una coplilla del evento: «Nyerere, Nyerere, aquí venimos a recibirte aunque no sabemos quién eres».