Nada más. Lo de menos es el tamtam de la cabeza, el traumatismo, la herida. Juan emplea la expresión «me siento morir». Puedo asegurar que no recoge ni la mitad de lo mal que se pasa. No, no te sientes morir mientras te desplomas. Te sientes morir cuando despiertas y compruebas que esa persona por la que entregarías tu vida no está. Un bote de lejía haría menos estragos en tu garganta y tu esófago que la angustia de ese momento. Una broca para berbiquí provocaría menos daño en tu sien. Una patada en los testículos te corta menos la respiración. El efecto de todas esas percepciones, mezcladas en la coctelera de tu ansia, se materializa en la arcada. Acabas vomitando tu impotencia, tu rabia, tu pánico, tu culpa.
Juan estaba, aparentemente, por encima de esas debilidades. ¿Por qué o quién iba a entregar la vida? Tampoco muestra un ápice de rencor hacia sus captores. Describe el secuestro con frialdad y detalle. Como si no lo hubiera padecido en carne propia. Como si se tratara del trabajo, minucioso y desapasionado, de un biógrafo con irrefutables fuentes. Los pensamientos, buenos y malos, los cambios de ánimo, la resignación del principio, el esfuerzo posterior por la supervivencia física y mental. Define este periodo de inanición como el más largo y agitado de sus muchos viajes. El más largo. Y todo sin salir de una cueva.
Cuando despertó, apenas podía girar la cabeza y notaba una terrible presión en la nuca, consecuencia del golpe que le habían propinado. No veía absolutamente nada, aunque, por una vez, no se debía a sus limitaciones de miope. Pronto comprobó que yacía sobre un suelo húmedo y que uno de sus tobillos se hallaba sujeto por una cadena que se clavaba en la roca. Aguzó el oído. Se escuchaba el sonido débil de una corriente de agua. Trató de levantarse, pero se golpeó con un saliente del techo. Era una estalactita o algo similar. No había que ser un lince para comprender que lo habían llevado a una cueva. En voz baja, por precaución, llamó a Tegh. Repitió con Niese. No obtuvo más respuesta que un tímido eco. Estaba solo, atado, con una herida en la base del cráneo y seguro de que los Mau-Mau vendrían a matarlo. Cinco minutos bastaron para reflexionar y tranquilizarse. Dadas las circunstancias, únicamente podía aspirar a una muerte rápida y no demasiado dolorosa. Sabía que los rebeldes del sur de Kenia tenían fama de sádicos, capaces de las peores torturas como preludio al desenlace. Temía más el sufrimiento que la muerte.
Las primeras horas pasaron despacio, sin novedad. Le costaba encontrar una postura en la que no se le quejara la cabeza. Perdió la noción del tiempo. De nada servía disponer de un reloj de bolsillo si la oscuridad le impedía observar las manecillas. Un frío intenso, que asoció a los estertores de la madrugada, desató su deseo de saber la hora. A falta del sentido de la vista, imposibilitado del gusto, habría que emplear los restantes. Se acercó la esfera al oído. Funcionaba. Había que arriesgar. No fue fácil, pero logró separar el cristal del reloj sin desgraciarlo. Como un ciego aficionado, palpó hasta localizar la posición de ambas saetas. Eran las cinco menos diez.
En los tres días siguientes, su actividad se redujo a evadirse del hambre y la sed jugando al bao a ciegas, cambiar de apoyo cuando el costado o las nalgas se le dormían, caminar con lentitud los pocos metros de la cadena, escuchar el tic y esperar el tac de aquel reloj de maquinaria suiza. En algún momento, tuvo la tentación de pedir comida. Prefirió callarse. Si sus captores no habían aparecido, sólo podía deberse a dos causas: o no estaban, o estaban y no querían que él lo supiera. En el primer caso, su grito sería estéril; en el segundo, contraproducente.
Cuando ya pensaba que, con refinada crueldad, habían elegido matarlo de hambre, escuchó pisadas y percibió la luz rojiza de una antorcha. Habían pasado, según sus cuentas, siete días. Y, a decir verdad, le dolía más la nuca que el estómago. A pesar de los lagrimones que su esfuerzo por fijar la vista, tras una semana de ceguera, generó, pudo apreciar la presencia de dos hombres con pantalón corto y el torso desnudo. Uno portaba la antorcha y un machete; el otro traía un plato de aluminio y unos plátanos. En ningún momento se dirigieron a él. Dejaron el plato y la fruta a una distancia prudencial, ignoraron sus quejas y se marcharon, sumiéndolo de nuevo en la negrura. Juan esperaba sopa y se encontró con agua corriente, bastante fría. Apenas se enjuagó la boca y se mojó los labios. Quería dosificarla. Pensó en comerse la mitad de uno de los cuatro plátanos, pero el primer mordisco lo animó a continuar. Le supo a gloria. El mejor que había comido nunca, con el sabor característico, no demasiado dulce, de los de Tengeru cuando alcanzan el punto justo de maduración. Fue entonces cuando le vino a la mente la idea de que, en realidad, se hallaba en el otro lado de la frontera, en Tanganica, en alguna de las cuevas próximas al monte Kilimanjaro. Territorio Mau-Mau, mal que le pesase al gobernador Twining.
Aquellos hombres repitieron la maniobra con regularidad, cada tres días, en trece ocasiones. Juan fue acomodándose a su situación. Caminando agachado hacia el interior de la cueva, localizó un rincón para orinar y defecar. Así comprobó que la cadena era más larga de lo que creía y que el ruido del agua no cesaba, intensificándose al avanzar. Palpó las paredes y el suelo en busca del líquido, sin éxito. El tictac de su reloj y el sonido de aquella fuente discreta lo acompañaron como jamás se hubiera atrevido a imaginar. Cogió tanta práctica en el control del tiempo que llegaba a adivinar la hora con una precisión encomiable. Hablaba solo, con frecuencia. Filosofaba, ingeniaba aforismos, recitaba versos. También se cargó de razones y de las típicas promesas que se hacen en los momentos de crisis.
—Si salgo de ésta, no volveré a pisar el suelo de Kenia. Más me valía haber cumplido la primera vez que lo dije... Si salgo de ésta, seguiré los pasos de Magallanes y daré la vuelta al mundo. Así me quito de en medio... Si salgo, dedicaré mi dinero a ayudar a estas gentes a echar al inglés. Con la única condición de que yo sea de la partida.
Tras un mes y medio de encierro, la visita fue distinta. A los dos samaritanos habituales, se unió un tercero que no era mudo. Por su forma de comportarse, el secuestrado dedujo que lideraba aquella célula Mau-Mau. Cuando lo saludó, en inglés de Nairobi, para preguntarle cómo se encontraba, no tuvo la menor duda. Respondió lacónicamente, en swahili.
—Bien.
—¿Cómodo? —la peor de las ironías posibles, dado el caso.
—He pernoctado en hoteles peores.
El buen humor ante la adversidad es valorado en las culturas africanas. También en la kikuyu. Aquella breve charla tuvo continuidad en los días siguientes. El sujeto se presentó como miembro del ejército de liberación, con el cargo de mariscal de campo. Juan eludió bromear con su propia liberación y con los pretenciosos cargos militares de aquella marabunta, tan feroz e indiscriminada como un ejército de hormigas migratorias.
—Me llamo John Cross. ¿Y su nombre es...? —aprovechó Juan para saludar formalmente.
—Mariscal —así eran las cosas. Mariscal. Y De Campo sería el apellido, claro—. ¿Cómo le va hoy?
—Ya parece que vamos un poquito peor —sacándole punta al lápiz de la desgracia.
Pronto descubrió que aquel hombre de inteligencia natural y maneras altivas no lo visitaba por caridad cristiana. Tenía un propósito, que tardó en manifestar. En sus circunloquios, picotearon en la flora y la fauna, en la navegación, el golf y el fútbol.
—Yo también trabajé en un club de golf —dijo para justificar su conocimiento de este deporte. Y Juan interpretó aquel «también» a la perfección, relacionándolo con Boy, Uhuru y los Kubai.
El Mariscal se percató de que había pronunciado una palabra de más. Las cartas quedaron sobre la mesa. Bueno, sobre el suelo frío de la cueva. El Mariscal sabía a quién había capturado y, a cambio, John Cross sabía que su destino era un canje o, así lo presumía, la exhibición pública de su cadáver para escarmiento de otros europeos. Pero no era el golf, precisamente, el objetivo del Mariscal. Se trataba de un juego, pero no el del palo y la pelotita con viruela. Al ser retado, Juan pensó en el bao. El bao lo había ayudado en tantas ocasiones que dio por hecho que ésta sería una más. Se equivocaba. El Mariscal, según sus propias palabras, hablaba de un juego elevado, que se practicaba en los salones de los estirados clubes ingleses y en la Unión Soviética de sus mitos socialistas. El ajedrez. Juan comprendió que debía aprovechar la circunstancia.
—Jugaré. Con dos condiciones.
—Usted dirá —por su cara, el Mariscal esperaba alguna inconveniencia.
—La primera: el tablero lo pone el anfitrión —la carcajada del contrincante se oyó fuera de la cueva—. Veo que está de acuerdo. La segunda: en cada partida apostaremos algo.
—¿Y qué puede apostar usted? ¿La vida? —no bromeaba.
—Descartemos la cabeza, el corazón y alguna otra víscera. Dejémoslo en algo que, al ser retirado, no provoque mi muerte.
—¿Como el miembro viril? A su edad, tampoco es que sea una pérdida muy... —ahora sí bromeaba.
—O una uña —Juan ignoró la pulla para responder con elocuente prontitud.
Quién le iba a decir que las cosas cambiarían tanto en los kilómetros que alejaban el lago Amboseli de su actual cautiverio. De espectador de los alocados jaques de Thompson y Walsh, con sus huestes de vidrio, a defensor de su integridad con unas piezas de madera mutiladas por el mal uso. El rival, lastrado por la bisoñez, aplicaba la estrategia de su lucha. Se manejaba con voluntarios en guerrilla, olvidando que disponía de todo un ejército.
—En lugar de regar su árbol de decisiones —Juan, pedagógico, aludía al famoso árbol—, se dedica usted a podar sus ramas.
—Mi árbol es un baobab y no necesita que nadie lo riegue —respondía el Mariscal en el fragor del combate.
Las partidas y los triunfos se sucedieron. Y, con ellos, las peticiones del secuestrado. Comenzó por el candil que traía el Mariscal. La victoria sabía especialmente bien cuando servía para cubrir necesidades perentorias. Abastecimiento cada dos días, de comida y aceite para la lámpara. Con luz, las cosas se ven de otra manera. Una manta. Vivir con frío es peor que vivir con miedo, escribe Juan, porque cuesta más superarlo. Una muda. Una palangana semanal de agua, para el aseo. Patata cocida, como complemento a la fruta. Equilibraría, mínimamente, la dieta. Un coco, de cuando en cuando. Papel, pluma y tinta. Y, ya puestos, con la confianza que da el roce que nunca será cariño, un tocadiscos, unos vinilos de jazz y un soplete.
No hubo soplete ni tocadiscos, pero logró el interés del Mariscal por la música de raíces africanas que se hacía en América. Fueron muchas las conversaciones mantenidas por aquellos dos hombres, tan dispares, en los meses que duró el secuestro. Cuando el Mariscal desaparecía durante una o dos semanas, Juan aprovechaba para retomar la antigua costumbre de rellenar cuartillas con notas para su diario. Esta vez, a diferencia de las muchas horas pasadas en su habitación del hotel de Dar, la trompeta de Davis no lo acompañaría. Cuánto la echó de menos. El simple recuerdo de alguna de las tonadas sonando en su oído —Donna, por ejemplo—, lo ayudaba a acortar aquellas jornadas interminables. El tiempo, ya se sabe, es elástico como él solo, y hubo momentos de desesperación en los que estuvo en un tris de intentar liberarse a mordiscos de la cadena que lo ataba a la roca.
No dudó en transcribir algunas de las perlas que soltaba el refinado Mariscal. Como cuando le habló de la insistencia, sin desmayo, en la lucha.
—Los blancos ignoran que somos infalibles. Tan infalibles como la danza de la lluvia de los locos masáis. ¿Y sabe cuál es el misterio de tan poderosa magia? Que no paran de danzar hasta que llueve.
El Mariscal justificaba la violencia. No lo hacía por ciega venganza, ni mucho menos. Para él, era la culminación de una estrategia basada en sólidos principios tácticos. Para expulsar a quien no quiere irse sólo vale una equilibrada combinación de hambre, sed, enfermedad y terror. Los cuatro jinetes del apocalipsis kikuyu, escribe Juan.
—Quemamos sus cosechas, envenenamos su agua, les ofrecimos a nuestras mujeres malsanas para que los contagiasen. Y no se fueron. ¿Qué nos queda?
—Marcarse la piel, blandir un machete, poner gesto de fiereza y no compadecerse de nadie, para no mostrar signos de humana debilidad —contestó el inglés que no era inglés.
—No todos los miembros de la nación kikuyu disfrutamos matando cachorros de hiena —hienas británicas—. Pero hace tiempo que descubrimos que la hiena recién nacida, tan hermosa como el pequeño leopardo, no será cabra cuando crezca. Será hiena entre otras hienas. Y su manada no conocerá la piedad.
Juan, desde aquel día, se zafó de la incertidumbre que provoca la esperanza. Corría el mes de julio. Imaginaba que las lluvias habrían cesado y que el sol inundaría los mismos campos y caminos que antes había hostigado el agua. No había sol, sin embargo, que penetrase hasta los confines de aquella cueva y de su corazón. Incrementó el ritmo de escritura, centrándose en las regiones de Kenia y Tanganica que conocía. Así se gestaron los cuadernos sobre zoología y botánica que también forman parte de su legado. Los alternó con apuntes, tomados a vuela pluma, sobre la lengua gikuyu y la lengua swahili.
Pasó más de un mes sin retos ajedrecísticos. El regreso del Mariscal no supuso ningún cambio. Sólo quedaba una pregunta en el aire: ¿cuánto tiempo más aguantaría nuestro hombre aquel encierro? No debe ser fácil conservar la cordura en una situación así, tan prolongada. Se fueron acabando las peticiones y las aperturas. Se acabaron los chascarrillos, las confidencias de poca monta, las opiniones sobre lo humano y lo divino, los enroques. Urdió un plan que no pudo poner en práctica hasta primeros de diciembre. Tras una apurada victoria, después de haber sacrificado dos peones en un desastroso juego medio, sorprendió al rival.
—La próxima partida quiero jugarla sin esta cadena —tiró de ella con energía—. Me he ganado ese derecho.
—Si me promete que no me obligará a matarlo mientras jugamos —el Mariscal ataba, esta vez, la palabra del adversario.
La estrategia de Juan era simple. A falta de recursos para un suicidio honroso, provocaría su muerte. ¿Cómo? Perdería, mostrándole a su captor que el divertimento y las lecciones de ajedrez concluían justamente en aquel instante. No habría más jaques, saliese el sol por los dominios de la diosa Eng’ai o por Antequera. Si eso no bastara, emplearía sus escasas fuerzas. Cumpliría su promesa, eso sí. Aguardaría a volcar el rey para abalanzarse sobre el adversario, gritar como un poseso y rezar para que el golpe que de seguro recibiría fuese el de gracia.
Era su cita. La cita que no pudo consumar con su amada Ana. La cita postrera, la más hermosa. Dice un proverbio swahili que el ojo que ha visto montañas no se deja amilanar por valles. Juan había visto y había trepado hasta la cumbre de las montañas más altas de Europa y África. Había cubierto sus sienes con la plata de los majestuosos picos de nieves perpetuas. Había gozado de placeres inimaginables para el masái que, devoto, pide a su diosa tras coronar en peregrinación la montaña sagrada.
Era su cita. Su hora.