La Segunda Guerra Mundial, en boca de Okello, comienza el día que Juan Ángel Santacruz embarca en Marsella. Había desandado sus pasos desde Portbou, cargado con su maletín de viajante y la cartera de Walter Benjamin. Firmemente decidido a cumplir la voluntad del moribundo, no las tenía todas consigo. Temía ser pillado in fraganti, justo en el momento de poner el pie en la cubierta de cualquier navío. Su examen del puerto y las tabernas próximas dio fruto. Encontró un capitán de mercante dispuesto a dejarse sobornar, mimetizándolo con la tripulación. Lo suyo, al fin y al cabo, carecía de riesgo para la marinería, pues su documentación —falsa— estaba en regla. Más tarde comprobaría que no había sido el único en embarcar en aquella antigualla, bautizada pomposamente Neptuno. Cualquier punto de la costa africana, controlado por los ingleses, bastaría como destino. No fue, sin embargo, una travesía tranquila. Las aguas del Mediterráneo se hallaban agitadas en los estertores de septiembre. En especial, cuando se vieron abocados a atracar en Mesina. Hubo momentos de tensión que, gracias a la pericia del capitán, se disiparon en pleno estrecho.
La llegada a Alejandría fue saludada con júbilo. La ciudad mítica fundada por Alejandro Magno, la emplazada en el delta del no menos mítico Nilo, la de la Biblioteca, la que pudo y no quiso escandalizarse con los pavoneos de Cleopatra y Marco Antonio, era el cuartel general de la Marina Real británica. Una ciudad cosmopolita en el mejor sentido, tolerante con los orígenes y religión de sus moradores, más hermosa y más limpia que ninguna otra del norte de África. Se instala sin dificultad. Gracias a uno de sus pasaportes, pasa por gibraltareño, angloparlante de un dialecto en el que predominan las eses andaluzas.
Los primeros días se siente como un verdadero turista a la caza de una foto de su estupenda Leica. Se compra ropa fresca, visita las ruinas de lo que fuera el granero de Roma, toma té a la menta en las terrazas de los cafés más transitados. Se da garbeos por la Corniche, el largo paseo marítimo, como lo hiciese por la calle Betis de su Sevilla natal. Alejandría vive de espaldas a la guerra. O, mejor, se adapta a ella como un guante a la redondeada mano de Churchill. Si allá en el Mare Nostrum hay lucha y tempestad, aquí, en estas calles plagadas de soldados que van y vienen, será la fiesta. Contingentes de polacos y de griegos, guerreros en busca de reposo, se unen a la algarabía. Proliferan los clubes para oficiales y tropa, los bailes de caridad, los burdeles exóticamente decorados. Juan no se deja arrastrar por la ola. Piensa más bien en montar un negocio con las piezas arqueológicas, robadas vete tú a saber dónde, que salían de debajo de las chilabas para ofrecerse a buen precio, regateo incluido. Conocida es la afición de los ingleses por la rapiña cuando de arte foráneo se trata.
Este calculado modo de subsistencia acaba antes de empezar. El día que, al cruzar la plaza de Mohammed Ali, cree escuchar su nombre de pila. Se da la vuelta, con miedo. No reconoce a nadie. Si acaso, una sombra alta y delgada que se pierde tras un camión. Pero aquel miedo se le mete en el cuerpo y ya no lo abandona. El miedo que no sintió en el Madrid sitiado, el miedo que no melló su caparazón de armadillo jugándosela con los nazis, arraiga en sus entrañas. Se encierra en la habitación del hotel. Apenas sale un rato cada dos días, a comer algo y hacerse con una botella de whisky. Él, que jamás había bebido ese brebaje de escoceses. Se desquicia. En las crisis etílicas, tiene alucinaciones que transcribe en el décimo cuaderno con todo lujo de detalles. ¡Bendita memoria la del erudito beodo! Recuerda, entre humos de cigarros o vahos turíferos, la discusión con un tipo peludo, negral, de aspecto de matón, al que no duda en identificar como la sombra que —a menudo, dice él— vigilaba su espalda. Éste censura el continuo artificio en que ha convertido no sólo su profesión, sino también su vida. En su voz, tonante, el español adquiría acentos de mil procedencias. Al despedirse, le alargó una tarjeta sin nombre, con un anagrama en bajorrelieve y una referencia telefónica de París. La debió tirar por el retrete aquella misma noche, en el fragor de la melopea. Quedaba claro a su entendimiento que los misterios, como los niños, venían de la capital francesa. Triste cual Tenorio que se topa con su espectro moral, a la mañana siguiente se llenó la boca de propósitos de enmienda. Aguantó hasta el ocaso, entregándose de nuevo al olvido y la botella con la eficacia de un Robert Roy MacGregor. La escena se repitió, invirtiendo los papeles. Ahora era él quien increpaba, acusando a la sombra de andar tras sus pasos desde que era niño.
—Te has instalado en mi vida como un parásito. Tú eres la sombra que, en mis correrías por estaciones, puertos y aeropuertos, doblaba las esquinas y se perdía tras una columna, familiar incluso al malhadado Benjamin. Sé que estabas allí, en aquel cuartucho. Mientras me hablaba, algo que me heló la sangre movió la cortina, difumándose tras ella. Eras tú, no lo niegues. ¿Lo has notado, verdad?, masculló el pobre Walter, asfixiándose.
Juan reta a aquella sombra sin atreverse a plantarle la mayúscula. ¿Qué demonios quiere? Insiste hasta quedarse dormido. Despierta con una toalla húmeda en la frente y un olor a café que tira de espaldas. A los pies de su cama contempla una nueva visión. La antítesis de la anterior, de igual altura, pero envuelta en un halo; el halo que genera la luz del mediodía entrando por la ventana. Este otro ser tiene nombre: Jasper Maskelyne.
¿Quién es Jasper Maskelyne? Si, tras hojear la primera noche los cuadernos de Juan, hubiese tenido que tachar de pura invención uno de los personajes que desfilan por ellos, no habría sido el increíble Sitwell. Ni siquiera la maldita sombra de sus paranoicas invectivas. Hubiese sido ese Jasper Maskelyne con aureola. Maskelyne era un inglés con pinta de actor inglés que triunfa en Hollywood. Cabello negro, engominado hasta la raíz, ojos verdosos, bigote recortado con relojera paciencia, hoyuelo en la barbilla. Uno noventa y tantos de estatura y andares de pavo real. Montaba sus números en los teatros londinenses. No era actor, sin embargo. Era mago. Un gran mago, experto en trucos de luces y espejos. El mago que, años atrás, de gira por Escocia, había regalado a Juan su maletín de doble fondo.
La casualidad jugó, una vez más, a favor del sevillano. La noche de su última borrachera no había sido tan pacífica. Antes de dormirse —o después, según se mire—, loco y furioso, salió al pasillo medio desnudo, gritándole a su adorada sombra. En lugar de toparse con el puño de un vigilante de hotel enojado o de un policía avisado a la carrera, se encontró con la comprensión y el abrazo del británico. Se alojaba en su misma planta. Maskelyne ayudó a Santacruz —se llamaban uno al otro por el apellido— a superar su lamentable estado, desintoxicándolo mediante un remedio único: la conversación. Escuchó impensables aventuras de un Juan que se calló las más destacadas, animando el diálogo con agudas ocurrencias. A cambio, traicionado por el ego de los príncipes del espectáculo, le contó su misión secreta. Había venido a Alejandría de incógnito, a estudiar la ciudad y el desierto que la separaba por tierra de Tobruk. El general Wavell acababa de lanzar su ofensiva contra las fuerzas italianas y éstas se habían replegado.
—El factor sorpresa... —Maskelyne calló un instante, midiendo sus palabras— no durará. Pronto tendremos al ejército alemán reemplazando a los pomposos figurantes del Duce. Y los alemanes se comerán, si hace falta, la arena a puñados.
—¿Tan importante es ese pedazo de suelo seco? —preguntó el más ignorante de los moradores del norte de África.
—Mi amigo, el dicho es una verdad del tamaño del palacio de Buckingham: quien domina Alejandría, domina el Mediterráneo.
Maskelyne se había alistado en septiembre. El 14 de octubre se incorporó al Centro de Desarrollo y Camuflaje de Trenes de la Compañía Real de Ingenieros. A Juan le pareció el típico título ostentoso, inventado, pero he podido comprobar que no sólo existió, sino que de él salieron estrategias de guerra propias de un libro de H. G. Wells o del cantar de Homero. Maskelyne había sido enviado, por unos días, a reconocer la región. Volvería a Inglaterra con unas cuantas propuestas de combate, basadas en tretas muy practicadas en los escenarios. No lo hace, sin embargo, hasta dejar a Juan aseado, lúcido, con unos cuantos trucos de magia en el bolsillo, sobre la cubierta de un barco con destino al mar Rojo. Por raro que resulte, cumpliría sus propósitos y se ganaría la gloria que el Ejército reserva a los héroes cuasi anónimos. El Alamein viene en los libros; Montgomery derrota a Rommel a cien kilómetros al oeste de Alejandría. ¿Y el plan Bertram?
El plan Bertram era un gigantesco truco. Las guerras, desde Troya, están llenas de ellos. Como el de Queipo de Llano un 18 de julio, desplazando insistentemente por Sevilla unos cuantos camiones para dar la impresión de que un ejército en toda regla controlaba la ciudad. El de Maskelyne fue más sutil y complejo. En esencia, se trataba de hacer creer que una fuerza débil, inofensiva, se reunía en el sector norte del campo de batalla para llamar la atención. Los astutos alemanes se percatarían de la maniobra, concentrando su interés en los prolijos movimientos que, con teatral sigilo y esporádicos deslices, se desarrollaban en el sur. No se escatimaron recursos para que así fuera. Escudos de sol, construcciones de tela y contrachapado, camuflajes que no camuflaban, tropas de mentira en trincheras auténticas, tanques y armamento pesado de cartón sirvieron para distraer a los servicios de inteligencia del Eje. Mientras tanto, y con una disciplina digna de la mejor tradición inglesa, en el flanco más próximo a la costa, aparentemente de pega, se preparaba la verdadera ofensiva. La operación se completó con otro engaño, marítimo. Lo demás ya es historia. Historia del año 1942. Nada que llegase a conocimiento de Juan hasta mucho después.
Mientras Maskelyne volaba hacia Londres con la cabeza llena de pájaros que, en pleno combate, se convertirían en genuinos Spitfire, su amigo Santacruz saltaba de puerto en puerto, temeroso de su propia sombra. Y no pretendo hacer un chiste. Siempre hacia al sur: Mogadiscio, Mombasa y Zanzíbar, la ruta de los hermosos topónimos, la que fuera seguida, con seis siglos de antelación, por el más reputado y persistente de los viajeros árabes, Muhammad ibn Battuta. Tan persistente y viajero que se tiró la friolera de veinticuatro años de la Ceca a la Meca. Ninguno de los dos se detuvo más de una semana en Mogadiscio. Ignoro el porqué de la prisa de Ibn Battuta, pero es fácil adivinar la de Juan. Los italianos controlaban la ciudad desde que se la vendiera, en 1905, el sultán de Zanzíbar. Hasta 1941 no sería tomada por los ingleses. Juan entró y salió gracias a su arsenal de salvoconductos. En Mombasa se respiraba otro aire, más parecido al de Alejandría. Había sido la capital de la Colonia Británica de Kenia. Su primera intención fue permanecer en esta curiosa urbe, a caballo entre el continente y la isla originaria, antaño —hace siglos— llamada «de la guerra». Serviría para intentar un primer contacto con judíos ingleses y, a partir de ahí, desarrollar su plan. El aire de Mombasa, parecido al de Alejandría en lo metafórico, no lo era tanto en lo puramente físico. Un calor bochornoso y el polvo en suspensión, que amenazaba con reproducir su asma, lo obligaron a poner rumbo a Zanzíbar.
Ferdinand Okello, por el contrario, me aseguró que no volvería a pisar aquel archipiélago. Fue el 29 de marzo, sábado, en su casa de las afueras de Oxford. Había volado desde Ceilán, donde negociaba un importante flete. Reposaba junto a su hijo Robert, periodista experto en la política de la Commonwealth, íntimo de un reportero de Reuter con el que, de cuando en cuando, desayunaba el intrépido Pedrito.
Ferdinand Okello era, en efecto, un caballero africano. Alto, señorial, la edad le había encanecido el cabello y le había añadido unos kilos que le otorgaban porte de estadista. Me estrechó la mano con fuerza —manos frías, corazón caliente, que diría mi abuela— y me puso a prueba con dos rápidas observaciones que yo repliqué con cortesía pero sin amilanarme. Ceremonioso, rogó que lo siguiese hasta el despacho, haciéndole una seña al hijo para que nos dejara solos. El rápido recorrido me permitió apreciar que aquella magnífica mansión era una amalgama de las más diversas culturas. Tomé asiento en un sillón, uno de cuero beis, raído pero extremadamente cómodo. Me ofreció una taza de té. El carillón marcaba las cinco y cinco y no quise contravenir una ley no escrita. Desde ese momento habló en mi idioma, mostrando que no había perdido su devoción por el maestro español. Confieso que no pude evitar oír a la tía Luisa repitiendo aquellas palabras, tan antiguas, casi al pie de la letra.
«Yo heredé las pertenencias de nuestro Tarishi. El Mensajero. Así lo apodaron, luego entenderá el porqué. Desde que tuve uso de razón, y éste me llegó de repente, con la muerte de mi padre —como un don del Espíritu Santo, sin confirmación pero con bofetada, como diría don Juan—, aprecié que aquel extranjero afable no escatimaba desvelos conmigo. Fue maestro, consejero y tutor en mis estudios, confesor sentimental y hasta, por qué no admitirlo, cariñoso alcahuete.
»El notario me envió recado del testamento a primeros de mayo, cuando en Londres la primavera ya empezaba a alegrar los corazones y pasaba unos días con mi hijo recién nacido, pero él falleció antes, a finales de mes, mientras las lluvias estacionales inundaban la mayoría de nuestras edificaciones y campos, aletargando personas, animales, restándole atributos a las cosas. Los que lo trataron desde el principio, ancianos que sobrevivían a la erosión del salitre y el tiempo, y los escasísimos jóvenes con inquietudes, raros ejemplares de la tozudez del hombre, se congregaron para despedir a aquel mensajero sin igual. Hacía mucho que no lo veía y me culpaba por haberlo desatendido. Deambular entre las cabañas del poblado, observar su decrepitud, mordidas por el abandono al que la pobreza obliga, me entristecía sobremanera. A él se lo comenté, sería quizá de las veces que charlamos con más pesar, que siempre nos dolía el recuerdo. Habíamos soñado una isla que navegaría por la corriente cálida de la prosperidad, maravillando el Índico con nuestros cantos tribales y nuestra hermosa interpretación del progreso.
—Te juro que no, Juan, que no es que el ajetreo de los negocios me retenga.
—¿Y entonces, niño? —solía llamarme niño cuando estábamos a solas. Como llamaban los padrinos a los ahijados en su tierra.
—Pues qué va a ser, que se me pone un nudo en la garganta cuando vengo, recorro estos rincones derrotados por la maleza y descuento portones desvencijados o cerrados a cal y canto.
—Es el péndulo celeste, niño, que no concede más de dos oportunidades.
»Aquella frase, que a mí me sonaba a dicho de su lejana región, con un significado incierto, cobra aquí sentido. Si he dejado pasar un lustro, ha sido porque no me veía capaz de asumir, y mucho menos de dar a conocer, su historia. Tampoco esperaba hallar a nadie digno de ser depositario de la información que traigo conmigo. En cambio, en las últimas fechas, tras tantas reflexiones y rescates de la lasa memoria, lo percibía como una necesidad, aun a riesgo de servir de mofa. El intento de golpe de Estado, en febrero, fue mi acicate. Debía venir sin más demora, antes de que un nuevo vaivén político de su país lo impidiera. Ahora sé que, aunque no me crea enteramente, escuchará con interés mi relato. Con eso me doy por satisfecho.
»Esos documentos que menciono constituyen la tajada íntima de su herencia. La realidad es que, entre sus escasos enseres, los únicos con valor sentimental eran su colección de libros de humanidades, en los que yo aprendí el español, y sus cuadernos. Guardados con llave en uno de los cajones, reunían el relato de su vida, escrito de su puño y letra. Esos cuadernos son el motivo de mi intromisión. De ellos quiero hablarle, con la fidelidad a sus palabras que me sea posible, hoy que se cumplen cinco años desde que los leí por vez primera y decidí abandonar mi isla para siempre.
»Don Juan, me figuro que usted lo sabrá porque en España se manejan los dos apellidos, se llamaba Juan Ángel Santacruz de Colle, y tan raro topónimo procedía de una comarca que, cuando de chiquillos nos la pintaba, nos resultaba mágica, extraña como el Kilimanjaro y mucho más fría que él. Un mundo donde los animales vivían bajo la nieve, donde el blanco era el único color, donde el paliducho Tarishi pasaría por isleño tostado, donde no había mar ni olas y se caminaba sobre los ríos porque se convertían en hielo. Donde los tejados de las casas eran de piedra y los hombres vestían con pieles de búfalos peludos. Aquello del hielo y de los búfalos peludos sí que era fundamental en nuestras fantasías. Todos queríamos pisar y resbalar por el hielo, morder el hielo, picar el hielo con nuestra frágil lanza de pescar pulpos. A Juan le encantaban, le encantaron siempre, los niños. La seducción que este hombre bueno produjo en el revoltoso Chui no se perdió con mi desarrollo. Por el contrario, creció hasta culminar en la lectura de esos cuadernos que he atesorado sin saber, lo confieso, qué hacer con ellos. Nuestro Tarishi era un narrador excepcional: cualquier cosa que pasase por el filtro de su garganta se transformaba en un cuento de Las mil y una noches.
»He memorizado lo sustancial en las últimas semanas, preparándome para un examen que sospechaba lleno de escepticismo. Mi español no es, obviamente, tan rico como el de Juan, aunque a fuerza de repeticiones haya momentos en que mi voz suene a la de él. Me muevo entre comerciantes con más dinero que cultura, por lo que este rescate de su hermosa lengua me gratifica más de lo pueda sospechar. Pido, de antemano, disculpas por algunos de los hechos que referiré. La confesión de Juan no escatima reproches hacia su propia persona.
Okello esperaba de mí preguntas inteligentes, que le permitiesen elogiar las empresas del Tarishi. Pero mi conocimiento de su tierra y su historia era tan escaso que a duras penas podía pasar de las vaguedades que se le ocurrirían a cualquiera. No iban por ahí mis tiros.
—¿Por qué no le contó a la tía Luisa que Juan había muerto sin acabar su relato? Usted añadió a lo escrito, con entera naturalidad, el último periodo de su vida.
—¿Qué le hace pensar que no concluyó lo que se había propuesto? Estoy seguro de que no desfalleció hasta poner el punto final. El Tarishi era dueño del tiempo. ¿Para qué iba yo a...? —lo interrumpí.
—¿Y dónde está entonces lo que falta?
—Sospecho que sólo hay una persona, si vive, que pueda responderle. Joni, el hijo de Alhamisi y Azze Msalaba, el niño prodigio —se notó que no le guardaba especial afecto—. Y, respondiendo a su primera pregunta, le diré que de ningún modo me habría presentado en casa de su señora tía con la intención de alterarla hablándole del robo de unos cuadernos de Juan. Cuando abriese el arca que le entregué, se percataría de su ausencia y deduciría lo que usted ha deducido. Sin mayor inquietud.
Mostré interés por visitar la isla, ver la tumba de Juan, fotografiar algunos de los lugares donde dejó su huella. Localizar al ladrón. Acogió la idea con entusiasmo. Se ofreció a facilitarme referencias útiles para desenvolverme mejor. La compañía de su hijo, incluso, si la ocasión lo requería. Él, en cambio, el día que le dio cristiana sepultura juró no regresar. Aguardé a la cena, estilo hindú por cierto, para abordar la cuestión más delicada.
—Antes dijo que el Tarishi era dueño del tiempo. ¿Usted cree todo eso que escribe de la caligrafía y sus consecuencias? —mi tono no le gustó un pelo.
—Creo en Juan —despachado en tres palabras y una mueca.
No me figuraba al elegante Mei, que destilaba pragmatismo y cultura, cultivando los oscuros huertos de lo esotérico. Rosas de invernadero, tal vez sí, con un pulcro delantal, unos guantes de jardinero comprados en Harrods y una corbata florida.
Para calmar los ánimos, lo insté a que me relatara su peripecia por la España de aquel 1981 un tanto agitado. Recordó con una sonrisa que, desde que bajó del avión en Barajas, la gente se empeñó en confundirlo con un militar de una de las bases yanquis. Viajó hasta Sevilla en un tren expreso y, entre los nervios de la visita y el traqueteo del coche cama, no pegó ojo. Al llegar hizo consultas en el ayuntamiento, tratando de localizar el domicilio de los Calderón. Pero, claro, Calderón no es un apellido infrecuente en Sevilla. Con los datos de que disponía, que no eran más que el barrio —la discreción de Juan le impidió citar las señas de su amada— y algunas referencias, logró reducir la tarea a dos palos de ciego y un acierto. Alabó la cortesía de la tía Luisa. Lo fascinó que lo emplazara para la tarde siguiente con el único propósito de volver a escuchar su historia.
—Al principio pensé que era un signo de desconfianza, una prueba. A qué viene tal deseo, pregunté. No quiero que mi memoria extravíe una sola de las palabras que aquí ha dicho, respondió ella con una firmeza que contrastaba con la calidez de su rostro. En aquel instante comprendí que mi viaje no había sido en balde y que su tía era la más digna depositaria de la vida del maestro que podría hallar.
—¿Cómo es su país? —el mal periodista tiene la cabeza en otra parte: el hipotético desembarco en Zanzíbar.
—No tengo país. No soy de ninguna parte. Pero hubo una vez que me sentí orgulloso de ser zanzibari. Entonces, unirnos a Tanganica, pertenecer a ese engendro llamado Tanzania, me parecía un error. Un error que Juan justificaba. Tanzania era una solución transitoria, un camino hacia otro objetivo, más ambicioso.
Aquel hombre, que hablaba como su maestro escribía, me despidió ensalzando de nuevo a un Juanito Santacruz más santo que beato.
—Me llena de felicidad que su tía conservara esos cuadernos. No se olvidó de él, ni de mí. Desvele cuanto le apetezca de lo que aquí hemos hablado, pero aclare que fue un hombre extraordinario no sólo por sus ideas y su arrojo. Lo fue, mayormente, por su bondad.
Okello insinuó que debía leer con más detenimiento el legado de Juan. Mi escepticismo me había retraído en un primer momento. Ahora estaba obligado a examinar aquellos cuadernos con la minuciosidad de bibliófilo de nuestro hombre y, lo que es peor, rumiaba viajar hasta Zanzíbar en busca de unos cuadernos que un tipo llamado Joni, hijo de los Msalaba de Pwani Mchangani, había escamoteado.
La tía Luisa se apagó con el invierno y yo tardaría una corta primavera y un largo verano en coger un avión y plantarme en África. Como Juan, a la busca de un tesoro; nuestras particulares, y descabelladas, minas del rey Salomón.