Ninguna ruleta de Montecarlo o Biarritz contemplaría jamás semejante concatenación de impares. Entre el miércoles, 11 de agosto, y el jueves vecino se juntaron el inicio informal de una huelga urdida en Ng’ambo, los cumpleaños de Juan, John y Jamshid, el intento de asesinato de este último y un prodigio: la aparición en Pwani Mchangani de uno de los askaris que se embarcaron siete años antes en una guerra de, por, para y contra europeos.
La huelga de 1948 es la huelga por excelencia. Abrió la puerta a una realidad que desembocaría, quince años y pico después, en la revolución. En poco más de tres semanas se sentó el precedente, que luego sería largamente recordado por los dos bandos antagónicos. Zanzíbar contaba entonces con un censo que superaba los doscientos sesenta mil habitantes. De ellos, casi doscientos mil eran considerados por la Administración «africanos». Una cuarta parte de éstos se tenía por continental de cuna u origen. Vivían, mayoritariamente, en el Ng’ambo de los desfavorecidos. Ahí nace el germen de la huelga. Ahí y en las decisiones de la African Wharfage Company, la principal empresa de estibadores del puerto. En julio había ofrecido mejoras laborales a sus empleados fijos, los más formados. Esta oferta generó el rechazo de fijos y eventuales. Unos, por no haber recibido un trato equiparable a sus homólogos de Dar es Salaam; otros, por aspirar a un contrato que no llegó. La Administración salió en apoyo de la compañía. La eficaz labor de unos cuantos activistas, amigos de Jomo, extendió el conflicto. Se juramentaron para dejar en pañales las protestas del año anterior en Kenia y Tanganica. Oficialmente, el 20 de agosto se inicia un bloqueo de Stone Town y su puerto que llevaba gestándose desde antes, desde el 11. La detención de dos huelguistas armados con palos enardeció a la multitud, que no sólo los liberó sino que se permitió el desafío a la autoridad, manifestándose delante de la comisaría de Policía, junto al puente que separaba Stone Town del suburbio.
—¡No a la carestía! —fue el grito de guerra que contenía un vocablo inusual entre las gentes del extrarradio y que hallaba su tamtam de origen cuarenta kilómetros hacia el oeste, en la costa de un Imperio rancio, soportado a duras penas por una economía en decadencia.
La reacción coordinada de los campesinos dejó sin abastecimiento el mercado central. Las tiendas de telas y otros productos no corrieron mejor suerte, al perder a sus compradoras. Las mujeres se unieron a una acción de castigo que se ganó por derecho la denominación de huelga general. La primera huelga general de la azarosa historia de Zanzíbar. Ni la disculpa personal del sultán, difundida en bandos, persuadió a un pueblo harto de la susodicha carestía y del desprecio a los derechos más elementales. La educación, entre ellos. Baste decir que de los más de ochenta mil niños menores de quince años que poblaban Unguja y Pemba, había escolarizados doce mil seiscientos; un quince por ciento que bajaba hasta cifras sonrojantes en Ng’ambo.
Juan había partido de Triana, rumbo a Pwani, el día 9. Mientras Luigi se bebía un océano de ginebra en Dar, él seguía familiarizándose con los mandos de Etna. Había previsto celebrar su cumpleaños paseando a Aisha por Stone Town. Se repitió el permiso paterno y Aisha exhibió su porte por las calles de una ciudad que no recordaba. La primera y última vez que la visitó apenas levantaba un palmo del suelo. Ahora lo hacía del brazo de John Cross, el inglés que saludaba a derecha e izquierda, amable con todos y con ella. Le regaló un par de preciosos kangas, frascos de perfumes orientales, henna de Rajastán, muy estimada, un peine repujado en plata y un libro de historia. El verdadero acierto fue este último, que emocionó a la joven al tenerlo en sus manos. Llegado el ocaso, ajenos a lo que se cocía en otros distritos, entraron en casa de Jamshid. Periódico los aguardaba. Aisha se mostró efusiva al verlo. Desde niña, atendió siempre con extremado interés a los relatos que adornaban sus peripecias por Stone Town. Aquella noche cenaron los tres juntos en honor del amigo Jamshid, embarcado en uno de sus habituales viajes de negocio. A punto estuvo Periódico de meter la pata, desvelando la identidad del árabe.
—¿Dormirás en tu alcoba? —preguntó con inocencia. No era infrecuente que John prefiriera hacer noche en el hotel Spice Inn.
—¿Tienes alcoba aquí? —Aisha se extrañó de que hubiese un espacio reservado para el inglés en la mansión del árabe. Tanta debía ser su amistad.
—¡Y qué alcoba! —exclamó Periódico—. Yo mismo la vestí con los mejores muebles.
—Bromea —se apresuró a decir Juan—. Cuando no está Jamshid, me adueño de su inmensa cama. Ahora te la enseñamos.
La lujosa alcoba causó la admiración de Aisha, que alabó el gusto de Periódico. Éste había preparado, para ella, la habitación del otro extremo del edificio, según la diagonal del rectángulo que tenía por planta. Una habitación recoleta, con algún capricho de mujer. Poco acostumbrada a sábanas y colchones, tardó en dormirse. A eso de la una, un ruido intenso la despertó. Provenía de la alcoba principal. Se acercó con sigilo, tropezando con Periódico. Llamaron a la puerta y, alarmados por el grito, irrumpieron justo a tiempo de observar cómo alguien saltaba por la ventana. Periódico se asomó. Lo que ya no era más que una sombra huía cojeando. Aisha, en cambio, se precipitó sobre el inglés. Sangraba por el antebrazo.
—Alguien... alguien ha pretendido tu muerte —Periódico balbuceaba, nervioso.
—Yo diría que alguien ha pretendido la muerte del amigo Jamshid —repuso Aisha, que se afanaba por cortar la hemorragia con su pañuelo. John movió la cabeza, dándole la razón.
El atacante entró por arriba, por la terraza, accediendo desde uno de los edificios limítrofes. Una soga con un garfio en el extremo así lo demostraba. Resuelto, buscó el dormitorio de mayor tamaño y mejor disposición. Nada complicado para cualquiera que conociese los estereotipos de la arquitectura árabe.
—Menuda desgracia —dijo Periódico.
—Menuda fortuna —John Cross racionalizaba la situación.
—¿Cómo? —Periódico no acababa de entenderlo.
—La sorpresa, la luna y mi sueño ligero me han salvado. El tipo levantó el puñal. Susurró una especie de conjuro y se frenó al ver que no era el cuello de Jamshid el destino de su certera hoja. En su asombro, tiró el vaso de agua.
—Y te permitió reaccionar —Periódico no pudo contenerse.
—¿Qué conjuro? —Aisha desató también su impaciencia.
—Aproveché para pegarle una patada. Me hirió en el forcejeo, pero logré arrebatarle el puñal —John respondía sin aturullarse, con británica flema—. Si mi mal árabe no me engaña, dijo: «Que Alá guíe mi vida y la muerte de este infiel a los suyos».
Juan apunta que el puñal era una daga de hoja muy curva, con adornos de pedrería. Un puñal de rico, de los que el árabe pudiente facilita a un lacayo para que efectúe un crimen en su nombre. Las palabras pronunciadas por el asesino en la lengua de los terratenientes del clavo adquirían una significación ritual. Un torniquete bien prieto y un vendaje cerraron el incidente.
Con las primeras luces, condujeron a Aisha a Pwani. Después se trasladaron a Mkokotoni, embarcando hacia Tumbatu. Alcanzado su pico sur, John se alojó en Jongowe, en la cabaña de unos parientes de Periódico, shirazis de pura cepa. Allí permanecería hasta el domingo siguiente, lejos del mundanal ruido y sus asechanzas. Un bote de alcohol y unas gasas constituían todo su equipaje.
Durante aquella estancia nació la idea de contar con una guarida. No costó, con la identidad de un enigmático J., adquirir una choza destartalada. El hombre de las mil caras se inventó un rocambolesco pasado en el que se difuminaban las raíces de una familia inquieta, originaria de una tierra bañada por el río Tigris y sometida a la clásica diáspora tras una purga. Su rama del árbol genealógico había desembarcado en Turquía, fundando una dinastía de aventureros.
Años más tarde, John Cross averiguaría que la idea de refugiarse en Tumbatu no era original. Ya la practicaban los habitantes de Lenguja —El Unguja— cuando se encontraban en peligro, allá por el siglo XIII. William Harold Ingrams así lo recoge en su interesante Zanzíbar, su historia y su gente. Entonces la ciudad principal de Tumbatu era llamada Timbaut, y los habitantes de la isla ya se habían ganado la fama de la que hoy presumen: individuos obstinados, orgullosos de su origen persa, con la endogamia escrita en los genes, buenos marineros y malos consortes.
Timbaut tuvo piedra para llegar a ser una ciudad antes que Stone Town, pero no tuvo agua. Los denominados, en swahili, watumbatus la traían de Mkokotoni, donde había un manantial excelente, apreciado por el gran Richard Burton —el expedicionario inglés singularmente dotado para las lenguas africanas. El actor también poseía una lengua singular, pero la empleó para descollar en los escenarios y ganarse a pares el «sí, quiero» de Elizabeth Taylor—. En Mkokotoni establecieron el asentamiento portuario que aún pervive y el cementerio, que reposa como sus muertos.
Es una delicia recorrer en dhow el canal, tranquilo, con el agua tan quieta que sólo se divisa una pátina de azogue. En apenas media hora, dejando la islita de Popo a la derecha, se llega a Gomani. Al desembarcar, uno se percata de la verdad que esconde la existencia del cementerio de Mkokotoni. En Tumbatu apenas hay arena. Todo es duro coral, difícil de excavar para un enterramiento funerario. Gomani es el presente, como Jongowe —al sur— es el pasado. No hay hospedaje en los veintitantos kilómetros cuadrados de superficie de Tumbatu. Tampoco, mucho que ver. Algún baobab hermoso, cocoteros, mangos, una playa al norte de Gomani, una escuela algo más lustrosa que la de Pwani, ruinas. Ruinas shirazis. Ha quedado constancia escrita de que su fundación se remonta al año 600 de la hégira musulmana —1204 de la nuestra—.
Ni Mkokotoni ni Tumbatu fueron parajes turísticos. Hoy, Mkokotoni es una población de más de dos mil quinientos habitantes, centro del distrito norte y terminal de autobuses, visitada por manadas de excursionistas que se dirigen veintiún kilómetros al norte, a disfrutar del atardecer de Nungwi. Vive de su mercado pesquero. Las aguas que bañan Tumbatu, en cambio, sólo son frecuentadas por submarinistas atrevidos, que no se atreven a poner el pie en la isla. No es un destino para turistas, por la fama de huraños de sus moradores, y requiere un permiso que no siempre es concedido. Ninguno de ellos ha oído hablar de Mr. Ingrams, que escribió lo que escribió en 1931.
En Unguja, de manera mucho más intuitiva, se resume el carácter local en una expresión que es todo un reflejo de este hermoso país de tantos contrastes: «En Tumbatu son un poco mágicos».
Un poco mágicos. Ese calificativo hubiese hecho sonreír a un estupefacto John Cross el día que, de regreso a Pwani tras el obligado retiro en Tumbatu, se entera de la aparición en el poblado de uno de los askaris. Se trataba de Alhamisi, casado con Azze, mujer con fama de decente. Alhamisi —Jueves en swahili— debía su nombre a que los acontecimientos importantes acaecidos en su familia se produjeron siempre en ese día de la semana. Alhamisi había partido, como tantos otros, en el año 1941 y volvía, a juicio de todos, con mejor aspecto que cuando se fue. En jueves. Siendo chocante el retorno y su condición, no es precisamente ahí donde residía la magia del asunto. Alhamisi era uno de los soldados marcados por las cartas oficiales de defunción que Juan había sustituido por misivas gratas.
Apareció con el alba, como si celebrase el renacer del día, por el recodo del sendero. Caminaba con paso marcial a pesar del macuto que portaba a la espalda. Lucía, contaron, el uniforme más lustroso y mejor planchado que nunca se vio en la costa este ni a funcionarios ni a militares. El macuto apenas contenía un par de mudas, una camisa del color de la leche, otra caqui, un pantalón de faena, unas botas y los aditamentos naturales del vestuario oficial. Más de lo que muchos atesoraban en toda una vida. Pero, por encima de otros fulgores, brillaba su porte distinguido. Como si el gañán que fuera hubiese mudado en masái o en vástago de sultán. Fue recibido con honores, símbolo de una época cambiante que auguraba tiempos de bonanza.
A la mañana siguiente, Juan se encontró rodeado de lugareños que festejaban la llegada de un nuevo licenciado. Aisha, al verlo entrar blanco como la pared, se precipitó sobre el cuenco de las hierbas. La infusión no mejoró su aspecto. Enfrascado en sus cavilaciones, respondía a las preguntas de ésta con retardo, ahorrando saliva. Aunque pocas veces dudaba de su memoria, regresó de inmediato a casa de Jamshid. La parafernalia de calígrafo se hallaba bajo llave, en un bonito secreter, uno de los muebles de los que Periódico se sentía especialmente orgulloso. Revolvió, impaciente, sus notas y se topó con los datos al tercer vendaval. No había duda de que Alhamisi y el otro askari, para el ejército británico, eran hombres muertos. Estudió un posible vínculo entre ambos. Nada de nada. Habían servido en destacamentos distantes y, en teoría, habían caído en combate con varios meses de diferencia. No hay error imposible, se dijo, tras la experiencia acumulada en las idas y venidas a la «Somalilandia» de los ingleses. Se lo dijo en un murmullo crispado, sin acabar de creérselo. ¿Impostores, quizá?
Mientras las fiebres de la huelga arribaban a Pemba, causando inquietud en las plantaciones de clavo, y el residente Glenday pedía refuerzos a Dar es Salaam ante el temor de que las cosas empeorasen, Juan se olvidó de John Cross, de Jamshid y hasta del peligro que corría quedándose en aquella casa. Periódico, preocupado, lo obligó a que durmiese en otra alcoba. Las noches se hicieron largas, para ambos. El falso inglés no cejaba en su empeño de dar con el quid de una cuestión que lo alarmaba; Periódico se apostaba en la terraza, machete en mano, a la espera de un nuevo ataque que no se produjo.
Juan estaba convencido de que, más pronto que tarde, se descubriría el pastel y el peso de la ley caería sobre el Tarishi. Con la aurora, se preguntaba si aquélla sería la última de sus jornadas como custodio de la felicidad ajena y, tras santiguarse, se enfrascaba en el examen de la documentación que había ido acopiando en los viajes de cartero. De madrugada, en el catre, ponía bajo la almohada el guardapelo que Ana le regaló. Aquella joya contenía un retrato que no le hacía justicia y un mechón de su cabello. Resultó balsámica. Juan la besaba, durmiendo con la docilidad de un niño.
La huelga murió de inanición. No existía la infraestructura sindical capaz de mantenerla viva y la Asociación del Trabajo, que agrupaba a la mayor parte de los estibadores, se vio obligada a desistir el día 10 de septiembre. A cambio, lograron incrementos salariales que oscilaban entre el veinte y el sesenta por ciento. Glenday creó un comité para regular el coste de los bienes de consumo. John L. Smith, un hombre todo boca, fue designado inspector de Precios. La promesa de poner remedio a la carestía fue pregonada hasta en el último confín. Triana, mientras tanto, contó con el buen gobierno de Jomo, cuya figura quedó engrandecida por las prolongadas ausencias de Bin Said. La recolección hubiera dado pingües beneficios de no ser por la parálisis portuaria que la huelga trajo consigo. El informe final arrojaba un leve incremento de la producción, un saldo económico positivo, mayor renta para los operarios, una pierna enyesada, dos brazos en cabestrillo y la satisfacción de los maestros, que destacaban los progresos de los niños y adultos escolarizados.
Juan escuchó la lectura de aquel informe sentado en una mecedora, sin pronunciarse. Tardó en salir de su nube cuando Jomo puso el punto final. Le ofreció una mano blanda, que era símbolo simultáneo de gratitud y despedida. Incrédulo ante lo que contemplaban sus ojos, Jomo interpeló a Periódico. Éste no supo darle más explicación que el intento de asesinato y la estancia en Tumbatu.
—¿No habrá sido allí? —Jomo no dudaba de la valentía del patrón inglés.
—¿Qué insinúas? —Periódico adoptó una actitud defensiva.
—Ya sabes que los de allí tienen fama de mágicos —lo decía Jomo, que no creía en esas tonterías.
Pero el pensamiento de Juan se hallaba lejos de Tumbatu, de Triana y de Stone Town. Estaba en un par de hogares de Pwani Mchangani donde habitaban dos incógnitas con formación militar. Era más improbable, escribe, que se tratara de dos impostores que de dos fallos del ejército. Pero los días pasaban y nadie aporreaba la puerta para pedirle cuentas por las mentiras epistolares. Armado de valor, necesitado de algún porqué, se personó en Pwani el viernes festivo. No fue difícil toparse con una mujer jubilosa que caminaba junto a un varón enjuto, de labios cortados y quijada hundida. Era Azze.
—Le presento a Alhamisi, el hombre de mi casa —el acompañante le tendió su mano, firme y callosa. Nuestro Tarishi alargó la suya casi con miedo—, que por fin ha regresado de la frontera. Sabía que la carta que usted me trajo era buena señal —y, dirigiéndose al marido, completó la perla—. Alhamisi, hay que agradecérselo, que desde que está entre nosotros todo son alegrías.
Sólo habló ella, que mencionó hasta en tres ocasiones esa frontera eufemística tras la que se ocultaba una guerra cruenta. Juan marchó confuso. Pasó la tarde entera revisando cada gesto de aquel saludo, breve pero intenso. El afectado callaba que la famosa carta era pura invención. En días sucesivos buscó la forma de abordarlo. Pero... ¿para sonsacar qué? Alhamisi esquivó sus indirectas, cerrando el diálogo con un aserto que era mucho más que un guiño cómplice.
—El péndulo celeste me ha fiado la segunda oportunidad y más me vale aprovecharla —¡el péndulo celeste en boca de un analfabeto askari, pescador de Pwani!
Comprendió que el testigo fehaciente de su delito no lo delataría. Preparó de inmediato su siguiente viaje. Esta vez no sería a Kolbio, Liboi, Ali Gabe o Dif, poblaciones próximas a la seca tierra somalí, visitadas anteriormente. Sería a la Kenia profunda, y un ocioso Luigi recibiría la noticia con júbilo. Allí pudo constatar que el nerviosismo de los mandos ingleses iba en aumento. Kenia no era Tanganica, sin duda. Las gestiones se saldaron con ciento veinte nuevos contactos. Gente sencilla, de distintas procedencias, mayoritariamente del sur de la isla. Trece de ellos mostraron su disposición a volver cuando recibiesen la paga extra semestral. Juan escribió al dictado casi un centenar de cartas tranquilizadoras. Pero el viaje no fue perfecto; un puñado de pésames lo impediría.
En Dar, comprobó que Luigi tenía más problemas de los habituales con el alcohol. Algunos aviadores, antiguos compañeros de parranda, lo rehuían. Hasta le temblaba el pulso de cuando en cuando. Por no hablar del humor, que oscilaba entre la euforia y la llantina como la aguja de un voltímetro. Luigi jamás había cometido un error a los mandos de Etna, pero Juan comenzaba a preocuparse. Por él, por ambos.
—¿Por qué no regresas a tu Sicilia natal? —le sugirió, junto a la barra de un bar.
—Porque sin Etna no soy nadie —respondió como el cornudo resignado, agazapándose tras la botella de ginebra.
—Llévatela. Nunca ha dejado de ser tuya.
—Gracias, John, eres un buen jefe —y, con semejante salida, zanjó la cuestión. Juan no insistiría, tras lo sucedido con Walter y su India idílica.