La llegada a Mombasa no cambió su percepción de esta ciudad irrespirable. Tampoco había tiempo que perder, pues su cita estaba concertada para el día siguiente. Así que se dirigió con pie firme a la estación de ferrocarril, a comprar un billete para el primer tren con destino a Nairobi. El caballero que, con el rojo ocaso, sube a uno de los vagones de primera clase luciendo el traje mejor cortado de África es John Cross. De lino y el color de la leche manchada —de café—, lleva el sello de un sastre modesto pero con pulso de cirujano. Un parsi de Stone Town capacitado para acabar con el mito de la sastrería londinense Hawes & Curtis, la alabada por el príncipe de Gales y el virrey de la India. Recibió de sus coetáneos el sobrenombre de Excellent. Y no por su proverbial destreza con la tijera, sino porque respondía a cualquier requerimiento, por complicado que fuese, con un «excelente» que, más que complacencia, mostraba una forma de ser.
Aquella línea ferroviaria fue concebida por Frederick Dealtry Lugard para comunicar la blanca costa bañada por el océano Índico con la negra orilla del lago Victoria, creando de paso el Imperio Británico del África Oriental. Una de esas ideas descabelladas que sólo se les ocurren a los ingleses y que, a la postre, resultan un signo de la mejor estrategia. Hablamos de finales del siglo XIX. El tren, que habría de vencer no pocas adversidades, sería conocido por siempre como el Lunatic Express. Un invento de lunáticos que, partiendo del nivel del mar, alcanza una altura que supera con mucho el millar de metros. Se asegura, con evidente intención mitificadora, que en sus quinientas setenta y seis millas se dejaron la vida miles de operarios. La mayor parte de ellos procedentes de la India. Los selectivos ingleses pensaron que los negros no tenían madera de ferroviarios y decidieron traerse la mano de obra de un remoto lugar con experiencia en estas lides. Paradójicamente, ni los prácticos peones hindúes ni la madera —de las traviesas que formaban la vía— lograron salir indemnes de la traza, siendo derrotados por los voraces insectos o, como en algún caso sonado, por los no menos voraces felinos. Surge así la historia cierta de los dos leones sin melena del río Tsavo. Fantasma y Oscuridad, les pusieron, y su adicción a la carne humana y sus ataques nocturnos son ya leyenda muerta —sus garras se conservan en el Museo del Ferrocarril de Nairobi— pero no olvidada.
—Aquellos diablos de la noche actuaban con la eficacia del coronel Von Lettow —hablaba el acompañante que le tocó en suerte durante la cena. Un tipo singularmente dotado para el monólogo, que dijo llamarse Paul, Paul Weiss, y ser alemán por parte de padre.
Tras una pausa obligada por el uso de un pañuelo de cuadros con apariencia de servilleta, añadió que se consideraba tan inglés como Enrique VIII y el té de las cinco. La justificación no dejó del todo tranquilo a un John Cross que recelaba de cuanto oliese a germano. Fue parco en palabras y se limitó a escuchar. Y escuchó. Hasta que los camareros, cansados, anunciaron el cierre del vagón restaurante. Los relatos del tal Weiss no cayeron, sin embargo, en saco roto. Conoció con profusión de detalles la historia de aquel ferrocarril de locos, el nacimiento y ascendencia de la ciudad de Nairobi, el último parte de la guerra que se libraba contra Amadeo Umberto de Saboya al norte, en las difusas fronteras con Somalia y Etiopía. También la biografía de Paul von Lettow, un personaje que, si se me apura, juraría que gana en peripecias al propio Juan Ángel Santacruz.
El tocayo de Mr. Weiss, coronel prusiano, había sido jefe de las fuerzas africanas del káiser Guillermo y le había caído en suerte la defensa de Tanganica durante la Primera Guerra Mundial, que no fue mundial, pero casi. Von Lettow era una especie de Errol Flynn, bien parecido y de un pragmatismo extraordinario. Jamás perdió un enfrentamiento, pese a su abrumadora inferioridad numérica. Logró la fidelidad y disciplina de los askaris —soldados nativos—, y se aprovisionó durante toda la contienda con el material incautado al enemigo inglés gracias a sus tácticas sorpresivas. Von Lettow era, además, un caballero de los que escaseaban en las infanterías europeas. Liberaba a los oficiales capturados si prometían por su honor no combatir contra el bando alemán en lo que quedase de contienda. Entregó las armas tras la rendición de Alemania. Marchó a su país y dejó el ejército para formar un partido opositor a Hitler, llegando a ser miembro del Reichstag hasta 1930. Antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el autodenominado Führer le ofreció la embajada en Londres. Von Lettow rechazó el cargo con furia.
—Desde entonces, nada se sabe de él. Algunos dicen que Hitler ordenó silenciar su muerte; otros, que se encuentra escondido en alguna parte del Mediterráneo —comentó Weiss mientras apuraba su brandy.
Aquella retahíla de gestas sonaba a cuento para niños. Dos anécdotas, sin embargo, le dieron que pensar. La primera tiene que ver con las dotes de Von Lettow para disfrazarse y engañar a los ingleses. La segunda, con su modestia o, quizá, rebeldía: la renuncia a la Cruz de Hierro. Cuentan que antes del primer gran combate, acaecido en Tanga en las postrimerías de 1914, se paseó por las calles de la población con el rostro tiznado y la ropa de un nativo, tomando buena nota de las posiciones y el potencial de las tropas enemigas, a las que venció y expulsó en cuestión de horas. Con el paso de los meses y los triunfos, Von Lettow llegó a granjearse tanto aprecio entre sus adversarios que el general Smuts, máximo responsable del numeroso ejército británico destacado tras las derrotas iniciales, le hizo llegar la noticia de que le había sido otorgada la famosa condecoración. Lettow, perdido en las profundidades de una Tanganica que había cambiado de manos, contesta en los términos siguientes: «Es de agradecer el gesto viniendo de quien viene, pero le ruego que transmita que no soy el destinado a semejantes honores».
Juan concluye que la técnica del disfraz, que él mismo usó en sus movimientos por Europa, ha de valer de igual manera en este otro continente. Pasar por hombre blanco no siempre es la mejor estrategia. En lugares hostiles es preferible difuminarse como el camaleón.
El Mr. Cross que baja del tren en Nairobi no es el mismo que subió a él en Mombasa. Es un Mr. Cross de cabello oxigenado y sombrero sin ángel, con bigote despintado y poblada barba canosa, que aparenta quince o veinte kilos más, en lucha contra las costuras del traje color leche manchada mejor cortado de África. Sus andares, ligeros, lo delatan. Pero... ¡quién se va a fijar en esos pies presurosos! Lleva en la mano derecha un maletín de doble fondo que contiene la ropa imprescindible para una estancia corta y la cartera de Benjamin. En la otra, arruga un papel que informa de un nombre, una dirección, una fecha y una hora.
Nairobi era, a comienzos de 1941, una ciudad joven, bullente, creada a partir de una estación de ferrocarril de nombre robado a la etimología masái —Enkare Nyorobi, el lugar de las aguas frescas, poseedor de un preciado pozo—. Contaba con apenas cuarenta años de edad, y se notaba. Aquí no había museos ni catedrales. Su urbanismo era aplicable a unos pocos distritos, caracterizados por sus mansiones de estilo colonial emplazadas estratégicamente, siendo el resto una selva de casuchas construidas de la noche a la mañana para albergar a esas gentes con las que los ingleses no se mezclarían jamás pero que les facilitaban la vida hasta extremos insospechados. El inglés de Nairobi no creía en la esclavitud, pero sí en el servilismo.
No fue difícil encontrar un taxi que lo llevase a su destino. Si algo sobraba en Nairobi, eran vehículos de transporte para personas pudientes. No tan fácil, en cambio, fue ajustar el precio de la carrera. La prisa jugó a favor del propietario de aquel coche con apariencia de cab londinense, carrocería impecable y lamentable interior. El falso inglés cayó justo encima de un muelle saliente que a punto estuvo de desgraciarle el traje nuevo.
Para su sorpresa, el taxi no se detuvo ante la mansión de un adinerado de las afueras, sino a la entrada de uno de esos clubes elitistas, exclusivos de hombres, réplica de los que aún perduran en la city de Londres. Como los casinos andaluces de toda la vida, pensó Juan. Era ni más ni menos que el Royal Nairobi Golf Club, el más señorial de todos, el que se vanagloriaba de tener los socios más exquisitos, fundado en 1906. Había llegado con cuarenta minutos de antelación sobre la hora concertada. Lo sentaron en un sofá de mimbre, rodeado de cojines. Y entre los cojines se apalancó, pues con el sobrevolumen causado por las prendas y la almohada que forraban el traje era imposible desenvolverse con soltura. Tan acalorado estaba que le ofrecieron una especie de paipay con el que abanicarse.
Los cuarenta minutos se le hicieron largos. La media hora de propina, eterna. El mito de la puntualidad inglesa acababa de quedar por los suelos. Don J.B., como lo denomina Juan realzando un raro denuesto, apareció con botas de jinete, fusta de jinete y el malhumor de los jinetes perdedores. El partido de polo, entre percances y empates, se había alargado más de la cuenta. Era evidente que la prórroga para proclamar vencedor no le había sido propicia al caballero con nombre de whisky.
—Mis disculpas —añadió sin convicción, como un mero requisito—. Chico, tráeme un jerez —sonó más bien «yeirés». Juan dio un respingo que provocó la reacción del fulano—. ¿Desea usted otro? —preguntó con el tono de quien espera una respuesta negativa.
—¿Está frío? —Juan se dirigió al chico, un nativo que no pintaba canas porque hubiese sido el hazmerreír de sus colegas, con una sonrisa no exenta de complicidad. Recibió, a cambio, un ilustrativo movimiento de cabeza—. Pues entonces que sean dos.
La situación no mejoró con el vino fino. La tensión se palpaba en cada comentario, en cada detalle a discutir. Abrevió, obviando las pullas de aquel inglés desabrido que no pasaba de ser el cuñado de un posible comprador. En realidad, Juan no buscaba un judío determinado, pariente de judíos, sino que pretendía llegar a todos a través de éste. Por eso la elección era esencial. Debía tratarse de alguien que ejerciera influencia en ese mundo hermético, en peligro por la locura de un Hitler más astuto de lo que aparentaba.
En este pasaje del cuaderno once, emplea de nuevo el adjetivo «terrenal» al referirse a los papeles de Benjamin. Añade su deseo de que la valiosa información sirva para que los hebreos logren ajustar sus cuentas y, de paso, ajustarle las cuentas al gran nazi. Termina diciendo que, ante la desconfianza de don J.B., le ofrece dos parejas de datos que prueban la veracidad de la «tabla». Refuerza así mi teoría de que aquellos folios guardaban los nombres y números —letras y dígitos, dice él— de cuentas bancarias útiles para acometer esa acción que, con doble sentido, define bajo el verbo «ajustar».
Don J.B. y John Cross se despiden, sin darse la mano, tras concertar un contacto que permita seguir el asunto. Y el asunto, sin ambages, es que este último pide un cuarto de millón de libras esterlinas a cambio de la dichosa cartera.
—Que conste que, en mi opinión, es usted un aprovechado de la peor especie. Emplea en su favor las penosas circunstancias de la guerra para hacer negocio —le espeta don J.B. Estaba en su derecho, reconoce un Juan que no presume de su delito. Practica una forma de chantaje o hurto, perpetrado sobre quien puede permitírselo, pero no será él quien se atribuya las virtudes de un Robin Hood.
—Es su percepción —responde con ironía fingida, construyendo el personaje de John Cross—. Como comprenderá, no opino de la misma manera. ¿Cuánto cree que vale su vida? ¿Cuánto cree que valdría arriesgarla por una cartera que ni le va ni le viene? Una cartera por la que los nazis están dispuestos a pagar y matar. Pregúntese, mi buen señor, por qué en lugar de entregársela a los cabezas cuadradas he cruzado África para sentarme aquí, con usted, a escuchar sus impertinencias.
John Cross se aloja en el hotel que le recomiendan en el club, el Norfolk, leyenda viva de la capital del protectorado. Por él pasaron los personajes que conforman la historia de esta región. Colonos con aires de príncipe, cazadores míticos, aventureros con los escrúpulos justos, defensores de causas perdidas... Lo tratan a cuerpo de rey. A los dos días, se aloja en la habitación contigua un sobrino suyo, Andrew Cross. Un tipo más simpático que su tío, dónde va a parar, de unos treinta y tantos, delgado, portador de un bigote de extremos puntiagudos que sería la envidia de granjeros y guías. Protagoniza continuas maniobras de distracción, para eludir un hipotético espionaje. John saldrá poco y, siempre, con prisa. Andrew, And —«Y» en inglés— para los amigos, será el huésped más considerado. Pronto se acostumbra a lo bueno. Lo que iba a ser una estancia breve, se prolonga en un largo trimestre que a And se le hace mucho más corto que a su tío.
Con una temperatura de veinticinco grados pintada en el termómetro de la habitación y ni una sola gota de lluvia, el acalorado John reduce al máximo su actividad. Cada salida exige no menos de una hora de preparación, transformándose en una cebolla parlante, con cinco y hasta seis capas de ropa. Crea una red de comunicación que permite enviar telegramas al hotel Spice Inn, pasando por las oficinas postales de Dar es Salaam y Stone Town, sin dejar pistas de su paradero. Mantiene esporádicos encuentros con don J.B. La proverbial tacañería de los judíos se pone en acción, siendo continuos los dimes y diretes, las citas definitivas y los aplazamientos. Se le asegura que alguien con plenos poderes vendrá desde Estados Unidos, pero el enigmático personaje no acaba de llegar.
Mientras tanto, And —Andy para más de uno— causa las delicias de cuanto bicho viviente se cruza en su camino. Su encanto, su interés por todos y todo, sus dotes de conversador encandilan. Dice referir sucedidos que otros le contaron, aunque en realidad tira de las andanzas de Juan Ángel, que dan para más de lo que él mismo piensa. Pronto congenia con tres hombres tan distintos como útiles para entender la realidad de una comarca que, bajo la apariencia de paraíso terrenal, ocultaba las miserias de los pecadores menos originales. En Nairobi, en 1941, había pocos temas de conversación.
—Soy primo del capitán Gilbert Walker y también cultivo el maldito piretro —con esa frase, y una cogorza de cuidado, se presentó Sam. Como si el tal Gilbert Walker gozase de la popularidad de Churchill o del rey Jorge.
Sam era un fornido agricultor del área de Nakuru, famosa por sus cosechas, situada a unos ciento cincuenta kilómetros al noroeste de Nairobi. Trabajador infatigable, visitaba la urbe para negociar mercancías —y créditos hipotecarios— un par de veces al mes. Se alojaba en el hotel Norfolk. O, hablando con más propiedad, en el bar del hotel Norfolk. Sus apretones de manos eran temidos. El tabaco le proporcionaba sustento y ahorros. El piretro, en cambio, se comía estos últimos. Tras una velada que concluyó en el almuerzo del día siguiente, And entró en el cuadro de honor del duro tándem Norfolk-Walker.
El piretro es una planta herbácea perenne, cuyas flores contienen sustancias útiles en la producción de insecticidas no contaminantes para los mamíferos, las llamadas piretrinas. Originario de Dalmacia, región situada en la costa balcánica del mar Adriático, en 1929 el capitán Walker tuvo la feliz ocurrencia de sembrar su semilla en las tierras altas de Kenia. ¿Por qué? Porque, cuanto más alta se halla la plantación, más proporción de piretrinas se obtiene. En Kenia, la cosecha es viable cada tres semanas durante la época de la floración, que abarca... ¡hasta diez meses!
—No y no —se desdijo Sam en un inglés indómito por culpa de la melopea—. Plantó el maldito piretro porque era un maldito cabrón.
Sam. Sam Walker. Uno de esos tipos que no saben mentir y que, a base de verdades, termina cayendo simpático. La clave del piretro no estaba en los acres de tierra necesarios para rentabilizar su cultivo. Ésos eran baratos. Estaba en el buen gobierno de la abundante mano de obra que requería. Era preciso implicar a mujeres y niños en la recolección. Y en esas estaba.
—Si lo consigo, me forro. Con la maldita Gran Guerra, el mundo terminó odiando los gases tóxicos. Con esta otra de ahora, se partirá la cara por conseguir el maldito piretro. Te lo firmo yo —y se alejó dando tumbos y nuevas maldiciones.
Sam era un colono singular en todo menos en su afición a la juerga. Contaba que, hasta la muerte en 1931 de lord Delamere —el colono por excelencia—, las calles de Nairobi se convertían en poco menos que Sodoma y Gomorra cada noche de sábado. El salvaje Oeste, en el inglés llano del blasfemo Sam. Eso sí, amenizadas con alcohol de Escocia, disparos de armas europeas y guiños de putas exóticas, traídas de la parte más lujuriosa y difícil de pronunciar de Asia.
Lord Delamere y las viejas anécdotas constituían el segundo tema de conversación del nostálgico hombre blanco. El clásico dicho que asegura que todo tiempo pasado fue mejor estaba a la orden del día en los clubes de Nairobi. Andrew se adaptó, mal que bien, a la melancolía de los que habían gozado esa época romántica que comenzó en una fecha incierta y acabó con las honras fúnebres del ínclito lord. Un periodo de exaltación de los valores individuales, de leyes flexibles como el caucho, de cacerías sin más límite que la extinción de los porteadores o de los cartuchos de las escopetas. De varoniles estupideces. Hubo quienes arriesgaron sus vidas por embocar la pelotita con acné en un hoyo nueve, escopeta y putter en mano. Sabido es que los felinos no entienden de deportes. Curiosos ingleses, emperrados en reproducir los hábitos de la isla en estos parajes de clima benigno y sufrida hierba. And aprovechó la estancia para tomar a escondidas unas lecciones de golf, evitando así reconocer su minusvalía —nunca se sabe cuándo hará falta, se dijo—. Aprendió el manejo de los palos en otro club, el Railway, con un caddie negro que hubiese derrotado a cualquiera de los presuntuosos que lo trataban a patadas. El Railway era la sede social de los ferroviarios. Desde 1924 admitía afiliados de otros sectores profesionales.
—¿De dónde viene eso de And? —preguntó el menos avezado del trío de golfistas que lo rodeaba en la barra del exclusivo Royal Club.
—Deje, deje que dure la charla y se dará cuenta por sí mismo —respondió Andrew.
El curioso se apellidaba Ryall y había viajado hasta África para vengar la muerte de un pariente y labrarse una leyenda propia. Aquello recordaba lo del salvaje oeste que había mencionado Sam. Sólo que la muerte se había producido en un desigual duelo con un león y la leyenda se reducía a haber acompañado en más de una oportunidad al admirado cazador Denys Finch-Hatton. Admirado por ellos, claro, porque a And no le sonaba de nada.
—¡Qué cacerías aquellas! Movíamos centenares de personas.
—¿Y...? —And hacía honor a su apodo.
—Ya veo, amigo, que el mote le viene como anillo al dedo... Y todo el marfil del mundo. Desde que Denys se dejó domesticar por aquella mujer, nada volvería a ser igual —la mujer había lucido anonimato bajo el pomposo nombre de Karen Christence Blixen-Finecke, alcanzando la fama tras adoptar el sencillo Isak Dinesen, ya lejos de Kenia.
Ryall organizaba safaris para turistas americanos. Con la guerra, su ocupación se hallaba en franco declive. Un tipo áspero, el tal Ryall, insignificante sin el rifle y, probablemente, con el rifle también. Despotricaba de casi todo, pero en especial de los rentistas aburridos que mojaban en whisky sus fantasías de Buffalo Bill.
—Al norte, los mandaba yo. Al infierno somalí, a luchar contra los italianos y sus secuaces —dijo Ryall.
De la guerra se hablaba poco en aquella Nairobi. Casi siempre surgía de pasada, dando pie a otras cuestiones más preocupantes. Como el error de haber armado a los numerosísimos nativos de la tribu kikuyu que combatían en el bando aliado. Aquí interviene un comandante ya en la reserva, del que Andrew aprende lo bueno y lo malo de la política colonialista. Lo había conocido en una de sus contadas excursiones por el extrarradio. El comandante Sean Moore, coleccionista empedernido de mariposas, tenía la profunda convicción de que aquellos kikuyus, con disciplina y conocimiento, sembrarían de cadáveres Nairobi y expulsarían a los blancos de la región.
Los kikuyus, desde luego, no eran como los otros habitantes de las tierras altas, los masáis. Los masáis, nómadas dedicados al pastoreo, se retiraron con la llegada del ferrocarril y sus gentes. Los kikuyus se quedaron. A trabajar para ese ferrocarril, sus gentes y todos los que vinieron después. Hasta cansarse y reclamar una tierra que les pertenecía.
Cross llegó a visitar la casa de Moore, modesta para lo que había visto hasta entonces. Vivía solo. Tampoco se caracterizaba por su apego a las posesiones materiales. Su esposa había muerto hacía ya un largo quinquenio y sus dos hijos no habían regresado de Gran Bretaña tras partir para cursar estudios. Fueron numerosas sus conversaciones.
—Ahí mismo —sentado en el bar del hotel Norfolk, levantó la jarra de cerveza y extendió el brazo para apuntar hacia la calle— repelimos a tiros la revuelta por la detención de Thuku, un líder kikuyu. Le hablo de hace veinte años, más o menos. Aquel día supe que la cacareada invención de la superioridad del hombre blanco había pasado a mejor vida. No era la primera escaramuza, ni la primera matanza, pero sí fue la más importante.
—¿Por qué? —preguntó Andrew, sinceramente interesado en la reflexión de aquel sesudo comandante.
—Porque participaron las mujeres. Y con las mujeres no valen historias ni cuentos ancestrales. Aquel día matamos mujeres —tragó saliva como quien se traga las lágrimas—. Mujeres que nos increpaban sin miedo a nuestros correajes, a nuestros uniformes, a nuestras insignias doradas. Nuestros disfraces representaban la autoridad, el poder, la supremacía. Y aquel día quedaron pisoteados para siempre.
Para Moore era sólo cuestión de tiempo. La Kenia blanca estaba desahuciada y, aunque le pesase decirlo, era justo que así fuese.
—Esos hombres blancos —miraba a su alrededor— no se han hecho merecedores de esta hermosa tierra.
Juan había subrayado en su cuaderno las palabras del comandante Moore, corroborando su opinión. Aquel encuentro constituye su última cita en Nairobi antes de partir y, de seguro, fue la de mayor calado. Aunque no se percatara de ello entonces.
Abril comenzaba a ser abril y aquel día llovió con ganas. A la mañana siguiente, Andrew oiría ruido en la habitación contigua, la de su tío. La 111, elegida adrede en el primer piso por si había que salir por piernas, saltando. No parecía el alboroto que causaban los encargados de la limpieza, sino más bien el sonido acallado del que no quiere hacerlo. Acercó el ojo a la cerradura de la puerta de comunicación. Un hombre ataviado con el uniforme azul del servicio de habitaciones se afanaba en buscar la cartera donde no estaba. Junto a él, una mujer blanca, con un traje de chaqueta crudo, dirigía la operación. Ya empezaba a estar acostumbrado a las intrusiones, pero en aquella ocasión tuvo la sospecha de que alguna mano negra —en sentido figurado—, dentro del hotel, había facilitado el acceso a su ropero.
John Cross paga la cuenta de las habitaciones 111 y 112, partiendo solo. Su sobrino había salido antes que él, temprano. Deja un sobre cerrado, con un escueto mensaje a entregar a don J.B. «A sus amistades: mala jugada. Portbou no espera», y unas instrucciones para el envío de un telegrama de contestación. Jamás volvería a poner el pie en el famoso Norfolk. Al pisar el modesto pero confortable hotel Spice Inn, de regreso, lo aguardaba la respuesta. Contenía una fría disculpa y la aceptación incondicional de sus exigencias. El primer pensamiento de Juan, tras colocar sus cosas en la habitación que ya le correspondía por derecho, no fue para ese J.B. deshelado, sino para Paul Emil von Lettow. Más de treinta años después, redactando los cuadernos de su biografía, hace una mención específica a un digno anciano que en 1953 retorna a Dar es Salaam. La revista Stern costeó el viaje. Las autoridades británicas se vistieron de punta en blanco —en sentido literal— para recibirlo con honores. Banda de música y multitud congregada en el puerto. Juan entre ellos, sin perder detalle. Lettow descendió del barco con paso firme pero sin altivez. El protocolo pronto quedó roto por la presencia de un puñado de viejos askaris, soldados que combatieron junto al coronel. Lo abrazaron, lo levantaron en hombros y lo pasearon coreando una de sus canciones alemanas de combate. Lettow, escribe Juan, sí se había hecho merecedor de aquella tierra que jamás fue suya.
Establece un sistema seguro para hacer llegar el contenido de la cartera de Walter Benjamin a su contacto en Nairobi y recibir, a cambio, el dinero pactado. Fueron necesarios diez envíos y otros tantos ingresos en uno de los bancos ingleses que operaban en la costa swahili. O Swahilandia, como alguna vez la denomina. Todo organizado para no moverse del hotel, con la asepsia y eficacia de las comunicaciones en el Imperio británico. El día 1 de septiembre de 1941, caluroso y sin lluvia, Juan comprueba que es rico y se reconoce ocioso. Ha cumplido con el señor Benjamin y con la causa judía. Aquella cartera le quema en las manos, tanto que no volvería a mencionarla. ¿Qué hará ahora?, si no puede retornar a una España solidaria con la Alemania que burló. La interrogante flota en la brisa de un lugar ajeno a las catástrofes que se suceden en otras partes del globo. En aquella jornada, los judíos mayores de seis años de la totalidad de los territorios ocupados por el Reich desayunarían con la orden de portar en su pecho una estrella de David amarilla, bien visible.
Un mes después, el inglés de la playa regresa a Pwani Mchangani. Habla swahili con soltura y busca un contrincante para una partida de bao. Al principio no lo reconocen, aseado y con ropa limpia. Abraza al anciano que lo cuidó cuando las fiebres lo devoraban, al fanático jugador que lo invitó a su casa y a Periódico, como lo llamará él en un español que nadie logra pronunciar puesto que la palabrita se las trae.
—Cumplo lo que prometo —comenta en un swahili acogido con más aplausos que risas—. Aquí estoy.
Retrasa el reto, sin embargo, hasta construirse una cabaña en el más externo de los redondeles que conforman el poblado. Y lo hace al estilo de los lugareños, siguiendo sus enseñanzas, con sus propias manos. Bueno, con sus manos y la ayuda de cinco varones jóvenes, que paga generosamente pero en secreto, evitando signos de ostentación. Aplicó la sobriedad local en la decoración de interiores, pero se excedió en el festejo de inauguración de la nueva morada. Fue un ágape digno de un sultán, con viandas traídas de Stone Town. No faltó nadie aquel 11 de noviembre, un trimestre después de su cumpleaños —que, como muchos anteriores, no celebró—. Por primera vez en su vida, tenía casa y un ramillete de incondicionales dispuestos a protegérsela de lluvias e invasiones. «Y ahora, ¿qué?», se dijo.
A los postres, arroja una moneda al aire para dilucidar su futuro: cara, Londres; cruz, Nairobi. Un Londres chamuscado por las bombas alemanas y una Nairobi antesala del paraíso natural. Salió cruz. Resopló, aliviado, como quien se enfrenta a las velas de la tarta, logra apagarlas y pide su deseo. Al día siguiente, venció en una reñida partida de bao y abandonó el pueblo que lo adoptaría como vecino.