Como un antiguo guerrero de la tribu masái, en visita de ofrenda a la diosa, pudo sentirse Juan. Pocas montañas habrá tan sagradas como Ol Doinyo Lengai.

Hasta nueve volcanes se cuentan en las proximidades del parque del Ngorongoro. Ol Doinyo Lengai es, con diferencia, el más raro, el que más sobrecoge. La «montaña de la divinidad»; hogar de Eng’ai, la diosa de los masáis que manifiesta su ira con erupciones y sequías. Está situado en el límite norte del parque y se eleva hasta casi los tres mil metros sobre el nivel del mar. Lugar de peregrinaje para los pastores tanzanos, acuden a pedir a su diosa que les conceda lo verdaderamente importante: la lluvia, el ganado sano y los hijos varones. También lo visitan las mujeres sin descendencia, guiadas siempre por un anciano. Suplican fertilidad.

No se explica por qué sintió el impulso de escalar aquella mole. El reflejo de la inmensa luna, quizá, acortando la distancia a la cima. O algo interior, espiritual. Inició la subida con el crepúsculo. Porque, en su ignorancia, sí sabía una cosa cierta; es imposible trepar por aquellas rocas acuciado por el sol. Las dos primeras horas de ascensión transcurrieron por una senda estrecha, de terreno compacto, que iba empinándose. Descansó, brevemente, en el único rellano que encontró. Después la cosa se complicaría, hasta tener que ayudarse de las manos para trepar por una mezcla de arena, cenizas, piedra pómez y roca. No desistió. Al alcanzar un área que olía a azufre, se giró instintivamente, apartando la cara. Divisó entonces la gran llanura del Serengeti y, de paso, pudo percibir el latido del corazón del volcán. Ya quedaba poco, apenas un centenar de metros.

La cima ofreció toda su magia. Desde el borde contempla una plataforma plana, redonda, del tamaño de tres plazas de toros. Bastaron unas zancadas cuesta abajo para verse entre chimeneas, grietas y figurillas que desaparecían, como el humo, en un soplido de la diosa. Esquirlas de plata volaban por los aires hasta caer con un tintineo de cristales, cubriendo de nácar un sinfín de extravagancias geológicas gracias a la singularidad de su lava, rica en dióxido de carbono. Juan se sintió pequeño caminando entre las majestuosas manifestaciones de un volcán que estaba, y está, vivo. Se dejó caer. A su espalda reconoció la voz de Uhuru, llamándolo. Pronto quedó acallada por otra, más armoniosa y deseada; la de su novia. Coincidió con el primer fulgor de la aurora y, derrotado, no pudo contener las lágrimas. Pero el prodigio aún no había terminado. La luz del alba ganó color, tiñéndose de un naranja sanguino que se expandió, como un fuego de atrezo, para dar paso al primer rayo. No hay efecto especial que lo venza cuando se filtra por las fumarolas y estatuas que la naturaleza esculpe.

El espectáculo único del sol emergente fue interrumpido por una silueta de enorme talla. Él la identificó con lo que en otros pasajes llama sombra. La sombra con la que dialoga en Alejandría, la sombra que había abandonado su espalda para regresar en el momento oportuno. Es ahí cuando se produce su epifanía.

No había nada sobrenatural en aquella figura a contraluz del monte Ol Doinyo. Sus primeras palabras las pronunció en su lengua maa. Percatándose de que no se hacía entender, recurrió al swahili. Juan tuvo la fortuna de toparse con un masái de mundo, que incluso había viajado hasta la costa persiguiendo unas reses. Un masái afable, lejano en sus maneras a la fama que arrastraban. Los kikuyus hablaban de ellos con respeto, pero sin especial afecto.

—Los masáis son gente de palabra, que ni olvidan ni perdonan. Tienen la memoria del elefante y la fiereza del león —había explicado Uhuru un día que observaron, camino del sur, una columna de pastores de esta tribu.

Los temidos masáis, capaces de vengar una afrenta tras una década y mil kilómetros de distancia, eran eso y mucho más en el ideario de África. Nombres de prestigio en la exploración de estos territorios, como Stanley y Thomson, habían escrito sobre ellos. El primero llegó a manifestar que, si alguien ansiaba el martirio, lo encontraría sin demora adentrándose en el país de los masáis. Joseph Thomson, por su parte, se atrevió a encabezar la expedición al lago Victoria organizada por la Royal Geographical Society tomando el camino más recto. Hablamos de 1883. Aquel periplo, cargado de avatares y angustias, dejó en el aventurero alguna que otra secuela física y el libro titulado A través de la tierra masái. Sirvió para agigantar la leyenda de este pueblo luchador, amante de la naturaleza, que jamás fue domesticado ni esclavizado. Razones de economía lo explican. Sus miembros se defendían con tal ferocidad que diezmaban irremediablemente cualquier caravana esclavista y, para más inri, entraban en depresión y morían de pena si eran capturados. O al menos eso cuenta la leyenda.

Para un masái, el éxito se resume en los cinco dedos de una mano: esposa, vaca, oveja, cabra y asno. Así de sencillo. Juan recibe su epifanía y no tiene en mente ninguno de los cinco tesoros, sino desandar sus pasos. Es hora de hacer el bien en cualquiera de sus formas. ¿Cuál elegiría un sujeto descreído?, se pregunta. La que más dudas sobre la propia existencia y el ser humano le generen, responde en letras mayúsculas.

Llega a Zanzíbar cuando la primera huelga de la historia del país ha concluido, dejando secuelas imborrables. La huelga de los wachukuzis, los estibadores del puerto, que fue secundada sin excepciones por los más de dos mil espinazos que se deslomaban en esta tarea. Se inició por un pequeño incidente, provocado por un propietario que exigió de los marineros de su embarcación que cargasen unas balas de clavo. Derivó en la protesta de los trabajadores del gremio, que defendían sus empleos reclamando mejores condiciones para ejercer su labor y mejores contraprestaciones económicas. De ahí se pasó a la parálisis de los transportes comerciales en un pispás, colapsando la isla durante cuatro largos meses.

Aquellos hombres, más fuertes de lo que su apariencia física hacía sospechar, ponen en solfa las miserias del sultanato y del protectorado inglés. Proceden en su mayoría del continente y hablan un swahili más rudo, sin florituras. Juan conoce a uno de ellos. El pícaro Abeid Segeti, alias Jomo, que siempre acarrea sus bultos cuando parte o regresa a la isla. Stone Town huele distinto en el retorno de 1946. La desconfianza se respira en el ambiente. Los plantadores de clavo y de coco, terratenientes árabes, acusan la crisis. Los ingleses parecen más taciturnos de lo habitual. Se encierran en su círculo elitista. Hasta en Pwani Mchangani se aprecia un cambio de actitud. Se han vuelto quejosos. Como si el espíritu reivindicativo se debiese a un virus que se transmitiera de boca en boca. Los ancianos del lugar sustituyen la partida de bao por una asamblea a la luz de una fogata. No piden compensaciones económicas. Piden que les devuelvan a los suyos que marcharon a una guerra de ingleses, al norte, en el continente. Juan no había oído hablar de estos reclutamientos. Eran diecinueve los casos en el poblado, y números similares en muchos otros puntos de la isla. Jóvenes que, en su mayoría, no habían regresado de la aventura como askaris —término que valía para la lucha en el bando inglés y en el bando alemán, popularizado durante la Gran Guerra— mientras los kikuyus y otras tribus de Kenia y Tanganica habían recuperado a sus combatientes.

Tumbado en la estera, en el vacío dormitorio de su vacía cabaña, cavila la mejor manera de ayudar. Al día siguiente, pedirá una entrevista con el nuevo representante oficial del Gobierno británico en el archipiélago. «Residente», lo llaman. Vincent Glenday es un recién llegado. Sustituye al anterior, Guy Pilling, que aguantó un quinquenio que se le hizo más largo que un día de ayuno del ramadán. Vincent Glenday había desembarcado con ganas. Con ganas de entendimiento, con ganas de figurar en los anales de Zanzíbar, de pisar peldaños en la escalera diplomática. Juan lo describe con el tópico del gallego, del que no se sabe si sube o si baja. Pero, valorando lo positivo, en menos de veinticuatro horas logró el encuentro discreto que deseaba. John Cross era un tipo conocido, con fortuna, que se llevaba bien con mucha gente a pesar de su fama de excéntrico. Glenday no estaba en disposición de ignorarlo, y menos si su pretensión era informar a los moradores de una de las localidades importantes de la isla de Unguja.

Aquel diálogo, mantenido en un café céntrico, sirvió para comprobar que, entre los mandatarios ingleses, yacía el miedo a que las incipientes revueltas de Kenia se propagasen y a que, finalmente, el Imperio se desmoronara como un azucarillo atacado por el chorreón de té. No les faltaba razón. Meses después, la India abriría una puerta que ya no se cerraría. Glenday no tenía ni idea de qué le hablaba el bueno de Cross cuando mencionó a los askaris isleños. Solícito por exigencias del cargo, le rogó que lo acompañase hasta el cuartel general del protectorado, la llamada, desde su inauguración en la década de los ochenta del siglo XIX, Casa de las Maravillas.

La casa, la mansión, era realmente un compendio de maravillas para la época. Había sido construida por capricho del sultán Barghash bin Said y contó con un reloj en su torre, luz eléctrica —la primera instalación del África negra— y hasta ascensor. De altísimos y nobles techos, se usó como palacio de ceremonias hasta que un cañonazo inglés casi la destruye. Fue durante la guerra de 1896, la más corta de la historia, pues apenas duró unos cuantos minutos. Los británicos, siempre generosos, acabaron restaurándola para su uso, desde 1913 hasta la independencia, como sede oficial del protectorado.

Juan disimuló con temple y labia la intimidación que le produjo traspasar aquella inmensa puerta. El trasiego de militares uniformados y civiles que alguien malvistió con trajes de solapas rebeldes, distintivos de algún otro cuerpo profesional, no dejó de sorprenderlo. Tenía aquel edificio por la sede del «nunca pasa nada». Glenday le presentó a un jefe de intendencia y se retiró con premura. Éste confirmó la veracidad de los datos que manejaba Juan, sincerándose acerca de la confusión reinante sobre el paradero de aquellos soldados. Entre líneas, quiso transmitirle que lo mejor que podía hacer era estarse quieto.

—Imagínese las sensaciones que provocarán con sus uniformes y sus actitudes marciales —pedía un esfuerzo de comprensión y empleaba todas sus capacidades mímicas en el empeño.

—¿Ardor entre las jóvenes? —Juan no iba a ponérselo fácil. Su cara picada de viruela y menosprecio por los sentimientos de los africanos, padres y madres, no le agradó lo más mínimo.

La deliberada falta de imaginación del civil provocó la reacción del militar. Carecía de la sutileza de Glenday. Cambió de discurso, convirtiendo la cortesía en amenaza. Era de Perogrullo que cien hombres con experiencia en la lucha bastarían para, cuando menos, poner en jaque la estabilidad del sultanato. Juan lo sabía. Pero poco le importaba a él el bienestar del sultán ni de su ostentosa cohorte de sirvientes.

La Casa de las Maravillas es hoy en día el Museo de Historia y Cultura de Zanzíbar y la Costa Swahili. A lo largo de sus plantas se descubre este archipiélago, extraordinario como el edificio. Historia, sociología, antropología, arte... Su cultura y tradiciones. Nada que ver con el edificio de al lado, unido a éste por misteriosos pasadizos subterráneos, residencia oficial del sultanato desde 1911 hasta 1964. Juan Ángel Santacruz jamás puso el pie en él. Recibe la denominación de Museo del Palacio y está cuajado de salpicaduras comerciales orientadas al disfrute del turista. Dedica una gran sala a la princesa Salme, merecedora de una y diez novelas por su rocambolesca vida. Baste decir que se fugó con un alemán, dando con sus huesos en una Europa civilizada pero gélida. En la primera planta, que abarca desde 1870 hasta 1896, se puede ver la enorme cama del sultán Barghash. Bajito, muy bajito. Tan bajito que usaba un taburete para trepar a la meseta del lecho. El segundo piso completa el recorrido. Se visitan las estancias privadas del último de los sultanes. El lujo zanzibarí, a la postre, quedó en nada. El colmo de la modernidad en los años 60 era la formica de unos muebles que parecían sacados de la cocina de nuestras abuelas.

Lo mejor de la visita, sin duda, es la balconada. Domina Mizingani Road, la avenida colindante con el océano calmo. Asomado a la derecha, se distingue Makusurani, el cementerio olvidado donde yacen los sultanes y los visitantes preguntan por la tumba sin nombre. A la izquierda, dormitan los jardines de Forodhani, abrasados por el sol y la falta de agua, lugar de celebraciones y discursos al aire libre. Detrás, el Fuerte completa el recorrido. Sirvió a los esclavistas busaidis de defensa contra los portugueses, allá por el 1700. Hoy, paradojas de la historia, es un espacio de libertad y cultura, con un anfiteatro en el que actúan artistas autóctonos y foráneos.

Juan salió de la Casa de las Maravillas con paso firme y una sonrisa en los labios, resuelto a ejercer de cartero en una región en la que no se sabía qué era una carta. Se había topado con la burocracia inglesa y la milicia de ultramar, personificadas en aquel tosco mando, y había permanecido incólume. A lo largo de su vida, se vería en circunstancias peores. La independencia tampoco trajo funcionarios modélicos. En la actualidad, no se culmina con éxito una consulta sobre el padrón de la isla si no se dispone de la fuente de energía que acciona el motor de la Administración: el billete con el rostro de un presidente de los Estados Unidos de América, siempre bien acogido en esta república revolucionaria de mayoría musulmana —moderada, eso sí, moderada y tolerante—. Nadie le hace ascos a George Washington, a Thomas Jefferson o a Abraham Lincoln. Y no hablemos del inefable Chiquito de la Calzada —o Benjamin Franklin, como se prefiera—, que posa con una enigmática sonrisa en el papel moneda por excelencia: el billete de cien. Uno de esos da de comer a un puñado de familias durante un puñado de semanas. La clave, con todo, no está en el uso racional del dinero, sino en una curiosa combinación de éste con las dosis justas de paciencia. «Pole, pole», se escucha como el eco, rebotando de oficina en oficina, relamiéndose al confirmar algunos nombres para, finalmente, comprender que décadas atrás no existía un control civil de los recién nacidos, siendo obligado recurrir a las autoridades religiosas de la zona.

Tras el tropiezo burocrático y la intimidación, llegaba para nuestro héroe la hora del desafío. La simple elaboración de una primera lista de askaris obligó a Periódico a patearse media isla, dar mil explicaciones y escuchar mil quejas. Juan marcha con ella a Dar es Salaam, la ciudad que tanto odia. Allí completa a duras penas la información obtenida y se embarca rumbo a Mogadiscio. Su objetivo es alcanzar los enclaves militares de la franja que abarca el norte de Kenia y la llamada Somaliland británica, todavía separada de la región que gobernaron los italianos. En más de un contratiempo, con rabia, echa de menos al intrépido Uhuru, con quien había pisado ese suelo agreste. Somalia le parece, metafóricamente hablando, territorio minado. Seco como él solo, de gentes recelosas, encerradas en sus clanes. Clanes propios de un feudalismo anclado en algún punto remoto de su historia.

Kaambooni o Chiamboni, apodada por los soldados ingleses «ciudad de hasta aquí hemos llegado y no queremos seguir», es el enclave más al sur, costero, de Somalia, pegado a la línea fronteriza con Kenia. Allí obtiene los primeros datos fiables, le permiten ver expedientes —que incluyen retratos del estilo de los actuales fotomatones— e incluso se entrevista con algún askari. La búsqueda no será sencilla. Al principio, los nativos quedaron agrupados por procedencias, aprovechando la camaradería natural para mayor eficacia del servicio. Después, el decurso de la guerra los fue diseminando en misiones cada vez más peligrosas.

Cuando regresa, tras un par de meses, Juan trae consigo una carpeta llena de malas noticias y una idea. En su cuaderno, azorado, cuenta antes la idea. Viendo cómo son los caminos y las distancias a recorrer, se ve impelido a comprar una avioneta. Ya entonces, la idea no resulta original. Los vuelos de estos artefactos de un solo motor, del tamaño de los mosquitos africanos, eran frecuentes entre las posiciones fronterizas, Mombasa y Nairobi. Él mismo había subido a alguno, en sus viajes por la Kenia profunda. En cuanto a la carpeta de las malas noticias, la inmediata, soltada a bocajarro en el círculo de ancianos de Pwani Mchangani, es que ninguno de los bravos askaris con los que llega a entrevistarse desea retornar. Al menos, por el momento. Para sorpresa de propios y extraños, el ocio y negocio de la milicia los seduce más que las plantaciones de clavo, la pesca y el calor de los parientes. Con todo, no es la peor de las nuevas. Juan traía consigo dos cartas oficiales, protegidas por un sobre sellado con lacre. El desconocimiento del destino de aquellas misivas había hecho que quedaran guardadas en un archivador durante años. Alargó uno de aquellos sobres a una madre que había enviudado recientemente. Ella lo tomó en sus manos, pasó la yema del dedo corazón por la huella, roja como una mancha de sangre, del ejército británico. Se lo devolvió. Juan necesitó unos instantes para recordar que el analfabetismo era una de las enfermedades endémicas de África y de Zanzíbar. Rasgó el sobre con maña, desdobló la hoja y pronunció, alto y claro, el par de frases: «Amir A. Mohammed resultó muerto en valiente acto de...». Siete renglones y ni la más mínima condolencia. Juan sintió encima, como una losa, las miradas de recelo de la concurrencia, culpable como era de portar tan funesto mensaje.

Se refugió en su choza. Sentado en un rincón, se enfrentó al ocaso y sus fantasmas. Aquél no era su hogar y, para colmo, no había lugar en el mundo que lo fuera. Se hallaba tan vacío como aquellas estancias. Su epifanía y su redención habían quedado en nada. El intento de ayudar a aquella gente chocó contra un muro invisible, despiadado e injusto. Sintió, por vez primera, el ansia de regresar. Un ansia física, como un dolor, que se clavaba en el costillar, ahogándolo. Un ansia fácil de comprender si se piensa que él sabía fehacientemente que el regreso no era posible. Los mandos ingleses le habían confirmado su sospecha de que Franco saldría impune. Liberar España ya no era un objetivo para los vencedores en la más cruenta de las guerras. Europa debía pensar en la vida y no en uno de esos feos jinetes del Apocalipsis. El orondo caudillo no constituía una amenaza para nadie.

—Salvo para los propios españoles —el humor británico en boca de un empedernido fumador, capitán enjuto y medio tísico, de bigotes y colmillos retorcidos.

El convencimiento de que moriría antes de volver, víctima de un mosquito, una ola, un machete o la propia desesperanza, lo derribó. Se reconoció en el exilio, lejos, tan lejos. Dicen que, el día que eso ocurre, el exiliado muere. Muere quizá para nacer de nuevo, pero muere. Algunos, muchos, eligen morir de verdad y acaban suicidándose. Así explican los libros la decisión fatal de numerosos supervivientes de los campos de exterminio. De escritores, de pintores que perdieron el pulso, de pescadores de altura que vieron cómo el mar se secó. Juan se abandonó en el rincón de aquella choza. Dejó de comer, de beber, hasta dejó de pensar. Cada tarde, los lugareños se acercaban a su puerta, a llevarle unas viandas que recogían intactas a la mañana siguiente. Siempre con el mismo ritual, preocupados pero respetuosos. Golpeaban la puerta una sola vez, con la palma de la mano, y se marchaban. Hasta la séptima jornada, cuando ya los colores habían desaparecido de sus ojos y la penumbra se había llenado de una claridad insoportable. Volvió a cimbrar la puerta, con dos toques en esta ocasión. El primero, el esperado, generoso y mudo; el segundo, un ruido de nudillos nada tímidos, acompañado de una voz de mujer.

—Hamed, el buen amigo de sus amigos, me envía. Mi nombre es Aisha.