Días de encalmada, en el mar y en la playa que éste baña. Juan se entrega en cuerpo y alma a la tarea de esposo y vecino. Permanece en Pwani cuanto le permiten sus obligaciones, pasea con Aisha, la acompaña en los actos cotidianos. Recupera esas veladas en las que la hacía partícipe de su vida anterior, de sus muchos avatares europeos y africanos. Omite los acontecimientos de los que no se siente orgulloso, magnifica las gestas. Detalla hasta la minucia, excitando la imaginación de la joven. Toma notas, de cosas que no quiere olvidar. Al final de sus días servirán para la redacción de los inconmensurables cuadernos.
Algunos relatos llegarán a oídos de los escolares, provocando corrillos ávidos de escuchar cómo son esos lugares remotos y las costumbres de los hombres que se proclaman civilizados. Son tantas las realidades y fantasías que los diferencian. Una curiosa anécdota acontece cuando surge el tema de la conservación de los alimentos. Los chicos no entienden bien de qué se trata. Para la mayoría, no existe tal cosa. El coco, el mango, tal o cual verdura, el pescado, la yuca y el arroz se consumen sin más. Los coges y los comes. Juan pone un ejemplo que no les resulta afín pero que pueden comprender: una vaca. Si se mata una vaca, no se la come uno de una sentada. Echa mano de la historia y rescata los pozos de los indígenas del Perú, de la antigua Mesopotamia, la Grecia y la Roma de los clásicos. Los romanos los llenaban con hielo recubierto de paja y mantenían en ellos la carne, sin pudrirse, durante meses. La idea del pozo no era tan distinta de los agujeros que se cavaban en Pwani para enterrar y refrescar algunos productos antes de ingerirlos. Lo verdaderamente original estaba en el hielo. Nadie en la escuela había visto el hielo. Entonces Juan fue más allá, explicando la refrigeración. Dejó con la boca abierta a unos chiquillos que ni siquiera imaginaban qué se sentiría con un abrigo encima. La clase acabó revolucionada.
—¡Haremos un refrigerador! —gritó Juan con el entusiasmo de un niño.
—¡Haremos un regerador! —vitorearon unos cuantos—. ¡Haremos un frigerador! —voceó la mayoría.
Dos días antes, en el puerto de Mkoani, había visto un montón de bidones de éter. Bidoncillos de no menos de cien kilos de peso. Ni corto ni perezoso, se subió a la avioneta y se dirigió a Pemba. No fue difícil apropiarse de una parte de aquel cargamento, sobornando y pagando en demasía. Después compró maderas, planchas de pizarra, unos metros de tubería de pequeño grosor y accesorios de automóvil, carpintería y fontanería. Mandó transportar aquel batiburrillo hasta el extremo sur del poblado, a la zona donde recaló enfermo. Allí se puso a construir una caseta con forma de cubo, de unos dos metros de lado. La madera quedó sellada con brea y aislada por un forro de pizarra. Entre el asombro y las preguntas sin respuesta de chicos y grandes, distribuyó las tuberías de modo que cubriesen todas las caras del cubo menos el suelo. Ya sólo faltaba lo principal. El éter es un líquido con un punto de ebullición bajo, que hay que proteger y tratar con cierto cuidado. Se evapora fácilmente disminuyendo la presión del aire circundante. Juan tomó el éter gaseoso y lo comprimió, hasta licuarlo, mediante una bomba mecánica que se accionaba pisando un fuelle con insistencia y buen ritmo. Bastaba aminorar la presión para que el éter volviera a evaporarse. Un proceso en el que se enfría notablemente. Obligó a ese éter a recorrer la tubería y... voilà. Caseta convertida en nevera.
Los habitantes de Pwani festejaron el prodigio como si del descubrimiento del fuego se tratara. No era, sin embargo, una ocurrencia feliz del Tarishi. El escocés William Cullen efectuó la primera demostración de este género en la Universidad de Glasgow allá por el año 1748. Juan no había hecho más que reproducir el montaje de un tal James Harrison, emigrante en Australia, que lo aplicó a una fábrica de cerveza en 1851. Había leído sobre él durante su estancia en Nairobi y siempre pensó que podía constituir el recurso para ayudar a un pueblo indígena en circunstancias adversas. El invento, para su decepción, tenía una debilidad nada despreciable; el consumo de algo tan etéreo como el éter. Habría que hipotecar Triana para costear el suministro regular de este fluido a Pwani Mchangani. Pero, como aprendizaje para sus paisanos, resultó una práctica ejemplar. Entrar en la caseta a pasar frío era una delicia que a alguno casi le cuesta un disgusto. Se restringió el acceso y, finalmente, se clausuró.
En compensación, los lugareños lo enseñan a pescar. Su torpeza en el manejo de la red les encanta. La aldea entera se hace eco. Hay algo en lo que superan al Tarishi. Un Tarishi que, en ocasiones, ha parecido un enviado del cielo, un ser ancestral o futuro, un bicho raro que atrae a grandes y pequeños como atrae el monstruo de las profundidades del arrecife a aquel que se cree nadador. Juan no se figuraba que, con la subida de la marea, tantos peces se acercasen a la orilla. Ni que fuera tan difícil mantener el equilibrio ante un oleaje aparentemente débil. Tras varias jornadas de carcajadas y chapuzones, mostró, altanero, su cesta repleta.
Aquella acogedora Pwani de anteayer no es la misma aldea de hoy, aunque no se haya movido del sitio. Trazada a escuadra y cartabón, vive una visible decadencia en la que sólo destacan los secaderos de algas, el amable silencio de sus gentes y la modesta escuela. Al contrario que en Tumbe, en la Pwani de ahora no suena el nombre de John Cross. Alargan la cara y se encogen de hombros al ser abordados. Sin embargo, al sur, recorriendo el pasillo que delimitan dos hileras de recebo bien dispuestas, se aprecia la curiosa figura formada por dos cocoteros gemelos, casi pegados. Detrás de los dos troncos, rodeada de unas plantas con flores que recuerdan al jazmín, se oculta una cruz hecha con piedras labradas toscamente, que se clavan en el suelo dejando a la vista un extremo puntiagudo. Una cruz cuidada con esmero en un pueblo de musulmanes. Una costumbre ancestral, algo entre misterio y magia, dirán si el viajero entrometido se acerca al pequeño monumento.
Juan aguardó a marzo para trasladarse a Stone Town con Aisha. Evita así el largo encierro en la cabaña al que obligaban las condiciones meteorológicas. Además, con la temporada de lluvias, es fácil moverse por la ciudad sin el calvario de las salutaciones. Ella se aloja en la mansión del árabe amigo; él mantiene el paripé, instalado a unos metros, en su habitación del hotel Spice Inn. Jamshid y John se dejan ver en lugares públicos, creando la impresión de que comparten presencia. Aisha, como siempre, disfruta del viaje. No tanto por las compras como por la posibilidad de cambiar de aires, descubrir otros sitios, aproximarse, siquiera de lejos, a las realidades que cuenta John.
Activa como es, se aburre cuando está sola. Se pasea por la casa en silencio, sin tocar nada, como si recorriera un museo. Tan harta que llega a entrar en la cocina mientras Periódico y Wema, su novia, se besan. Ya se sabe que los arrumacos suelen agudizar el tacto y aletargar los restantes sentidos. La situación, embarazosa para los tres, se resolvió con naturalidad.
—Wema, mi futura —sintetizó Periódico en un elogiable ahorro de saliva que, sin embargo, degradó con sus aspavientos.
Aisha, cuando Juan está fuera, espera a que Wema acabe de trabajar y se acerque. Pronto aprende a comunicarse con aquella muchacha expresiva y cordial, pero tan respetuosa que jamás acepta rebasar la puerta de la cocina. Wema utiliza su propio sistema de signos y los acompaña con el movimiento de los labios. Su prometido se ha acostumbrado a leerle la boca. Aisha llega a coger tanta práctica en la interpretación de las manos y las gesticulaciones que, en los momentos más relajados, contándose secretos de jóvenes, se olvida de la voz y emplea el mismo lenguaje. Wema ríe entonces con ganas. Cuando se despiden, en medio de las imponentes e inagotables aguas de abril, lo hacen como verdaderas amigas. Aquella tarde, John Cross transportó a Aisha en brazos por lo que hoy son las calles de Changa y Hurumzi, hasta salir a la trasera del fuerte árabe. El canal interior se había desbordado y la riada alcanzaba las rodillas del único inglés que en aquel instante se atrevía a desafiar las leyes de la lógica.
A pesar de los progresos que había experimentado su relación, en cuanto se alejaba de Aisha un par de días, se sentía intimidado. Por la diferencia de edad, es posible. Por aquel penoso primer contacto carnal, con certeza. Por la preñez fallida. Sin embargo, lo que encontraba siempre era una esposa atenta, tan discreta como Wema, que disfrutaba de su compañía. Jamás le pidió cuentas.
No era su único pesar. Quedaba el espinoso enigma de los askaris aparecidos, su espada de Damocles. Por más que tratase de eludirlo, se topaba con el problema al saludar al feliz Alhamisi o a cualquier otro de los uniformados resueltos que una vez asomaron por el recodo del camino. Como es de suponer, pesaba más la preocupación por los llamativos ciento uno, que sonaban a los trescientos de las Termópilas, que la tranquilidad del deber cumplido con los mil y pico restantes. Pero, al revés que los de la leyenda espartana, éstos regresaron todos. ¡Todos!, exclama.
Así que, de día, se azoraba ante esos resucitados garbosos que se expresaban con metáforas y resolvían los litigios mencionando la segunda oportunidad que les había fiado el péndulo celeste. Y, de noche, se azoraba ante la mujer recibida en santo matrimonio swahili. La turbadora intimidad sobrevenía más temprano que tarde. Aisha aguardaba a que estuviese tumbado para acercarse. Descansaba la cabeza en su pecho y la mano en su vientre, y se quedaba inmóvil, escuchando los latidos de aquel corazón inquieto hasta que se serenaba. La mano cobraba vida entonces, generando una electricidad estática que erizaba el vello y, de paso, por misterios de la física, transmitía su pequeño voltaje a la nuca. Ocurría sin esfuerzo. Ella apretaba los labios, tratando de contener los sonidos incoherentes que le bullían en la garganta. La respiración, sin embargo, la delataba. No podía ocultar que gozaba con cada suave, casi imperceptible, movimiento de pelvis del amante inglés.
Juan, una de aquellas noches, se cargó de valor y se atrevió a hablar. Los intereses de Aisha estaban por encima. Su derecho a ser madre, su derecho a ganarse el respeto de sus familiares y paisanos. Le preguntó si conocía qué días eran más propicios para el embarazo, si había algo que él pudiera hacer.
—No me importa parir o no parir una criatura si mi esposo me ama cuando está a mi lado —Aisha mostró la verdad en sus ojos.
—Yo... —esbozó una tímida disculpa. Ella lo interrumpió.
—Ni compartir el esposo si me ama con esa brujería suya que me quema sin notarlo cuando entra en mí.
—¿Brujería? —Juan se tomó el cumplido con una seriedad que le restaba complacencia y gratitud.
—Las mujeres dicen que no es posible sentir lo que yo siento sin los espasmos del ngoma —del tambor. Se refería a la brusquedad, a los embates del coito acelerado—. Las que perdieron su hombre dicen que no se lo creerán si no lo prueban ellas mismas —el gesto de terror de Juan provocó su carcajada.
Las casadas y viudas de Pwani, y de todos los poblados, formaban una curiosa sociedad en la que compartían sus secretos más íntimos, solicitando y recibiendo consejo de las restantes. Aisha adquirió la condición de casada, a pesar de no haber sido madre, tras superar un interrogatorio de iniciación. Fue aceptada por la singularidad de su matrimonio, consumado con un inglés tan imprevisible como el río Mwera —el Guadiana de Unguja—. La única hija del sabio y pudiente Hamed, la de mirada altiva y rasgos de otra parte, con fama de rara entre los suyos, se sometía a las reglas de la tradición. Juan se entristeció al pensar que Aisha debía ser la persona más sola de Pwani.
Llegó julio, cesaron las lluvias y la calma trajo la tempestad.