20 MADRID
El sol brillaba intenso en aquella fría mañana de invierno. Marina caminaba por las calles de Madrid en su primer día en España. Llevaba consigo un bolso pequeño y dentro de él la carta de Ramiro. Se sentó a desayunar en un café. De fondo, el sonido familiar de la máquina de café que ya comenzaba a silbar con fuerza, preparando su capuchino con espumosa leche hirviente. Las calles estaban casi vacías, sólo unos pocos madrugadores las recorrían a pie y en silencio. Un anciano caminaba lentamente por el Paseo de la Castellana, apoyándose en un bastón. Junto a él, tres niños corrían por la acera, subiendo y bajando de las fuentes y monumentos de la Plaza Colón.
Leyó la carta una vez más. “¡Qué vida desgraciada!”, murmuró. “Parece increíble que la guerra termine hiriendo tanto a víctimas como a victimarios. Y ahora busca mi perdón. ¿Perdonarlo yo? Claro que lo perdono. ¿Pero de qué sirve que yo lo perdone? No sirve de nada. Se tiene que perdonar él mismo. Siempre creí que los hijos no son culpables de los errores de los padres. Pero me equivoqué: los errores son una herencia irrefutable, innegable, como los genes, como el color de los ojos, como un gesto. No queda otra posibilidad que asumirlos y pagar por ellos. Y, pobre Ramiro, siento que ya pagó con intereses. No voy a ser yo su juez.
Tomó un sorbo del capuchino y guardó la carta en su cartera. Ese mismo día llamó a Ramiro dos veces, dejando sendos mensajes en su contestador. Al otro día llamó una vez más, además de mandarle un e-mail. Pero nunca obtuvo respuesta. “¿Qué le pasará que no me contesta?”
Leyó la carta nuevamente. Estaba desconcertada. Lo llamó luego al banco, pero le contestaron que no había ningún Buraglia en la lista de empleados. ¿Cómo podía ser que desapareciera del mundo así? Llamó por teléfono a Claudia y le pidió que buscara en la guía de Mendoza el teléfono de Patricia Buraglia. Tenía que encontrar a Ramiro. Claudia llamó a la media hora con la mala noticia: no hay ningún Buraglia en la guía de teléfonos de Mendoza.
Marina empezó a pasar todos los días, como un ritual, por un cyber-café de la Gran Vía para chequear su correo electrónico, esperando encontrar uno de Ramiro. Las semanas pasaron sin que ella reciba noticia alguna. Volvió a insistir, pero esta vez la línea de teléfono estaba desconectada, los e-mails rebotaban. ¿Ramiro había desaparecido? “Como si se hubiese muerto”, pensó. No supo nada de él hasta que un mes más tarde le llegó un e-mail de Claudia:
Maru: no entiendo qué pasó con Ramiro. Es como si se lo hubiese tragado la tierra. En Recursos Humanos dicen que no trabaja más en el banco. La verdad es que no sé qué pensar. No sé más dónde buscarlo, no sé cómo ayudarte.
Marina no pudo dar crédito a sus ojos. Estaba desconcertada. ¿Por qué desaparecer después de escribir semejante carta de amor? ¿Se habría suicidado, como tantas veces lo había pensado mientras vivía en Mendoza? ¿Era acaso culpa de ella? No pudo controlar sus emociones y sentada en el cyber-café de Madrid, sola, comenzó a llorar como una niña. Nadie se le acercó, no había quien la abrazara. El destino la forzaba una vez más a comenzar de nuevo.