14 EUGENIO “C”
Ámsterdam, noviembre de 2002.
Sonó el teléfono. Marina se despertó alterada. Se había quedado dormida en el sillón del salón, leyendo las cartas de su madre y recordando historias pasadas. Miró por la ventana y vio a Ámsterdam amanecer. Gruesos copos de nieve caían sobre el canal Heren. Los techos de los coches ya estaban blancos y la gente se dirigía a sus trabajos en bicicleta. De fondo escuchaba a Nienke hablar en inglés por teléfono. Se reía a carcajadas. Pronto entró en el living y le dijo:
– Marina, es Ramiro en el teléfono, llama desde Buenos Aires.
Ramiro ya sabía de la muerte de Esther. Marina le explicó cómo había sucedido todo. Se escuchaba a sí misma contar la historia y le parecía estar viviendo un sueño, una pesadilla. Escuchaba a su propia voz como una oyente más. Mientras en lo más profundo de su ser trataba de contener el llanto, mientras pensaba en su futuro y recordaba la pesadilla, había otra Marina, la autómata, que hablaba con Ramiro por teléfono.
– Lo siento mucho, en serio, Marina, lo siento mucho. Yo sólo quería llamarte para ver cómo estabas, decirte que te quiero, que pienso mucho en vos, y además contarte que el mismo día en que viajaste a Holanda, ese mismo día corté con mi novia.
Marina no lo estaba escuchando, seguía impresionada por la historia que acababa de salir de sus propios labios sólo unos segundos antes. Su madre había fallecido. Esther había dejado el mundo sin darle la oportunidad de tener una última charla. Hubiese querido al menos poder verla una vez más, caminar de la mano como en La Haya cuando pequeña. “Mamá, mamá”; pensó. “Te quiero, te quiero mucho, mucho”. Sus ojos brillaban por las lágrimas una vez más.
Del otro lado de la línea, Ramiro esperaba que Marina le contestara. Ante el silencio, continuó.
– Estoy muy cansado, muy estresado. Necesito vacaciones y me imagino que vos también. Había pensado, pero es sólo una idea y claro que yo no me imaginaba lo de tu madre, espero que no te parezca apresurado, insensible o desubicado, porque no es la intención… –entonces Marina lo interrumpió:
– ¿Qué pasa, Ramiro, en qué estás pensado?
– En visitarte, Maru, en tomarme un avión cuanto antes para ir a verte a donde estés; Holanda, Francia, donde sea. Estoy cansado de pensar en vos todo el tiempo y no poder siquiera darte un abrazo. Estoy cansado de que nos veamos sólo por casualidad.
Era mucho para procesar en tan poco tiempo; Marina no esperaba esa llamada y se sintió abrumada. Pero el destino se interpuso una vez más y la comunicación telefónica se cortó. No había llegado a contestarle. Esperó un par de minutos, pero el teléfono no volvió a sonar. Entonces se fue a dar una ducha, mientras pensaba en la llamada.
En este viaje habría querido hablar con su madre acerca de Ramiro, como nunca lo habían hecho antes. Tratar de entender la historia de sus familias. Todo había sido un tema tabú durante años y ella sentía que había llegado el momento de enfrentarlo. Si Ramiro la visitaba, ésta sería la primera vez en que se encontrarían sin una carga exterior, él sin novia y ella…, ella sin los reclamos de su madre. El solo pensar en la muerte de su madre como una especie de liberación respecto del tema de Ramiro le hizo sentir culpa. Nunca lo había visto así, nunca había pensado en ello. Pero ahora, bajo la ducha, sentía que estaba por primera vez liberada. Se sonrió y comenzó a enjabonarse con energía. La idea de la visita de Ramiro era excelente. Abrazarlo le ayudaría en su duelo. Sin padre, ni madre, ni hermanos, necesitaba que alguien la abrazase, que la contuviese. Alguien con quien llorar.
Cerró el grifo y se preparó para salir. En el reflejo de la mampara de la ducha le pareció ver el cuerpo de su madre. Miró nuevamente para cerciorarse, pero su madre no estaba allí; y el reflejo no era otra cosa que su propio cuerpo, desnudo, con la piel erizada por el frío. Miró una vez más y pudo ver claramente a su madre. Sus cuerpos le parecían iguales. Siempre le habían parecido iguales, ya desde pequeña. Todos le decían que su madre, de joven, era igual a ella. La recordó tomando una ducha luego de bañarse en el mar. Luego pensó en Ramiro. Recordó sus besos, sus caricias. Sintió calor, estaba sudando. Su corazón latía acelerado. Se quedó inmóvil, desnuda, parada en el medio del baño, las últimas gotas rodando por su cuerpo. Una fría ráfaga de aire la despertó de su trance, cuando Nienke entró al baño ya cambiada y lista para ir a su trabajo. La miró con una sonrisa y le dijo:
– Maru, me voy a la oficina. Cualquier cosa me llamás a mi teléfono móvil. ¡Ah! Antes de que me olvide –agregó con una sonrisa cómplice– mientras estabas en la ducha, Ramiro volvió a llamar. Parece que nos viene a visitar bien pronto. Me dijo que trataría de conseguir un pasaje para llegar aquí antes del fin de semana. Además me pidió nuestra dirección. Le dije que puede parar en casa con nosotras. Tenemos lugar suficiente. ¿Qué bueno, no? Nos vemos hoy a la tarde. Doei!
Marina no contestó. Estaba desnuda, aún húmeda y con frío. Nienke le dio un beso en la mejilla y salió apresurada. Marina se quedó esperando y al segundo escuchó la puerta de entrada cerrarse con fuerza. Se puso una salida de baño y caminó hacia el salón. El departamento estaba silencioso, inerte. La tenue luz de la madrugada, entre blanca y violeta, entraba por los ventanales exponiendo todo en su estado más crudo: el sillón de cuero gastado, los libros cubiertos de polvo. Caminó lentamente, con los pies pegados al piso. Se acercó al escritorio donde estaban las pocas cosas de su madre que había traído desde Francia. Entre ellas una caja metálica, verde, en las que originalmente venían los alfajores Havanna. En la tapa tenía una foto de la ciudad de Mar del Plata serigrafiada en colores sepia. Se veía la playa llena de gente y los edificios de fondo. Le hizo acordar a las postales de la playa holandesa de Scheveningen, que su padre le había enviado durante uno de sus primeros viajes a Holanda. La caja estaba llena de sobres, papeles, cartas, y algunas fotos. En el fondo encontró una moneda de dos francos franceses, del año 1941.
Su madre le había contado la historia de esa moneda tan sólo una vez, pero había quedado grabada en su memoria para siempre. Estaban ambas sentadas en la plaza frente a la embajada de los Estados Unidos en La Haya cuando Esther le mostró la moneda por primera vez. A Marina le había parecido enorme y, por sobre todo, muy hermosa. Ahora la veía a través de sus ojos de adulta, y se trataba de un objeto pequeño, gastado, de un material tan liviano que bien podría ser aluminio. Recordó que su madre se la había dado para que la tuviera en sus manos mientras le contaba la historia.
– Fijate, Maru, dijo Esther, fijate qué livianita que es. Tan livianita que la pude tener en mi bolsillo durante toda la Guerra. ¿Y sabés quién me la dio? Me la dio un amigo del alma que conocí cuando estábamos huyendo hacia el sur de Francia, que aún estaba libre de los alemanes.
– ¿Un amigo del alma? –preguntó Marina.
– Sí, un amigo del alma, aquellos de los que uno encuentra muy poquitos, y que quisiera tener por siempre. Yo tenía unos siete años, más o menos como vos ahora, cuando una noche durmiendo en un establo con otros chicos, el dueño apareció y nos tapó a todos con una manta. Era un día frío, muy frío, como el de hoy, y estábamos todos acurrucados unos sobre otros en un rincón. Todo olía a estiércol. El lugar era grande, enorme, pero quedaban sólo un par de animales arrimados a un rincón.
El dueño de la granja era un francés que se llamaba Jean-Jacques. Me acuerdo que estaba vestido diferente de las personas que yo había visto hasta ese entonces. Un pantalón de franela viejo, gastado, que sujetaba con tiradores de cuero atados a las presillas con un cordón de algodón. La camisa creo que era verde, o tal vez marrón, también de franela, y se le podía ver por debajo una gruesa camiseta blanca. En la cabeza usaba una boina negra. Sus manos eran grandes, muy ásperas, y las yemas de sus dedos estaban cruzadas por surcos como aquellos de la tierra que trabajaba todos los días. Nos hablaba en francés y no le entendíamos una sola palabra. Pero su sonrisa cálida nos alcanzó para sentirnos protegidos.
Esa noche los alemanes estaban rastreando la zona en busca de judíos y miembros de la resistencia que pudieran estar escondidos. Jean-Jacques sabía eso y nos trataba de decir que nos quedásemos quietos, sin hacer ruido. Nos miraba con dulzura y se ponía el dedo índice sobre la boca. Cuando se acercó a mí para taparme con una manta, una moneda cayó de su bolsillo. La tomé del suelo, de entre las pajas secas y la tierra húmeda, y se la quise devolver. Él la miró y la volvió a colocar en mi mano, apretando la suya sobre la mía. Recuerdo la presión de sus dedos y los cantos de la moneda en la palma de mi mano. Me dijo algo en francés que no pude entender. Posó luego sus labios gruesos y secos sobre mi frente. Supongo que fue un beso, el primero que yo recibía en muchos meses. Miré sus ojos tratando de adivinar su color. Eran entre verdes y castaños, como los de tu padre. Luego repitió su gesto pidiendo silencio y se retiró.
La noche pronto se puso fría; de fondo se escuchaba el ladrido de los perros de los alemanes, mezclado con el ruido de sus motocicletas y algún que otro grito de los soldados. También ellos parecían ladrar, o hablar el mismo idioma de sus perros. De a ratos, las dos vacas que compartían el establo con nosotras se acomodaban, se movían, o masticaban. Pese a los ruidos, pronto me quedé dormida. Por la mañana nos levantamos y salimos con el canto de los gallos. Ya no se veía rastro de los alemanes y sus perros. Todo estaba tranquilo. El cielo azul intenso, despejado. Las vacas estaban de pie, comiendo el poco pasto que les quedaba. Salimos del establo y nos dirigimos hacia el camino de tierra que pasaba por la puerta de la granja. Las gallinas corrían por el patio interno. Sobre la cerca de salida, había un poste de luz y de allí colgaba el cuerpo sin vida de Jean-Jacques, mi amigo del alma por un día. Todos lo miramos y no dijimos nada, sólo seguimos caminando. Metí entonces la mano en mi bolsillo y encontré la moneda. La tomé con fuerza, la apreté y prometí guardarla siempre.
No bien terminó de contar la historia de la moneda, Esther abrazó a Marina con fuerza y ella se quedó dormida. La moneda de Jean-Jacques ahora estaba en sus manos. La tomó y la apretó con fuerza, tratando de sentirla de la manera en que su madre lo había hecho. Imaginó nuevamente la cara de Jean-Jacques y sus ojos, como los de su padre, como los de Ramiro.
Siguió buscando en la caja y encontró una copia de la factura del pasaje de Laura hacia España, junto a un cenicero dorado, de chapa, pequeño, que decía “Eugenio C”.
El pasaje lo habían comprado el mismo día en que Laura había tenido la conversación con Jaime Porchinsky. Ella había tomado conciencia de que irse de Argentina, aunque fuera por un período breve, era la única forma de evitar que eventualmente la secuestraran. Al menos hasta la reaparición de Pedro, cuando todo quedase finalmente aclarado.
Esther pasó por el departamento de Laura a juntar algo de ropa y efectos personales y se encontró con el portero, don Segundo. Éste le contó que los militares habían pasado ya dos veces y que cada vez le habían preguntado si sabía dónde estaba Laura. Evidentemente, los días estaban contados hasta que finalmente descubrieran dónde se escondía. Esther pensó que por un tiempo no deberían regresar al departamento de Laura, por lo que le pidió al portero unas cajas de cartón en las que cargó todo lo que pudo, incluyendo libros y adornos. Antes de irse, con el maletero y los asientos traseros del Renault 4 llenos de cajas, le dio algo de dinero al portero, y le pidió que arreglara la cerradura de entrada y regara las plantas periódicamente.
Esa misma tarde fueron a una agencia de viajes para comprar un pasaje a España.
– ¿Cuándo le gustaría salir? –preguntó la mujer de la agencia de viajes, con acento extranjero.
– Cuanto antes. Si es posible mañana –contestó Laura con voz amable.
– Mire, mañana no hay vuelos a Madrid. Pero tiene uno el viernes. Debería llamar para ver si aún hay asientos. Si quiere le doy mi tarjeta y me puede llamar mañana por la mañana. Seguramente le consigo algo.
Entregó una tarjeta de negocios a Laura y otra a Esther, que leyó atentamente el nombre de la mujer: Wanda Raisky. Entonces le dijo en polaco:
– Wanda, ¿usted también es polaca?
– Sí, claro. ¿De dónde es usted? –contestó ella, con una sonrisa.
– Yo he venido de Polonia hace ya mucho tiempo, apenas me acuerdo de cómo hablar polaco, ¡es una vergüenza, ya lo sé!
– Lo habla usted muy bien, señora.
– Mire Wanda, se ha presentado una situación familiar muy difícil. Mi cuñada Laura debe partir hacia España cuanto antes. Es realmente urgente –dijo Esther en español
– Bueno, si es tan urgente va a tener que esperar al viernes.
– No es posible, tiene que ser mañana mismo. Entonces quizás un pasaje a cualquier otra ciudad europea y luego ella puede hacer un vuelo interno.
– No entiendo. ¿El apuro es por llegar a España o por salir de Buenos Aires? –preguntó Wanda.
– Las dos cosas –contestó Esther, esta vez en polaco, mirando a Wanda a los ojos.
– ¿Tiene que llevar mucho equipaje? –preguntó Wanda, tratando de entender un poco de qué se trataba.
– La verdad es que sí, bastante –contestó Laura.
– Pues bien, tengo una idea muy buena que se me acaba de ocurrir. Dígame, ¿la señorita está sola o acompañada?
– Estoy sola –contestó Laura.
– Perfecto, tengo la solución ideal para usted. Mañana por la tarde sale un barco, un crucero transatlántico, rumbo a Barcelona. Luego se puede tomar un tren hacia Madrid. Tarda un par de semanas en llegar, es cierto, pero va a ser un viaje inolvidable. Tengo una oferta muy especial. Le va a salir más barato que un vuelo y puede llevar hasta ciento cincuenta kilos de equipaje sin pagar extra.
– Cuénteme más –dijo Laura.
– Pues bien, es un crucero de la línea Costa. Es el Eugenio C, un buque hermoso.
– ¿Y sale realmente mañana a la tarde? –insistió Laura.
– Sí, a las 18.30 horas, del puerto. Aguarde un minuto que me fijo en la carpeta.
Mientras Wanda buscaba en una estantería el folleto del Eugenio C, Esther le dijo a Laura al oído:
– Creo que salir por el puerto es más seguro que salir por el aeropuerto. Es una buena idea.
Wanda colocó sobre el escritorio un colorido folleto con fotos del transatlántico. Se trataba en efecto de un hermoso crucero, blanco, con una fina línea azul y dos torres amarillas con la letra “C”.
– El Eugenio C es un barco relativamente nuevo. Entró en servicio hace apenas diez años, que para un transatlántico es muy poco tiempo. Navega muy rápido, a unos veinticuatro nudos, y dice aquí en el folleto que tiene capacidad para 1.396 pasajeros separados en tres clases y alojados en 506 cabinas. Imagínese el servicio, tiene nada menos que seiscientos tripulantes, ¡casi uno cada dos pasajeros!
– ¿Y tiene pasajes disponibles? –preguntó Esther.
– Mire, esta mañana me han ofrecido diez camarotes con descuento especial. Puedo llamar ahora mismo si a usted le interesa.
– ¿Cuánto cuesta el pasaje? –preguntó Laura.
– La oferta es fija: un camarote externo, es decir con ventana al mar, con ducha privada, dos camas, clase primera “A”, con acceso a todas las cubiertas y entretenimientos, con hasta ciento cincuenta kilos de carga máxima por camarote, pero en su caso como está sola puede usarlos todos, todo por ochocientos treinta y dos dólares. Pero claro que es base “ocupación doble”; es decir que es como un hotel: la oferta es para dos, no para uno solo.
– Yo viajo sola –dijo Laura.
– Puede entonces pagar un adicional de doscientos veinte dólares y tiene el camarote para usted sola. Todo suma mil cincuenta y dos dólares, lo cual es aún más barato que tomar un avión con un pasaje de retorno abierto.
Y así fue que Laura escuchó por primera vez la frase “retorno abierto”. Ahora sabía claramente cuándo se iba, pero no tenía ni idea de cuándo volvería a ver a Buenos Aires, a su familia, a su gente, a su Pedro.
De regreso a la casa, el tema de conversación era dónde pasar la noche para estar seguras. Esther insistía que no deberían hacerlo en su casa, sino en algún otro lugar. Surgió entonces la idea de dormir en un hotel fuera de la ciudad. De la noche a la mañana se habían transformado en fugitivas en su propio país. Después de escuchar la historia de don Segundo, el portero, Laura aceptó la sugerencia de dormir en algún lugar seguro.
Pasaron por la casa de Esther y en silencio, sólo interrumpido por algún sollozo, Laura preparó su equipaje. Se llevaba todo lo que tenía. Esther la ayudaba, mientras Marina miraba televisión. Se sentaron las tres a la mesa y mientras tomaban mate, discutían posibles destinos para su noche de prófugas.
Tomaron la decisión de ir a dormir a un hotel en la ciudad de Zárate, a una hora de auto hacia el norte de Buenos Aires. Laura había pasado una noche en ese hotel el año anterior y dijo que en Zárate uno se sentía “en otro mundo”. Qué mejor entonces que estar, por una noche, en “otro mundo”. Así fue que partieron en el Renault 4 rojo rumbo al Zárate Palace Hotel. Durmieron las tres en una misma habitación. Esther y Laura hablaron hasta muy tarde. Laura repetía una y otra vez que ella no estaba lista para irse, que era demasiado apresurado y que prefería esperar a que liberaran a Pedro. Marina se quedó dormida, abrazada a su madre.
Al otro día, ya de regreso a Buenos Aires, el tráfico se puso inusualmente lento. Se encontraron pronto en una larga cola que avanzaba a paso de hombre. Tras de unos diez minutos, dos Ford Falcon de color verde pasaron a toda velocidad por el arcén de tierra, levantando una polvareda que transformó al aire en una inmensa nube gris. Apenas unos metros más adelante, otro Ford Falcon cortaba la ruta y obligaba a los autos a desviarse. Un camión del Ejército estaba estacionado a un costado y unos veinte soldados armados cortaban ambas direcciones, dejando pasar tan sólo un vehículo por vez.
Cuando estuvieron más cerca, pudieron ver a un militar de más alto rango haciendo una selección, indicando qué autos debían seguir y cuáles detenerse. Parado firme, con las piernas levemente entreabiertas, marcaba el destino de los conductores con un simple movimiento de su mano, señalando con los dedos índice y mayor juntos, como un cura que otorga una bendición o el perdón. Unos cinco vehículos, de todas las marcas y modelos, estaban ya estacionados a un costado, y sus ocupantes eran registrados y palpados por agentes de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Los dos Ford Falcon verdes que les habían adelantado minutos antes a toda velocidad se encontraban ahora estacionados junto al camión del Ejército y unos ocho hombres de civil bajaban escopetas y ametralladoras de los respectivos maleteros. Laura entró en pánico y le dijo a Esther:
– Pará, por favor pará ya mismo que me bajo, antes de que sea tarde. Acá no me ven, ¡dale, pará que me bajo!
– Estás loca, ¡vos no vas a ningún lado!
– Entonces girá en “U” y volvamos para el lado de Zárate.
– Laura, tranquilizate por favor, estamos demasiado cerca de ellos como para hacer alguna tontería que pueda llamarles la atención. Lo mejor que podés hacer es quedarte quieta, sonreír y dejá que yo me encargue de hablar.
– ¿Y si me están buscando a mí?
– ¡Cómo te van a buscar a vos en Zárate! No le dijimos a nadie que veníamos aquí y nos registramos usando un nombre cualquiera. ¿Cómo querés que te estén buscando a vos?
– ¿Y si me piden el documento?
– Se los das y listo. El policía no tiene en la cabeza un registro con los miles de nombres de personas que buscan. Estate tranquila.
Laura no llegó a contestar, que un hombre de civil se acercó a la puerta del coche. Vestía una camisa celeste y jeans azules. Sobre la camisa, a la altura del pecho le cruzaban el cuerpo unas correas de cuero negro, que parecían tiradores pero en realidad sostenían una cartuchera con una pistola. En una mano tenía una escopeta y con la otra hizo la venia y saludó a Esther.
– Buenas tardes, señora. ¿Me permite la documentación suya y del rodado, por favor?
– Claro, ningún problema.
– ¿Hacia dónde se dirigen?
– Hacia Buenos Aires.
– ¿A qué va allí?
– Allí vivimos.
– Estamos buscando a unos subversivos, muy peligrosos, armados, que se escaparon hace apenas una hora. Sus cómplices los rescataron mientras los transportábamos a Buenos Aires para interrogarlos. Pero no van a ir muy lejos, ya los encontraremos. Le voy a pedir un favor: trabe las puertas de su vehículo y no levante a peatones que hagan dedo. ¿Me entiende?, es por su bien.
– Sí, claro. Muy amable.
– ¿Sabés qué, Lau? dijo Esther ni bien el Policía se retiró: “Yo creía que la guerra contra la guerrilla era una guerra de otros. Pero las guerras nunca son de otros. Tarde o temprano, son todas de uno”.
A la tarde, Esther y Marina acompañaron a Laura al puerto de Buenos Aires a embarcar. El Eugenio C era deslumbrante, tal cual se lo veía en el catálogo. Llegaron con Laura hasta el camarote mismo, y allí esperaron la orden de desembarcar para todos los visitantes. Sobre la mesa había un cenicero de metal dorado, que decía Eugenio C.
– Tomá, llevátelo de recuerdo –le dijo Laura a Esther.
Y así fue que aquel cenicero de 1977 se juntó con la moneda de 1941.