7 BUENOS AIRES VIOLENTA

Invierno de 1976. Era una tarde de domingo como cualquier otra y los Buraglia se preparaban para almorzar pasta, como indicaba la tradición familiar. El prefecto se recuperaba en su casa de las heridas sufridas durante el fallido atentado.

– Vamos chicos, a poner la mesa, que se enfrían los ñoquis –dijo la madre, dirigiéndose a Ramiro y Mercedes, que jugaban juntos en el jardín.

– Patricia, vení un segundo conmigo a la cocina, quiero contarte algo –dijo el prefecto, entrando a la cocina junto a su esposa y cerrando la puerta tras él.

Ramiro, observando la situación, le pidió a su hermana que no hiciera ruido alguno y se acercó en puntas de pie a la puerta de la cocina para escuchar. Sus padres hablaban en voz baja.

– Patricia, hablé con mis superiores. Me voy a reincorporar a la actividad. Decidimos reforzar mi custodia. Me van a pasar a buscar con una camioneta pick up de la Prefectura, con varios soldados armados en la caja trasera para seguridad adicional.

– Estás loco, José María. ¿Por qué vos? ¿Para qué más? Ya hiciste tu parte. ¿No te pueden dejar tranquilo ahora? Habíamos acordado que pasarías a retiro.

– No puedo, no ahora. Es cuando más me necesitan.

– Tu familia también te necesita. Por favor, por un instante, recapacitá.

El prefecto caminó hacia un lado de la cocina, apoyó un brazo en un armario y continuó hablando.

– Hay algo más que tengo que contarte.

– ¿Qué pasa?

– ¿Sabés cómo terminó lo del atentado al jefe de la Policía Federal? ¿Te enteraste de quién lo mató?

– No, ¿cómo me voy a enterar?

– Es una historia de terror, por la traición, la sangre fría y la crueldad. Tengo que contártela, Patricia, te la tengo que contar para que entiendas con qué clase de gente estamos tratando.

– Después de comer, José María, se enfría la pasta.

Los cuatro se sentaron a almorzar en sus lugares habituales. Los padres de un lado, los hijos del otro.

– El lunes comienzo a trabajar nuevamente –dijo el prefecto.

– Nos habías prometido que te retirarías –contestó Ramiro. Patricia miró a su marido a los ojos.

– Nos mentiste, ¡faltaste a la verdad! –dijo Ramiro.

– Ramiro, cuidado con lo que le decís, cuidadito cómo le hablás a tu padre –intervino Patricia.

– No, Ramiro, no te mentí. Cuando lo dije, lo sentía así. Sólo que mis superiores me han pedido que reconsidere mi decisión. Es mi deber.

– No entiendo por qué tenés que ser vos, papá, quien defienda a la patria, y no dejás que lo hagan otros.

– No se preocupen, chicos, todo va a estar bien. Vamos a contar con guardia permanente en la puerta de casa, las veinticuatro horas. Además, a partir de ahora no quiero que traigan a casa a sus amigos de visita. Pueden ir a la casa de ellos, pero no traigan a nadie a casa. Excepto que yo les dé permiso expreso.

– ¿A nadie? –preguntó Ramiro.

– A nadie. Ya dije, sin excepción.

– ¿Ni siquiera a Marina?

– No, ni siquiera a Marina.

Patricia, desconcertada, miró a su marido. En cuanto terminaron de almorzar, ambos se retiraron a la cocina, volvieron a cerrar la puerta y el prefecto explicó las razones de su decisión.

– Patricia, es evidente que estoy en la lista negra de las organizaciones guerrilleras. Nada puedo hacer, ya es tarde, así son las cosas.

– Pero no dejar que los chicos inviten a sus amigos de la escuela a casa, eso me parece una exageración.

– No lo es. Dejame que te cuente acerca del atentado al jefe de la Federal.

El prefecto se acomodó en una silla, llenó un vaso de vino tinto y comenzó a hablar. Contó la historia de una vez, sin detenerse, sin esperar preguntas. Su esposa escuchó en silencio, atónita, sin interrumpir.

En realidad, el atentado que tanto preocupaba al prefecto había comenzado a planearse casi cinco meses antes, en los primeros días del mes de marzo, en el colegio Lenguas Vivas de Buenos Aires. En su mayoría integrado por alumnas mujeres de buena situación social, el Lenguas Vivas era casi un “club de amigas”. Allí cursaban sus estudios María Cardozo, de dieciocho años, y su amiga Paula González, de la misma edad.

Muy pronto, María y Paula se hicieron amigas. Muy amigas. Intercambiaban apuntes, estudiaban juntas y charlaban sobre la vida, los hombres y la política. Al menos una vez a la semana, Paula se quedaba a dormir en la casa de María luego de estudiar juntas, para evitar volver tarde desde el departamento de los Cardozo, en el barrio de Belgrano, hasta su casa en San Isidro. Era un viaje de casi una hora en transporte público.

La familia de María no era cualquier familia: su padre era general del Ejército y había asumido recientemente el cargo de jefe de la Policía Federal. Las estadísticas no alentaban a la familia Cardozo: la guerrilla había atentado contra la vida de las dos últimas personas que habían ocupado ese cargo.

De todas maneras, el general decidió ocupar el puesto. Luego de una brillante carrera en el Ejército Argentino, él creía que coronar su trayectoria con semejante posición no era una opción sino un deber. Como militar, aceptar ese nuevo cargo era desempeñar un rol de liderazgo en la batalla que en aquel entonces libraban las Fuerzas Armadas. Por su parte, la guerrilla sabía que la jefatura de la Policía Federal era un puesto clave en la disputa por el poder, y en muchos casos directamente implicada en torturas, secuestros y asesinato de opositores. Se trataba sin duda alguna de una de las posiciones más difíciles y peligrosas del gobierno militar.

El viernes dieciocho de junio, luego de estudiar hasta tarde con María, Paula prefirió irse a dormir a su casa. Se hacía tarde y estaba cansada. Se despidió del general como siempre, con un beso en la mejilla; también de su amiga y de la madre, y comenzó el camino de regreso a su casa.

Se hicieron las dos de la madrugada. El general charlaba con su esposa, en su cuarto, mientras se preparaba para dormir. Fue entonces cuando se apoyó en la cama y una fuerte explosión lo hizo volar por los aires. La mampostería y los muebles quedaron destruidos, partes del techo cayeron sobre él y su esposa, y pequeñas esquirlas volaron por toda la casa. Algunas de ellas llegaron a herir levemente a María. La mujer del general quedó en el piso, cubierta por el polvo blanco desprendido de los pedazos de cielo raso, con un ataque de nervios. El cuerpo del general estaba destrozado, irreconocible. Pedazos de carne y sangre habían sido regados por toda la habitación. La imagen sería recogida por los periódicos, cuyos titulares de la primera plana contaban lo sucedido: “Jefe de la Policía Federal asesinado”. Señalaban además que la esposa, sus tres hijos y Paula, la compañera de estudios de María, habían salvado su vida milagrosamente. Nada sorprendía a los argentinos de los años 70. Con el tiempo y a través de una entrevista publicada por la revista española Cambio16, se conoció la trama del asesinato del general.

Toda la familia de Paula González estaba involucrada en la organización guerrillera Montoneros, que enarbolaba la bandera peronista. Su lema era “Patria o muerte”. La policía encontró la casa de Paula vacía, con restos de ropa tirada por el piso y bolsos a medio preparar. Los González habían huido pocas horas antes. Aquella noche del dieciocho de junio, antes de irse a su casa, Paula había colocado debajo de la cama del general Cardozo una pequeña caja de perfume con setecientos gramos de Trotyl.

El destino del general Cesáreo Ángel Cardozo estuvo sellado el mismo día que asumió su nueva función. También el de Paula, que falleció poco tiempo después en un enfrentamiento con la Policía Federal.

Cuando el prefecto terminó de contarle la historia a su esposa, ambos quedaron en silencio. Él se levantó de su silla, siempre sin decir una palabra, y se dirigió a una de las alacenas. De allí tomó una copa vacía, la llenó de vino, y se la ofreció a su mujer. Ramiro, del otro lado de la puerta, acababa de escuchar una historia que jamás podría olvidar, que recordaría una y otra vez, dándole colores y matices acordes a su imaginación. Una historia que nutriría su inconsciente para producir las más variadas y violentas pesadillas. Así creció Ramiro, con miedo permanente, pensando que cada mañana podía ser la última con su padre, que cada vez que éste salía de su casa, cada vez que lo besaba, podía ser la última. Las mañanas y los besos de despedida se transformaron en un diario momento de angustia; las noches, en una procesión de pesadillas encadenadas.

La prohibición impuesta por sus padres, de visitarse en sus respectivas casas, terminó por enfriar casi por completo la relación de Ramiro y Marina. Esporádicamente se veían en los recreos, o al mediodía, y charlaban durante horas, pero sabían que cuando tocaba el timbre al final de las clases, sus vidas se separaban. Ramiro entendía el porqué de la prohibición cuando se trataba de otros amigos, no cuando impedía que Marina lo visitase. Pero nunca se animó a cuestionar la decisión. Lo había decidido su padre, era una orden y en su casa las órdenes no se discutían, sino que se acataban. El prefecto le había explicado alguna vez que ni él mismo entendía muchas veces las órdenes que le daban sus superiores, pero no era su función juzgar, sino obedecer. Lo mismo le cabía a Ramiro, al menos en forma consciente. Por dentro, en cambio, la opresión le generaba angustia y pesar. Marina, por su lado, vivía la separación forzada como una tragedia. Pero no duraría por siempre.